Siempre la Iglesia docente tendrá jurisdicción.

Aunque haya vacado la Sede Apostólica por tiempo extenso, como en el pasado varias veces ha sucedido.

«Donde no hay gobierno, va el pueblo a la ruina.» (Prov 11,14)

«Si alguno dijere que en la Iglesia católica no existe una jerarquía instituida por ordenación divina, que consta de obispos, presbíteros y ministros, sea anatema.» (Sacrosanto Concilio de Trento. Denzinger n° 966)

«…los miembros de la Jerarquía eclesiástica han recibido y reciben siempre su autoridad de lo Alto.»
(Papa Pío XII, Discurso de inauguración, 2 octubre 1945)

«Puesto que no hay sociedad que se mantenga en pie si no hay quien esté por encima de los demás, moviendo a todos con eficacia y unidad de medios hacia un fin común, se sigue que a la convivencia civil, es indispensable la autoridad.» (Papa León XIII, Immortale Dei) [Si esto decía de la sociedad civil, lo diría con mayor fuerza y razón de la Iglesia.]

«En toda comunidad o reunión de hombres, la necesidad obliga a que exista algunos que manden, para que la sociedad, sin principio o cabeza que la rija, no se disuelva o se vea privada de conseguir el fin para el cual nació y fue constituida.» (Papa León XIII, Diuturnum Illud)

«Desconocen que el divino Salvador quiso la comunidad por Él fundada como una sociedad perfecta en su género con todos los elementos esenciales jurídicos y sociales precisamente con el fin de que asegurara existencia duradera a la obra salvadora aquí en la tierra, y que El, para la consecución de ese mismo fin del Espíritu Consolador, quiso dotarla abundantemente de gracias y dones celestiales… No puede haber, pues, ninguna oposición real o contradicción entre la misión invisible del Espíritu Santo y el oficio de pastores y maestros jurídicamente recibido de Cristo. Ambos se complementan y perfeccionan mutuamente como en nosotros el cuerpo y el alma, y proceden de Uno y el mismo: nuestro Salvador.» (Papa Pío XII, mystici corporis Christi)

«Y es así que Cristo, que ha realizado en su Iglesia el reino de Dios en la tierra, anunciado por Él y destinado para gozo de los hombres de todos los tiempos, no ha confiado a la comunidad de los fieles la misión de maestro, sacerdote y pastor, recibida del Padre para la salvación de la Humanidad, sino que la ha transmitido y comunicado a un Colegio de Apóstoles o enviados, escogidos por Él mismo para que con su predicación y su ministerio sacerdotal y con la potestad social de su oficio hicieran entrar en la Iglesia la muchedumbre de los fieles, para santificarlos, iluminarlos y conducirlos a la plena madurez de los seguidores de Cristo.
«Examinad las palabras con las que Él les ha comunicado sus poderes… la promesa e investidura de la potestad suprema de las llaves a Pedro y a sus sucesores personalmente (Mt. 16, 19; Jn. 21, 15-17); la comunicación del poder de atar y desatar a todos los Apósteles (Mt. 17, 18).
[…]
«Porque la Iglesia tiende con su poder no a esclavizar la persona humana, sino a asegurar su libertad y perfección rescatándola de las debilidades, de los errores y de los extravíos del espíritu y del corazón que tarde o temprano acaban siempre en la deshonra y en la esclavitud. El carácter sagrado que a la jurisdicción eclesiástica corresponde por su origen divino y por su pertenencia a la potestad jerárquica debe inspiraros, amados hijos, una altísima estima de vuestro juicio y espolearos a cumplir sus austeros deberes con fe viva, con rectitud inalterable y con celo siempre en vela.» (Papa Pío XII, Discurso de inauguración, 2 octubre 1945.)

«Puesto que la llamada misión jurídica de la Iglesia y la potestad de enseñar, gobernar y administrar los sacramentos deben el vigor y fuerza sobrenatural, que para la edificación del Cuerpo de Cristo poseen, al hecho de que Jesucristo pendiente de la Cruz abrió a la Iglesia la fuente de sus dones divinos, con los cuales pudiera enseñar a los hombres una doctrina infalible, y los pudiese gobernar por medio de Pastores ilustrados por virtud divina y rociarlos con la lluvia de gracias celestiales.» (Papa Pío XII, Mystici corporis Christi)

«En todas las cosas en las cuales alguien es ordenado a un fin, o en las que obra de un modo o de otro, es necesario que exista un dirigente por el cual se llegue directamente al fin debido.» (Santo Tomás de Aquino, De Regimini Principum) 

«Una misión autoritativa para enseñar es absolutamente necesaria para que haya sucessión apostólica en la Iglesia, una misión dada por el hombre no es autoritativa. De ahí que cualquier concepto de apostolicidad que excluya la unión autoritativa con la misión apostólica despoja al ministerio de su carácter divino. Apostolicidad, o sucesión apostólica, significa entonces que la misión conferida por Jesucristo a los Apóstoles debe pasar de entonces a sus legítimos sucesores, en una línea ininterrumpida, hasta el fin del mundo. Esta noción de apostolicidad se desprende de las palabras del mismo Cristo, de la práctica de los Apóstoles y de la enseñanza de los Padres y teólogos de la Iglesia.» (La enciclopedia católica, 1913. Fuente.)

P. Jesús Bujanda S. I. Manual de teología dogmática. 1949:

77 11.a Luego la Iglesia en que se encuentran esas cuatro propiedades o notas o distintivos no puede ser sino la verdadera, y, en cambio, no puede serlo aquella a la que le falta alguno de ellos.

En efecto; si le falta la unidad de doctrina o de gobierno, no es la verdadera Iglesia de Cristo, que tiene una sola doctrina (la ensenada por él) y un solo je fe. Si le falta la apostolicidad, es decir, si está formada por jefes que se separan de su legítimo superior, es una Iglesia separada de la de Cristo.

Si se restringe a una sola región, a una sola raza, o nación, o grupo de naciones, no es la Iglesia que Cristo fundo.

Finalmente, si no tiene la santidad que quiso Jesucristo que su Iglesia tuviese, si no cree todas las verdades, ni admite todos los ritos, ni acepta el gobierno que él le dio para su santificación, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo.

78 12.a Luego ni la Iglesia oriental cismática ni la protestante, que no tienen la unidad ni la apostolicidad ni la santidad que Cristo quiso que su Iglesia tuviese, son la verdadera Iglesia de Cristo.

     13.a Consiguientemente, si como demostramos en el tratado primero, la única religión verdadera es la cristiana, y, según hemos probado en este segundo, la única verdadera religión cristiana es la católica, queda por el mismo hecho demostrado que la única religión verdadera es la Católica.

79 Notas. 1.a Cómo se gobierna la Iglesia.

La Iglesia se gobierna como una monarquía o imperio absoluto, en que el jefe supremo no está sujeto ni obedece a nadie, es decir, como lo era el imperio romano cuando la Iglesia se fundó.

El Papa es el emperador o rey.

Los obispos son los gobernadores de provincias.

Los alcaldes de los pueblos son los párrocos.

Un católico cualquiera está sujeto a su párroco y obispo y al Papa, a no ser que por disposición de éste no esté sujeto a los dos primeros (párroco y obispo), como pasa a veces con los religiosos, al menos en muchas materias. En cambio ese mismo católico no está sujeto nunca a quien no es su párroco ni su obispo.

Jesucristo no instituyó más que el Sumo Pontificado y el episcopado.

Los párrocos son de institución eclesiástica, lo mismo que ciertas dignidades en la Iglesia, cardenales, nuncios, arzobispos, arciprestes, etc., que podrían por lo mismo ser abolidos. En cambio, no hay poder humano que pueda suprimir el sumo pontificado o el episcopado.

[…]

686 Consecuencias. 1.a Necesidad de jurisdicción para poder absolver.—Si el sacramento de la penitencia es un acto judicial, luego no bastara tener la carrera de juez, es decir, poseer todos aquellos conocimientos y tener todos los medios propios de esa carrera, si no se está señalado para ejercerla.

E1 juez de una capital de provincia no puede ser juez en otra mientras no se la asignan a él, y si lo dejan disponible no podrá ejercer sus funciones en ninguna. De la misma manera, el sacerdote no podrá absolver válidamente si no le señalan las personas sobre las que lo puede hacer.

«Porque es tal la naturaleza del acto judicial que pide se dicte la sentencia sobre los súbditos…; el Concilio confirma que es verdaderísimo que no tiene fuerza ninguna la absolución que pronuncia el sacerdote sobre aquellos sobre los que no tiene jurisdicción» [Concilio de Trento, ses. 14, cap. 7. D. 903]

P. A. Hillaire. Religión demostrada, 1913:

C) El gobierno de la Iglesia pertenece principalmente a Simón Pedro, y, bajo su dependencia, a los apóstoles. – Jesucristo había colocado ya a San Pedro a la cabeza del colegio apostólico, como veremos más adelante; y al dejar la tierra, dijo a sus apóstoles reunidos: Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra.

Id, pues, y enseñad a todas las naciones, etc. (Mateo, XVIII, 18-19). Con estas solemnes palabras, Jesucristo concede a sus apóstoles la autoridad para enseñar su doctrina, santificar las naciones y gobernar las conciencias.

Cristo posee la autoridad porque es el Enviado del Padre; los apóstoles la reciben porque son enviados de Cristo: Como mi Padre me ha enviado, Yo os envío… El que a vosotros oye, a Mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia… La autoridad de los apóstoles es la de Jesucristo mismo.

San Pablo hace notar la necesidad de recibir de Dios el poder de enseñar a los hombres. Quomodo praedicabunt nisi mittantur? Nadie puede predicar sin ser enviado de Dios. Cristo mismo es enviado por su Padre; Cristo envía a sus apóstoles, y éstos, a su vez, enviarán a sus sucesores.

Los poderes de estos enviados divinos provienen de un doble origen: del sacramento del Orden y de su misión. El primero les da la potestad de santificar a los fieles con los sacramentos; el segundo, el derecho de instruirlos y gobernarlos [1].

La palabra Jerarquía significa autoridad sagrada. Designa el orden de los ministros de la Iglesia, sus funciones respectivas y los diferentes grados de autoridad que subordinan los unos a los otros. Aquí no hablamos sino de los superiores establecidos por derecho divino, esto es, instituidos directamente por el Hijo de Dios.

Jesucristo fundó su Iglesia para salvar a los hombres. ¿Qué se necesita para esto? la gracia de Dios y la cooperación de los mismos hombres.

Ahora bien: 1º Para dar a los hombres la gracia, el Salvador estableció en su Iglesia el poder de conferir los sacramentos: esto es lo que se llama Jerarquía de Orden, o los diversos poderes sagrados que da al sacramento del Orden. La jerarquía comprende por derecho divino, tres grados: el episcopado, el sacerdocio y las órdenes menores. El poder del orden, una vez conferido, no se pierde nunca; los sacerdotes, aun herejes, administran válidamente los sacramentos que no exigen jurisdicción.

2º Para ayudar a los hombres a corresponder a la gracia de Dios, Jesucristo estableció en su Iglesia el poder de enseñar y de gobernar: es lo que se llama Jerarquía de Jurisdicción. Esta comprende, por derecho divino, dos grados: el primado de Pedro y el episcopado. Sin embargo, el sacerdocio participa también de una cierta jurisdicción: la de transmitir a los fieles las enseñanzas y las ordenes de los pastores.

Toda la antigüedad cristiana atestigua el origen divino de este orden jerárquico.

[…]

145. P. ¿Qué poderes dio Jesucristo a los pastores de la Iglesia?

R. Jesucristo dio a sus apóstoles poderes correspondientes a su divina misión.

La religión que el Salvador entrega al cuidado de su Iglesia docente comprende tres cosas: las verdades que hay que creer, la gracia que hay que recibir, los preceptos que hay que cumplir para conseguir la salvación. Por consiguiente, es necesario a los apóstoles un triple poder:

1º Un poder doctrinal para enseñar las verdades que hay que creer.

2º Un poder sacerdotal para conferir la gracia.

3º Un poder pastoral para gobernar a los fieles.

Además de esto, Jesucristo es, a la vez:

a) Doctor: tiene palabras de vida eterna.

b) Pontífice: es el sacerdote de la nueva alianza.

c) Rey: su reino durará eternamente.

Este triple poder de enseñar, de santificar, de gobernar, que Jesucristo posee en toda su plenitud, lo confiere a sus apóstoles con estas palabras: Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra… Como mi Padre me ha enviado, así Yo os envío… El que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia.

Todo aquél que quiera salvarse debe obedecer a este triple poder: creer en la palabra de la Iglesia, recibir sus sacramentos, cumplir sus preceptos.

Los teólogos llaman a poder de enseñar, magisterio; al de santificar, ministerio, y al de gobernar, autoridad o jurisdicción.

1º Jesucristo da a su Iglesia el poder de enseñar. – Jesucristo confiere a su Iglesia el derecho de predicar, en nombre de Dios, el dogma y la moral, e impone a los hombres el deber de creer en su palabra. El mandato de Nuestro Señor no admite réplica: Id, dice, predicad el Evangelio… El que creyere se salvará; el que no creyere se condenará. Luego la voz de la Iglesia es la voz del mismo Dios; creer a la Iglesia es creer a Jesucristo.

Inmediatamente después de la venida del Espíritu Santo, los apóstoles usaron este poder divino. A los que querían prohibirles la predicación les respondieron con aquella sentencia que debía hacerse célebre y convertirse en divisa del Cristianismo frente a los perseguidores. Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres: no podemos callar [Hechos, V, 29].

Pero, ¿por qué esta autoridad absoluta de los pastores de la Iglesia en materia de enseñanza? Si cada cual pudiera interpretar a su modo la doctrina del Evangelio, pronto existirían tantas religiones cuantos son los individuos. Como quiera que Jesucristo vino a enseñar la verdad a los hombres, debió, so pena de no realizar su misión, proveer a la conservación de esta verdad y substraerla a los caprichos de la humana razón. Por eso estableció una autoridad encargada de la humana razón. Por eso estableció una autoridad encargada de custodiarla intacta. Jesucristo manda a sus apóstoles que enseñen, y a los fieles, que crean. Si alguno no oyere a la Iglesia, sea tenido como gentil y publicano.

La autoridad de enseñanza comprende el derecho:

1º De proponer a nuestra fe las verdades que debemos creer.

2º De declarar el sentido de las Sagradas Escrituras.

3º De emitir dictamen sobre la divinidad de las tradiciones.

4º De fallar, sin apelación, sobre todas las cuestiones doctrinales tocantes al dogma, a la moral y al culto.

5º De juzgar las doctrinas y los libros que tratan de estas materias, para aprobarlos o condenarlos según que estén o no conformes con la revelación.

[…]

3º Jesucristo da a su Iglesia el poder de gobernar. – Este poder confiere el derecho de promulgar leyes, imponer a los fieles la obligación de cumplirlas y castigar a los que las quebrantan. El derecho de dictar leyes comprende los poderes legislativo, judicial y coercitivo, porque toda ley supone el derecho de dictarla, de juzgar y de castigar a los que no la observan.

Jesucristo da este poder a sus apóstoles: todo lo que atareis en la tierra será atado en el cielo… Luego les confiere el derecho de atar las conciencias con leyes.

El poder legislativo es necesario a toda sociedad. En la familia, en la ciudad, en el ejército, en una sociedad cualquiera, es necesaria una autoridad que tenga el derecho de hacerse obedecer. El poder es el alma, la vida de la sociedad.

La Iglesia es una sociedad espiritual y religiosa y, conforme al plan de Jesucristo, la más dilatada de todas las sociedades. Tiene, por consiguiente, el poder de dictar leyes. Si este poder no se diera, cada uno querría conducirse según su voluntad, forjarse un culto a su modo: de donde no podría menos de seguirse la anarquía.

¿A qué quedaría reducida en tal caso la doctrina del Evangelio, la santificación de las almas, la práctica del bien?… No, la Sabiduría encarnada no ha podido abandonar de esta suerte al azar a su Iglesia, depositaria de todas las verdades, de todos los preceptos, de todas las gracias necesarias al hombre.

El poder de dictar leyes es necesario a la Iglesia para explicar el Evangelio. Y ciertamente, la ley del Evangelio no es, como la ley de Moisés, local, transitoria. Como está destinada a todos los pueblos hasta la consumación de los siglos, no contiene sino preceptos generales cuya aplicación práctica debe ser determinada, según las circunstancias, por los pastores de la Iglesia. Así, por ejemplo, el Evangelio ordena hacer penitencia: ¿qué penitencia hay que hacer? La Iglesia es la encargada de enseñárnoslo, indicárnoslo.

Por último, los apóstoles, que son los intérpretes más fieles de las palabras de su divino Maestro, desde el principio se atribuyen la autoridad legislativa: trazan leyes, dictan sentencias y castigan a los culpables. [Hechos, V; 1 Cor., V, etc.]

La autoridad de gobierno comprende el derecho:

1º De dictar leyes sobre todo lo que se relaciona con la religión.

2º De obligar en conciencia al cumplimiento de estas leyes.

3º De eximir de las mismas cuando las circunstancias lo exijan.

4º De imponer penas a los que se niegan a obedecer.

5º De expulsar de la sociedad a los que no quieren someterse.

146. P. ¿Debían los apóstoles conceder a sus sucesores los poderes que recibieron de Jesucristo?

R. Sí; estos poderes debían pasar a los sucesores de los apóstoles. Jesucristo les dijo: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Esta promesa no podía referirse a los apóstoles únicamente, porque debían morir; luego debía extenderse a los continuadores de su ministerio. Luego los poderes de los apóstoles han sido transmitidos a sus sucesores de todos los siglos.

Fuera de eso, Jesucristo confiere estos poderes a la Iglesia para la salvación de los hombres; luego la Iglesia debe conservarlos mientras haya hombres en la tierra.

1º La Iglesia es inmortal; no puede acabar con los apóstoles. Es así que no podía existir sin la autoridad, que es su fundamento. Luego los apóstoles, depositarios de esta autoridad, debían transmitirla a sus sucesores, y así sucesivamente, de generación en generación, hasta el fin de los siglos.

2º La Transmisión de los poderes apostólicos es un hecho testificado por la historia. En los primeros días del cristianismo, los apóstoles establecieron en todas partes obispos, consagrándolos con la imposición de las manos dándoles la misión de predicar el Evangelio. Estos obispos enseñaron en nombre de Jesucristo, condenaron los errores y dictaron leyes. Los fieles admitieron su autoridad sin discusión: prueba evidente de que creían en la transmisión de los poderes apostólicos.

La transmisión de los poderes se efectúa mediante el Sacramento del Orden y mediante la misión canónica.

[…]

Apostolicidad. ¿Qué se requiere para que la Iglesia sea apostólica?

Se requiere: 1°, que su origen se remonte a los apóstoles; 2°, que enseñe la misma doctrina de los apóstoles; 3°, que sea siempre gobernada por pastores cuya misión tenga su origen en los apóstoles, con el consentimiento del sucesor de Pedro, Jefe de la Iglesia.

¿Por qué es necesario que la Iglesia sea apostólica?

Lo es: 1°, porque la Iglesia debe guardar intacta la doctrina revelada a los apóstoles; 2°, porque debe conservar, por una serie no interrumpida de pastores, el ministerio y la misión apostólica. Jesucristo dio solamente a los apóstoles la misión de predicar el Evangelio a toda criatura. Todo el que no sea enviado por ellos no tiene autoridad para predicar la doctrina de Jesucristo.

Para que los pastores sean legítimos, deben, por una transmisión sucesiva, recibir sus poderes de los apóstoles y permanecer sujetos al sucesor de Pedro, como los apóstoles lo estuvieron al mismo Pedro.

Es necesario, pues, que la Iglesia sea apostólica por razón de su origen, de su doctrina, de su ministerio.

[…]

1° La Iglesia griega cismática no es una. […] 2° La Iglesia griega cismática no es santa. […] 3° No es católica. […]

4° No es apostólica. a) Ni por la doctrina, porque ha variado en la fe heredada de los apóstoles al rechazar el primado del Papa y la procesión del Espíritu Santo, dos dogmas que había admitido durante más de diez siglos.

b) Ni por la misión. Después del cisma, sus pastores han perdido toda misión y toda, jurisdicción: han dejado de ser los legítimos sucesores de los apóstoles.

[…]

Ni la de misión. Los fundadores del protestantismo no recibieron su misión ni de los sucesores de los apóstoles ni directamente de Jesucristo. ¿Quién, pues, les dio el poder de predicar el Evangelio?…

[…]

4° Para ser pastor legítimo es menester: El poder del Orden, conferido al obispo por la consagración episcopal y al sacerdote por la consagración sacerdotal; el poder de jurisdicción, dado por el superior para ejercer las funciones espirituales.

Estos dos poderes, recibidos por vía de sacramento y por vía de misión, no son otra cosa que los poderes de Jesucristo comunicados a sus ministros. De esta manera Jesucristo gobierna su «Iglesia, hasta en las parroquias más pequeñas, por medio de sus pastores legítimos. A cada uno de ellos ha dicho: Quien os escucha, me escucha a Mí…

Los simples sacerdotes reciben su jurisdicción del obispo, el obispo del Papa, el Papa de Jesucristo, que la ha conferido directamente a San Pedro y a todos sus sucesores. Un simple cura no tiene más jurisdicción que sobre su parroquia y está directamente sometido a su obispo; un obispo no tiene jurisdicción sino sobre la Iglesia universal, y no depende más que de Dios: Tal es la jerarquía o subordinación de poderes, que produce la unidad efectiva de gobierno.

1. LOS OBISPOS

Los obispos son los sucesores de los apóstoles, como el Papa es el sucesor de San Pedro. No son simples mandatarios del Papa, sino verdaderos príncipes, verdaderos pastores, establecidos por derecho divino. Jesucristo mismo instituyó a los obispos para ayudar y secundar al Papa en el gobierno de la Iglesia: posuit episcopos regere Ecclesiam Dei [Hch XX,28].

Los apóstoles, encargados de propagar la Iglesia por toda la tierra, tenían una jurisdicción universal. Los obispos, sucesores de los apóstoles, no han heredado este privilegio: su jurisdicción se limita a un territorio. Pero esto no impide que estén revestidos del mismo carácter y que ejerzan, en sus diócesis respectivas, la misma autoridad, que los apóstoles en el mundo entero. Ellos son los jefes y los pastores de los fieles sujetos a su jurisdicción.

[…]

158. La verdadera Iglesia de Cristo es apostólica, esto es, fundada en los Apóstoles del Señor y gobernada por sus sucesores.

Cristo encomendó a sus Apóstoles el encargo de fundar las iglesias: Id por el mundo entero y enseñad a todas las gentes y bautizadlas, o sea, incorporadlas a la Iglesia.

En la Iglesia Romana se conserva la serie de los Papas por los cuales los actuales Pontífices reciben la potestad que Cristo dio a san Pedro. En muchas iglesias católicas antiguas se conservó por muchos siglos la sucesión de sus obispos, hasta llegar a los Apóstoles o a los discípulos de ellos que las fundaron. Pero actualmente basta que todas las iglesias católicas reciban sus prelados del Papa, que es sucesor de los Apóstoles.

Este carácter no puede ostentarlo ninguna iglesia hereje o cismática. En todas ellas se llega a un punto en que no hay sucesión apostólica, sino usurpación o rebeldía.

159. Todos los hombres tienen obligación de ingresar en la Iglesia de Cristo y obedecer a sus Prelados, especialmente al Papa.

[…]

Finalmente, mandó Cristo que obedezcamos a la Iglesia, so pena de ser como los paganos y pecadores públicos, y perdernos con ellos.

161. La Iglesia de Cristo tiene una Cabeza visible, que es el Papa, sucesor de san Pedro y Vicario de Cristo.

Siendo la Iglesia sociedad visible, menester es que tenga una Autoridad visible, y que ésta autoridad resida en un hombre o en una jerarquía…

P. Dr. Francisco Hettinger, Tratado de teología fundamental apologética:

2. Los frutos de la moral cristiana se manifiestan en la pobreza voluntaria, en la virginidad perpetua y en la obediencia a los superiores espirituales, como expresión y medios para amar más a Dios y al prójimo. Merced a la obediencia (Mt 20, 26; 22,21; 23,11;  Jn. 13,14; 19,11), la pobreza (Mt 19,21) y la virginidad voluntarias (Mt 19,11. 12; I Cor 7, 1 sq.) puede manifestarse el amor cristiano al prójimo de un modo más sublime, a semejanza, del Señor, que dio su vida por sus ovejas (Jn 15, 17; 13, 34; Mt 25,40).

[…]

De esta suerte, los Apóstoles eran los órganos auténticos del magisterio instituido por Dios para comunicar al mundo su Revelación, libros vivientes, escritos por la gracia del Espíritu. Juan Chrysostomo in Matth. Som. I. 1. Rom. 1, 5: Per quem accepimus gratiam et Apostolatum ad obediendum fidei. In omnibus gentibus pro nomine ejus. A su cabeza están los sucesores elegidos por ellos hasta la consumación de loa siglos.

Al preceptode la doctrina por una autoridad personal y viviente, corresponde el deber de la fe y de la obediencia. Tal es el camino que Dios ha establecido y nos ha dado en los Apóstoles y sus sucesores para nuestra salvación.

A esta institución primitiva viene a agregarse como vehículo y auxilio eficaz para maestros y discípulos la redacción escrita de la doctrina, la cual no suprime la misión e institución fundamental del magisterio eclesiástico, sino que se agrega a él conforme a los designios de la Providencia divina. Por esto todos los Apóstoles se atribuyen el magisterio, y no la redacción de escritos, y por esto de los más de ellos no poseemos ninguno. No pertenece, por tanto, a la misión esencial del Apostolado, el consignar por escrito la doctrina. Y como la existencia de este magisterio personal yviviente se funda en la institución de Cristo, y se ha desarrollado, como hemos visto, íntimamente unido con la institución de la Iglesia yla esencia del Cristianismo, síguese de aquí que es inmutable como él, y que por tanto no puede ceder su puesto, ni aun después de redactadas las Sagradas Escrituras, a ninguna otra norma de doctrina ni de salvación. Cf. Sallust. Bell. Catilin. init.: Omne imperium iisdem artibus tenetur, quibus partum est. Escrito el Nuevo Testamento se tuvo otra fuente de la Revelación, una fuente escrita, al lado de la predicación oral, única que se había tenido basta entonces, mas esto no modificó en lo más mínimo la economía salvadora del Cristianismo, que enseñaba a los fieles ser el magisterio de la Iglesia la norma inmediata de su fe. De aquí que aun cuando pudiera demostrarse que, por especial disposición divina, todo el contenido de la fe estaba encerrado en las Sagradas Escrituras, no se probaría con esto que por ello se había de modificar en lo más mínimo la forma primitiva del magisterio.

P. Sylvester Joseph Hunter, S.J. Outlines of dogmatic theology. 1895

103. Los Obispos y el pueblo.—La promesa de la asistencia divina en la obra de la enseñanza, que es la base de nuestra creencia de que la Iglesia no fallará, fue hecha principalmente a los Apóstoles (San Mateo, XXVIII,20) y a través de ellos a sus sucesores, los Obispos de la Iglesia, bajo la jefatura del Romano Pontífice: como se explicará en el Tratado sobre la Iglesia. Estos constituyen la Iglesia docente (n. 203): todos los demás cristianos son los instruidos. No hay ninguna garantía divina directa de que los enseñados sean preservados en la verdad; pero indirectamente se nos asegura que, como Cuerpo, nunca caerán en el error, ya que esto sólo podría ocurrir por alguna falla de parte de los Maestros, lo que es inconsistente con la promesa de asistencia que han recibido. Lo que aquí se dice se aplica no sólo a la mera multitud de fieles, sino también a los sacerdotes y otros hombres de saber teológico que enseñan en las escuelas públicas bajo la supervisión del Episcopado y de la Santa Sede. Es una observación de Melchor Canus (De Locis Theologicis, 8, 1) que siempre ha habido una estrecha relación entre el desprecio de las Escuelas de la Iglesia y la perdición en la herejía; y el consentimiento general del pueblo fiel ha sido considerado en todas las épocas como una prueba de la verdad o la falsedad. 

[…]

202… En oposición a todo esto, la Iglesia Católica sostiene que Cristo mismo estableció una Jerarquía, o forma sagrada de gobierno, que es esencialmente necesaria para la existencia de su Iglesia. Esta doctrina es de fe… En todo esto, la obra de gobierno es realizada por hombres designados por Cristo o por su autoridad; no hay ni rastro de que el poder se reciba por medio de la comunicación del cuerpo de los fieles; ni hay ninguna indicación de que la disposición que vemos en orden de trabajo, con provisión para su continuación, estaba destinada a durar sólo por un tiempo, y a ser reemplazada por un esquema de gobierno totalmente diferente.

[…]

216. Cisma… Tenemos el cisma de la Iglesia en el sentido más completo en el caso de la herejía, que separa a la persona que la profesa de la pertenencia a la Iglesia (n. 193); pero el pecado formal de cisma está como fundido en el pecado aún mayor de herejía; y siempre que los pecados sean sólo materiales, por ignorancia, el estado de herejía es más desastroso que incluso el estado de cisma; de modo que la palabra Cismático se usa raramente de uno que es también un hereje, ya sea formal o material. El pecado de cisma especialmente llamado es cometido por quien, estando bautizado, por un acto público y formal renuncia a someterse a los gobernantes de la Iglesia; también por quien formal y públicamente toma parte en cualquier culto religioso público que se establezca en rivalidad con el de la Iglesia. No es un acto de cisma negar la obediencia a una ley o precepto del Sumo Pontífice o de otro Superior eclesiástico, siempre que esta negativa no equivalga a una renuncia a toda sujeción a él; ni siquiera entonces, si hay alguna duda de su autoridad, como cuando dos o más personas tienen pretensiones plausibles al cargo. Puede cometer cisma formal quien pretenda ejercer una jurisdicción eclesiástica que no le ha sido conferida por la debida autoridad.

[…]

244. Significado de «Apóstol».—El significado original de la palabra «Apóstol» es el de «enviado», el de mensajero, y en este sentido la palabra es utilizada libremente por los escritores griegos. Pero la palabra recibió su significado especial, eclesiástico, cuando nuestro Señor la eligió para denotar el cargo que, al principio de su vida pública, confirió a un número escogido de sus seguidores inmediatos. El relato de su nombramiento, con la lista de sus nombres y el cargo que recibieron, se encuentra en todos los Evangelios sinópticos (San Mateo X; San Marcos III; San Lucas VI). La selección fue hecha después de una noche entera pasada en la oración de Dios: el primero, como aprendemos de San Mateo (X, 2), Simón que es llamado Pedro, con otros once: éstos Él nombró Apóstoles (San. Lucas VI, 13); debían estar con Él, y para que los enviara a predicar, les dio poder para sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los leprosos, expulsar a los demonios: un poder que fue ejercido por ellos (San Marcos VI,13), como también por el cuerpo más grande de discípulos que posteriormente recibieron el mismo don. (San Lucas X,17.) Fue a estos Apóstoles a quienes Cristo dio la comisión final de enseñar a todas las naciones, prometiendo estar con ellos en su trabajo (San Mateo XXVIII, 16-20), incluso hasta la consumación del mundo.

Después de la Ascensión de nuestro Señor, está claro que los Apóstoles fueron considerados como ocupando una posición peculiar en la Iglesia: esto se muestra por el cuidado que se tuvo para llenar el número cuando uno de la compañía había perdido el cargo por su crimen (Hch I,21-26), y observamos que se consideró necesario elegir a uno que había conocido a Cristo por mucho tiempo, y que debería ser un testigo de la Resurrección. San Pablo, que, con San Bernabé, fue divinamente apartado para el mismo trabajo (Hch 13,2), encontró necesario afirmar su derecho, y señalar que había visto a Cristo (1 Cor. 9,1), de quien recibió el Evangelio que predicaba (Gal 1,12.); y se habla de los Apóstoles como si fueran en un sentido especial el fundamento de la Iglesia. (Ef 2,20, Ap 21,24)

[…]

247. Recapitulación.— En este capítulo se explica la naturaleza del oficio apostólico, y se muestra que la Iglesia es necesariamente apostólica en la doctrina y en el gobierno.

[…]

257. La Iglesia romana. Apostolicidad.—Lo que se ha dicho al hablar de la unidad de culto (n. 254) prueba suficientemente que los miembros de la jerarquía de la Iglesia romana en cada generación reciben su autoridad de la generación anterior, y de este modo se asegura el carácter apostólico de la Iglesia.

[…]

266. El Papa y los Obispos.—Aunque el sistema de gobierno de la Iglesia por los obispos es divino e inalterable (nn. 196, 201), sin embargo los detalles pueden ser alterados por el Pastor Supremo… La regla ya mencionada (n. 254), por la que todos los obispos están obligados a rendir cuentas periódicamente del estado de sus diócesis, contribuye en gran medida a evitar los abusos en esta materia. El Papa también recibe las apelaciones de todos los tribunales locales de la Iglesia, y dicta sentencia definitiva sobre todas las causas.

[…]

295. El gobierno episcopal. – Hemos visto (n. 200) que por la constitución divina de la Iglesia, hay en ella distinción de Maestros e Instruidos, Gobernantes y Gobernados; y que el cuerpo docente y de gobierno está constituido por el Episcopado (n. 208), bajo el primado del Papa (n.285). Por lo tanto, los obispos católicos, que son conocidos por su comunión con la Santa Sede, tienen autoridad para enseñar, y por la perennidad asegurada de la Iglesia (n. 166), sabemos que este cuerpo de enseñanza nunca fallará del todo; los obispos individuales pueden caer en la herejía, como sabemos que ha sucedido de vez en cuando, pero el cuerpo en general nunca caerá. Si se produjera una caída del conjunto, toda la Iglesia, que está obligada a obedecer a la autoridad docente, se vería abocada al error y a la ruina, lo cual es imposible

[…]

No sólo este poder pertenece a todo el episcopado católico, sino que cada miembro del mismo tiene autoridad para enseñar y gobernar a los fieles a él encomendados… Naturalmente, la enseñanza del Obispo no debe ser contraria a la fe de la Iglesia Universal, y por lo tanto no es irreformable, como lo es la del Papa; y del mismo modo, la legislación del Obispo no debe estar en oposición a la legislación que obliga a la Iglesia Universal, sobre la cual sólo el Papa tiene poder.

P. Michael Schmaus. Teología dogmática, IV tomo, la Iglesia. 1960:

Artículo noveno…11. La estructura fundamental de la Iglesia encarnada en los doce debía durar hasta que la Iglesia misma fuera transfigurada a su figura de gloria. Cuando Cristo confiere a sus apóstoles tareas y poderes crea instituciones de oficio y autoridad en las que quiere cumplir para siempre la misión que el Padre le confió. Estas «misiones»—como Él llamaba preferentemente el nombramiento oficial de los apóstoles […]

§ 172 La estructura jurídica de la Iglesia. Generalidades

1. La visibilidad de la Iglesia aparece con suma claridad en su estructura jurídica. La Iglesia es una comunidad con un orden jurídico. Vale de ella lo que vale de cualquier grupo social: donde hay sociedad, tiene que haber derecho. El derecho determina las relaciones recíprocas de los miembros entre sí y con la totalidad de la comunidad. El orden exige sobreordenación y subordinación, portadores de autoridad y súbditos. La Iglesia posee instituciones, cuyos portadores tienen potestad jurídica para ejercer dominio sobre otros. Estas instituciones tienen existencia duradera, no transitoria. Están, primariamente al servicio de la seguridad del orden externo dentro de la Iglesia, pero inciden en el ámbito invisible. El derecho, que concede a unos facultad dominativa e impone a otros deber de obediencia, tiene su asiento en el estrato visible de la Iglesia una, pero tiene importancia para el estrato profundo en que ocurre el encuentro de los creyentes con Cristo. El derecho sirve a la salvación (Pío XII).

[…]

A pesar de la distinción elaborada a lo largo de la historia, sigue existiendo su recíproca ordenación. Se expresa, por ejemplo, en que según las disposiciones del Código de Derecho canónico, sólo el portador de poder de orden puede ser poseedor de poder de jurisdicción. Por otra parte ambos poderes cooperan de múltiples modos en la Iglesia, por ejemplo, en la administración de sacramentos.

[…]

Los obispos sólo pueden ejercer su poder de orden en el dominio a ellos concedido (diócesis) o respecto a las personas subordinadas a ellos. […]

Esto no tiene como consecuencia que en cada diócesis se dé una concurrencia entre el obispo del lugar y el papa, pues los poderes del obispo fueron circunscritos por Cristo mismo y precisados por el Derecho canónico. El papa por su parte está ligado y obligado por la disposición de Cristo y por el derecho eclesiástico publicado por él. No le estaría permitido gobernar la Iglesia sin obispos. Los obispos por su parte tienen un poder justificado por el derecho divino, un poder que el papa no puede variar ni suprimir. Entre los obispos y el papa hay además una viva relación. No sin razón los obispos son llamados hermanos por el papa. Son como hermanos reunidos en torno al papa, que les habla como un hermano dotado de poderes especiales. No se haría la justicia conveniente a esta viva relación, si se viera el primado de derecho del papa sin relación a ella, si sólo se tuviera en cuenta la estructura jurídico-formal y no la realización de la vida. El hecho de que los papas del último siglo ante una decisión obligatoria para toda la Iglesia hayan consultado el voto de los obispos demuestra que no quieren ejercer el primado sin esa viva relación con los obispos.

[…]

El poder papal no anula, como hemos visto, el poder episcopal. De éste vamos a hablar. Se plantea la cuestión de en qué relación de dependencia está el poder episcopal respecto del papal. La cuestión es contestada de modos diversos. En el Concilio de Trento se discutió animadamente sobre si los obispos reciben su poder de jurisdicción inmediatamente de Cristo o del papa. No se llegó a decidir. También el Concilio Vaticano dejó abierta la cuestión.

Hay que distinguir entre el poder de orden y el poder pastoral o de jurisdicción. Ambos poderes fluyen sin duda del único poder de misión de la Iglesia, pero no se identifican. Se ve esto, por ejemplo, en la institución de los llamados obispos titulares. Pues un obispo titular tiene orden episcopal, pero no posee ningún poder eclesiástico sobre la diócesis para la que ha sido ordenado. El poder de orden correspondiente al obispo no puede proceder del papa, porque es transmitido por una acción de orden o consagración. Sólo queda, por tanto, la cuestión de si el poder episcopal de jurisdicción es transmitido en cada caso por el papa. No hay duda de que las tareas y derechos del obispo fueron creados y delimitados en lo esencial por Cristo. El problema afecta, pues, únicamente a la cuestión de si el poder de jurisdicción creado y delimitado por Cristo dentro del poder episcopal completo procede en cada caso concreto inmediatamente del papa o de Cristo. Para la solución hay que tener en cuenta lo siguiente: el orden no significa, ciertamente la transmisión del poder episcopal de jurisdicción, pero sí una ordenación a él. ¿Cómo ocurre la realización de esa ordenación? Del poder de jurisdicción mismo participa aquel a quien el papa transmite el oficio de obispo. Transmitirlo es derecho del papa. Bajo determinadas condiciones el oficio episcopal puede ser quitado de nuevo. En tales casos el afectado no pierde, claro está, su poder de jurisdicción. El papa no es libre para determinar los poderes que concede a quien transmite el oficio de obispo en una diócesis, ya que el poder episcopal fue estatuido por Cristo. El poder delimitado por Cristo mismo es comunicado por el nombramiento para el oficio episcopal. Como es el papa quien concede el oficio episcopal, el obispo recibe el complejo de poderes estatuidos por Cristo inmediatamente del papa. El poder de jurisdicción de los obispos tiene que ser ejercido, por tanto, en comunidad con el papa y en subordinación a él. El poder episcopal no pierde su independencia por su relación al poder supremo papal. No es, claro está, una desmembración del primado, pero a su esencia pertenece el estar y ser ejercido en viva relación con el poder del Primado. Y viceversa, al sentido del derecho eclesiástico instituido por el papa pertenece que de facto no intervenga en el gobierno de una diócesis, a no ser que sea necesario para superar una grave situación (Kl. Morsdorf).

La explicación aquí ofrecida a la cuestión, la llamada teoría papal, corresponde más exactamente a la constitución «monárquica» de la Iglesia. Si el papa posee el pleno y supremo poder eclesiástico, es congruente que los portadores de oficios subordinados a él en la esfera del poder de jurisdicción reciban inmediatamente de él sus poderes de jurisdicción estatuidos por Cristo en su núcleo esencial. Esto supone la distinción entre poder de orden y poder de jurisdicción todavía no explicada del todo.

A favor de esta explicación habla también la encíclica Mystici Corporis de Pío XII. En ella dice el papa a los obispos: «Por lo que respecta a la propia diócesis, cada obispo pastorea y gobierna en nombre de Cristo como verdadero pastor el rebaño a él confiado. Claro que en esta actividad no son del todo independientes, sino que están sometidos al poder que conviene al papa, aunque poseen un poder ordinario de jurisdicción, que les fue concedido inmediatamente por el mismo papa» (cfr. también D. 15: una declaración de Pío VI).

Según otra opinión—teoría episcopal—cada obispo recibiría su poder pastoral inmediatamente de Cristo. El papa no haría más que determinar la persona y asignarle la diócesis. Como razón a favor aduce esta tesis el hecho de que Cristo llamó a sus Apóstoles inmediatamente y no por medio de Pedro.

A favor de la primera teoría parece hablar también la disposición de que a ningún obispo le es permitido consagrar a otro obispo sin autorización papal. La consagración de obispos está reservada al papa, para que se asegure así la unidad de la Iglesia.

Al juzgar las relaciones entre el supremo poder papal y el poder pastoral de los obispos no se puede olvidar, que el Primado tanto según su validez formal como según su concreta realización tiene viva relación con el episcopado. Por la definición del Concilio Vaticano no son anuladas las determinaciones sobre la sucesión de los apóstoles en el oficio episcopal eclesiástico, implícitas en la llamada de los Apóstoles por Cristo. Al reconocer la Escritura, la Iglesia reconoce el testimonio en ella contenido sobre el poder de los obispos. Cuando de parte de los protestantes se expresa el temor de que en la realización concreta de la vida de la Iglesia es cierto que el oficio episcopal es normalmente reconocido por el papa, pero que no hay seguridades jurídicas para la autonomía del oficio episcopal, sino que el oficio episcopal puede ser vaciado de contenido en razón del supremo poder papal, se pasa por alto la seguridad jurídica existente en el reconocimiento del testimonio de la Escritura por parte de la Iglesia. Esto tiene validez a pesar de que en las definiciones doctrinales de la Iglesia sólo se trata detalladamente del primado y no del oficio episcopal.

Lo que de este modo se garantiza jurídicamente, a saber, el poder ordinario y autónomo de los obispos, se manifiesta continuamente en el ejercicio viviente del poder primacial. El primado no se ejerce ni se puede ejercer en un espacio vacío de aire, sin tener en cuenta a los Obispos, que son los representantes de todo el pueblo de Dios previstos por Cristo. De otro modo la finalidad del Primado o no se conseguiría o sólo a duras penas se lograría. La finalidad del Primado es el fomento del reino de Dios y de la salvación de los hombres. La sirven de igual modo todos los portadores de oficios de la Iglesia. La cooperación del poder papal y episcopal está, por tanto, dentro del primado de derecho bien interpretado. Hay que confiar en que sus portadores se saben fundamentalmente obligados por la tarea común. Sólo quien viera en el Primado una institución del capricho y de la dictadura y lo malentendiera, por tanto, esencialmente, podría llegar a opinar que el Primado es un peligro para el oficio episcopal. Una comprensión del Primado recta y nacida de la fe, no permite que surja tal temor.

[…]

En primer lugar hay que comprobar en general que los obispos son los sucesores de los Apóstoles. Los sacerdotes y diáconos son sus ayudantes. El obispo es poseedor de un poder, de misión superior al sacerdotal. Tal poder implica poder de orden y poder de jurisdicción. El poder de orden es concedido por la ordenación episcopal y el poder pastoral o de jurisdicción, que puede ser llamado poder pastoral superior, es dado por la transmisión de oficio (cfr. sin embargo, el derecho constitucional de la Iglesia oriental, según el cual también el oficio, la iurisdictio, es transmitido por la ordenación).

[…]

…En la serie de sucesores de los demás Apóstoles hay muchos, sin que sea necesario comprobar a qué Apóstol en particular se remite y remonta el oficio de un sucesor en particular.

Sería sin duda una exageración de este principio pluralista, y, por tanto, un error—y error esencial—, suponer que la sucesión en sí no necesita tener ninguna relación con un determinado Apóstol, sino que puede ser interpretada como mera participación en la tarea apostólica, o, por así decirlo, en el apostolado. La sucesión implica, naturalmente, la continuación de la tarea apostólica (véase § 167 c, cap. 3, art. 9). Pero exige más. Para ella es de importancia constitutiva el hecho de que desde cada sucesor remite una ininterrumpida serie hasta un Apóstol, aunque en algún caso concreto no se pueda demostrar por falta de datos históricos. Según esto la sucesión debe ser imaginada de la manera siguiente: un Apóstol instituyó un ayudante o sucesor, respectivamente, por medio de la imposición de manos y oración; el sucesor hizo lo mismo y su respectivo sucesor, a su vez, instituyó a otro; y ese proceder se repitió y continuó hasta que la serie llegó al último. La antigua Iglesia daba decisiva importancia a esta relación de tradición. Podemos verlo en las listas de obispos que se redactaron.

[…]

Vemos el fin de este desarrollo en el escrito de Clemente de Roma a la comunidad de Corinto (Primera carta de San Clemente)… Los portadores de oficios tienen su poder pleno de Dios mismo o de Cristo, respectivamente (16, 1-2). La importancia de la primera carta de San Clemente consiste: en que establece por primera vez, clara e inequívocamente, una serie que va desde Dios por Cristo y los Apóstoles hasta el superior concreto en cada caso, con la cual resalta agudamente la dignidad divina del oficio concreto. […]

Cuando Ignacio acentúa una y otra vez la unidad con el obispo se sabe, como dice, iluminado por el Espíritu de Dios mismo. Algunos textos aclararán la doctrina de San Ignacio; escribe a los cristianos de Filadelfia (caps. 6-7): …« Pero el Espíritu me lo dio a conocer, al hablar: nada hagáis sin el obispo, guardad vuestra carne como templo de Dios, amad la concordia, huid las escisiones, sed imitadores de Jesucristo, como El mismo lo fue de su Padre.» «Todos los que pertenecen a Dios y a Jesucristo, están de parte del obispo. Y viceversa, estar separado del obispo significa estar lejos de Dios» (A los cristianos de Magnesia, 3). A los esmirnotas escribe: «Todos debéis obedecer al obispo como Jesucristo al Padre, y también al presbiterado como a los apóstoles. Y honrad a los diáconos como institución de Dios. Nadie haga nada que importe a la Iglesia sin el obispo. Sólo es legal la eucaristía que es realizada bajo el obispo o por medio de los autorizados por él. Donde aparezca el obispo, allí esté el pueblo también, lo mismo que donde está Cristo allí está la Iglesia católica. Sin el obispo no se puede bautizar ni celebrar el banquete de caridad; pero todo lo que él encuentra bien, es también agradable a Dios, para que todo lo que ocurre sea seguro y legal» (cap. 8; cfr. cap. 9)… Del mismo modo todos los diáconos deben ser respetados como Jesucristo, y el obispo como imagen del Padre, y los presbíteros como un consejo de Dios y una reunión de Apóstoles. Apartados de ellos, no se puede hablar de Iglesia…

Vemos que a San Ignacio no le interesa primariamente exponer la constitución de la Iglesia, sino salvar la unidad de ella. Pero sólo la ve asegurada por el obispo. El obispo es el garante visible de la unidad invisible con Dios y con Cristo. Él es como el sacramento de esa unidad. También es el garante de la unidad de los creyentes entre sí. Puede cumplir esa función porque en él se representa Dios mismo o Cristo, respectivamente (Rom. 9, 1; Phil. 1, 1; Trall. 1, 1). Por esta su referencia a Dios le compete una autoridad destacada, universal, independiente, sólo limitada por Dios. Resistirlo significa, por tanto, resistir a Dios. Por esa su relación a Dios no puede haber excesiva familiaridad con él a pesar de su carácter de representación de la caridad que domina toda la comunidad (Magn. 3, 1; 2). Su competencia se extiende hasta la conciencia moral (Trall. 1, 3; Magn. 4, 1; Eph. 2, 2). Se puede atribuir a la influencia de San Juan el hecho de que en Asia Menor se impusiera tan rápidamente esta idea del episcopado.

e) Como San Ignacio en Oriente, en Occidente fue San Ireneo el primero que uso la denominación de obispo (episkopus) para los directores locales de las comunidades. También él está en la tradición juanista. Según San Ireneo cada Iglesia tiene una Cabeza a su frente desde los tiempos de los Apóstoles. En toda comunidad sigue un obispo a otro.

… vamos a referimos todavía a San Cipriano. La Iglesia consta, según él, de dos elementos: el uno es el obispo, a quien están ordenados el presbítero, diácono y bajo clero; el otro es el pueblo de la Iglesia que está bajo el obispo y que sólo es Iglesia en y con el obispo. El obispo encarna a la Iglesia en sentido propio. El interés principal de San Cipriano, como el de San Ignacio, es la Unidad… El obispo es el protector de la unidad y de la fraternidad porque la Iglesia existe en el obispo (Carta 69, 8).

[…]

I. Definición del concepto

La apostolicidad de la Iglesia se estructura en tres grados. Compete a la Iglesia por tener su origen en los Apóstoles. Ellos fueron los primeros de la Iglesia (apostolicitas originis). A los Apóstoles debe la Iglesia la transmisión de la Revelación. Ellos transmitieron a las generaciones venideras la verdad revelada y los bienes de salvación (apostolicitas doctrinae). La Iglesia de cualquier época está vivamente unida a los Apóstoles por medio de una ininterrumpida sucesión oficial de pastores y maestros (apostolicitas succesionis). Estas tres apostolicidades son íntimamente solidarias. En el fondo constituyen una sola apostolicidad, la única y plena apostolicidad en tres grados. Donde falta uno de los tres grados, no se puede hablar de apostolicidad en sentido pleno.

[…]

b) El segundo grado de la apostolicidad de la Iglesia hay que verlo en su vinculación a la doctrina apostólica. K. Binder describe la tesis, que Torquemada defiende sobre este tema, de la manera siguiente (o. c., 97): «Otra razón de esta denominación de la Iglesia (apostólica) es el continuo mantenimiento de la fe, de la predicación y de la doctrina, del poder y de la autoridad de los Apóstoles por la ecclesia universalis, que sigue la advertencia del Espíritu Santo de no remover los antiquísimos límites que los antiguos Padres pusieron (Prov. 22, 28). Estos Padres son, según la glosa de San Agustín y San Jerónimo al Salmo 44, 17, los Apóstoles, cuyos hijos son los obispos, por quienes es gobernada la Iglesia. Torquemada interpreta el respeto a los antiquísimos límites como conservación de las doctrinas de fe recibidas de los Apóstoles: pues la Iglesia se mantiene unida no por paredes, sino por la verdad de sus doctrinas. Quien posea la fe de la Iglesia, la fe de los Apóstoles, la fe en Cristo, pertenece a la Iglesia.»

c) Con la vinculación a la doctrina de los Apóstoles está, estrechísimamente relacionada la sucesión apostólica en la Iglesia. Los Apóstoles transmitieron a otros las tareas que Cristo les confió, de forma que tales tareas han llegado a través de una serie ininterrumpida hasta los obispos actuales. Todo obispo [católico] participa del oficio episcopal, del episcopado, por ser sucesor de un Apóstol. En el obispo de Roma puede demostrarse con la máxima claridad la ininterrumpida serie sucesiva, la sucesión apostólica.

[…]

Hay funciones en la Iglesia que son esenciales e insustituibles para su auténtica vida pero para cuyo cumplimiento basta el sacerdocio universal. Sin embargo, para otras funciones, y ciertamente para aquellas sin las que la Iglesia no puede existir sin más, es ineludible la sucesión de oficios. Si se interrumpe, se interrumpe con ella la existencia de la Iglesia. Sólo la sucesión de oficios asegura la continuidad.

Como hemos visto, no corresponde a la Sagrada Escritura suponer que la continuidad es suficientemente garantizada por la doctrina. La Iglesia antigua, como atestiguan San Ireneo, Tertuliano y muchos otros, estaba llena de la idea de que sólo la predicación hecha por los sucesores de los Apóstoles y en vinculación a la Sagrada Escritura garantiza la relación con Cristo. La experiencia, muestra también en la realidad, que el Evangelio no se mantiene íntegro en la vida, si su conservación e interpretación no son hechas por un oficio doctrinal, cuyos portadores estén en la sucesión apostólica misma.

[…]

Como la comunidad de la Iglesia en cuanto tal es santa, es decir, viene de Dios y pertenece a Dios, todo lo que corresponde a su ser y a su misión es santo. Santa es la palabra que predica, santos los signos que pone, santa la Escritura que interpreta, santos los oficios que administra, santas las tareas que cumple, santos los fines que persigue. Pues la palabra y el signo, la Escritura y el oficio, la tarea y el fin le son dados y puestos por Dios. Todos llevan, por tanto, la señal de su origen divino, de una obligación divina y de una divina promesa. Como esta omnilateral santidad de la Iglesia está condicionada en su propiedad a su ser Cuerpo, Esposa, Pueblo de Cristo, la santidad de la Iglesia no es absoluta ni independiente, sino prestada, participada de la santidad de Cristo, relativa, ya que procede de su relación, de su referencia a Cristo.

[…]

Puesto que los portadores de oficios en la Iglesia son mandatarios de Cristo, no pueden, llenos del espíritu de servicio (Rom. 12, 7), vincular los hombres a sí mismos, sino que tienen que conducirlos a Cristo. Es Cristo quien tiene que hablar por medio del portador del oficio, no él. Sólo Cristo es la puerta, por la que las ovejas salen a pastar y entran a cobijarse (Jn. 10, 7. 11). Quien quiere llegar a ellas por otra puerta es ladrón y salteador (Jn. 10, 8). Cuán difícil es la tarea y responsabilidad impuesta con ello a los portadores de oficios, se deduce de I Pe. 5, 2-5. Los portadores de oficios son amonestados a no prestarlos por deseo de ganancia o de poder. No pueden oprimir a quienes los reciben… Con la conciencia de la importancia de su servicio y de la responsabilidad que les pesa, los Apóstoles se sienten justificados, para, en caso de necesidad, intervenir con decisión y dureza. Cristo mismo les autorizó a ello en el discurso de su misión; les dice: «Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies» (Mt. 10, 14). Los Apóstoles exigen ser oídos, porque Dios mismo habla por medio de ellos. Quien los rechaza, se atrae la ira de Dios. Los Apóstoles no tienen que tener nada en común con él. No deben comprar el asentimiento con indulgencia o compromisos. Los Apóstoles tienen el derecho y el deber de la disciplina eclesiástica. Dice Cristo: «Si no te escucha, toma contigo a uno o dos para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye sea para ti como gentil o publicano» (Mt. 18, 16-17).

[…]

2. La narración bíblica demuestra, que el oficio eclesiástico es de origen divino. No se debe a una necesidad humana de orden ni a una conmoción religiosa, sino a la fundación y llamamiento de Cristo. Por eso no se realiza en actos pasajeros, sino que es una institución. Esta, por lo demás, cumple su sentido en los actos particulares, en que la mediación de la salvación se convierte en hecho. Los portadores de oficios son, en todo lo que realizan para la salvación, instrumentos de Cristo. Sin embargo, no siempre son requeridos como tales en igual medida: donde con más inmediatez lo son, es en la administración de sacramentos, y sólo mediatamente—a su vez, en grados diversos—en las acciones de disciplina eclesiástica.

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Surgió la cuestión de si los portadores de misión depuestos por sus pecados perdían, al ser depuestos, totalmente su poder de misión o les quedaba algo de él. La Iglesia africana fue la más fuertemente agitada por este problema en los disturbios donatistas. Cada vez con mayor claridad fue cristalizando la convicción de que la pérdida del oficio no significaba la pérdida del poder de misión sin más. Los donatistas tenían una opinión tan alta de la santidad de la Iglesia, que declararon que sólo los santos podían ser portadores de plenos poderes eclesiásticos. El pecador perdería por su pecado el poder espiritual que tuviera. No podría, por tanto, administrar ningún sacramento, ni celebrar la eucaristía, ni perdonar los pecados. Al defender esta tesis se apartaron de la Iglesia católica y formaron un grupo cismático.

[…]

Eso significaría que el poder de orden está ordenado a la esfera sacramental y el poder de jurisdicción al orden de la vida externa, el primero, como se decía en la Edad Media, al Cuerpo eucarístico de Cristo y el segundo a su Cuerpo Místico. Aunque se explique que también el poder de jurisdicción sirve indirectamente a la salvación, la distinción objetiva implica una oposición de sacramento y derecho. Amenaza el peligro de que la esfera del poder de jurisdicción sea entendida como meramente exterior y que el derecho que la ordena sea interpretado como una institución humana.

[…]

Las diferencias de ambos poderes están también y sobre todo en los elementos formales y funcionales. El poder de orden es inamisible, el poder de jurisdicción es admisible. Se pierde por la remoción del oficio. El poder de orden sirve para engendrar, para profundizar y conservar salvíficamente la vida divina en el hombre. El poder de jurisdicción está al servicio del orden salvador dentro de la comunidad de la Iglesia. El poder de orden puede ser ejercido en toda la Iglesia, el poder de jurisdicción está limitado territorial o personalmente, ya que está ordenado únicamente a las personas, para quienes ha sido nombrado el portador del oficio.

El progreso histórico muestra a la vez la unión de ambos poderes. Provienen de una sola raíz del único y unitario poder de misión de Cristo y debido a ese su origen siguen estando tan emparentados entre sí que no existe en la Iglesia ninguna acción del poder de orden en que no intervenga a la vez el poder de jurisdicción, y ninguna actividad pastoral en que no se refleje a la vez el poder de orden.

Por tanto, no se puede separar del todo ambos poderes. De hecho, según la reglamentación de la Iglesia, la posesión del poder de jurisdicción presupone la del poder de orden. Aunque hay que distinguir ambos poderes, no pueden ser separados. Es, por tanto, absurdo enfrentar la Iglesia sacramental con la Iglesia jurídica. Aunque esta unión llena y soporta toda la actividad de la iglesia, se manifiesta con especial claridad en algunos procesos de la vida de la Iglesia, a saber, en el sacramento de la penitencia, en el de la confirmación y en el del orden. El solo poder de orden no es suficiente Dara realizar el sacramento de la penitencia; sino que se necesita también el poder de jurisdicción, es decir, el poder eclesiástico de soberanía, el poder jurídico. Ambos obran juntos en la absolución sacramental. Se entiende perfectamente su cooperación mirando retrospectivamente a la historia del sacramento. Aunque jamás ha cambiado su esencia, el modo de realizarlo ha sufrido profundas transformaciones.

[…]

Con ello se atribuiría a la jurisdicción eclesiástica una influencia extraordinariamente importante sobre el poder de orden. No parece que sea imposible, pues, la estrecha solidaridad entre poder de jurisdicción y poder de orden; podría manifestarse en que el uno puede favorecer o dificultar al otro, impedirlo o posibilitarlo. Hay que conceder a la Iglesia el poder de determinar la relación recíproca de los dos poderes unidos en Cristo y transmitidos por Él en unidad, pero distinguidos y diferenciados por ella. Cristo mismo no dio ninguna indicación sobre esa relación. Ha resultado más bien a la larga de un proceso histórico de desmembración, cuyo transcurso estuvo en manos de la Iglesia. Podría depender de la voluntad de la Iglesia la intensidad con que una entre sí ambos poderes parciales que en el fondo representan un solo poder de misión.

[…]

… “ésta práctica de la Iglesia expresa la conciencia de que el episcopado como grado supremo de la jerarquía de orden está ordenado de la manera más íntima posible el oficio de gobierno que le compete en la hierarchia iurisdictionis. El rito de la ordenación episcopal pone de manifiesto que la plenitud del sacerdocio, pedida a Dios en sacrosanta acción, está referida a la posición de supremo pastor del obispo. Es el rito de una consagración espiritual de un emperador, que en la época primitiva era a la vez, como la consagración episcopal, transmisión del oficio episcopal que daba el pleno poder de pastor supremo, un poder, que prescindiendo del elemento que capacita para confirmar y ordenar, se puede perder” (Mörsdorf). El poder de supremacía se da al obispo de modo inamisible. Aunque «es una típica característica del poder de orden, nada se puede deducir de ello, lo cual habla en último término decisivamente contra el supuesto de que se trata de un elemento del poder pastoral supremo. Lo más característico es justamente la unión de ambos poderes existentes en la persona del episcopus consecratus, unión que hace que los caracteres de uno y otro poder, aceptados por los demás, se confundan entre sí. La diversidad funcional de ambos poderes no se niega por eso, pero resaltan con más claridad la íntima relación que hay entre ellos y su recíproca interacción.

[…]

Según el derecho constitucional de la Iglesia oriental recientemente publicado, la ordenación concede a la vez el poder de orden y el poder de jurisdicción.

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El poder de misión de la Iglesia implica también el poder de enseñar, el magisterio. Y así resulta la tríada de poder de orden, Magisterio y poder de jurisdicción. Entre los teólogos se discute el problema de si el magisterio representa un poder independiente frente al de orden y al de jurisdicción, y si no es tal, a cuál de estos dos últimos corresponde. El papa Pío XII dice en la encíclica Mystici Corporis que Cristo envió a los Apóstoles como maestros, como conductores y como administradores de la santidad.

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Como antes vimos, el poder de orden estaría ordenado a la administración y concesión de gracia, y en especial de los sacramentos, la potestad de enseñar estaría ordenada a la predicación y transmisión autoritarias de la doctrina y el poder de jurisdicción al orden de la vida de la Iglesia. Como ya hemos indicado, amenaza con ello el peligro de entender el poder de jurisdicción como un poder ordenado a la manifestación exterior de la Iglesia y sólo a ella y de valorarlo, por tanto, como un poder de importancia secundaria. Aunque los poderes de la Iglesia están también determinados y definidos objetivamente, sería falso olvidar la significación salvadora del poder de jurisdicción. También al magisterio de la Iglesia le compete una función salvadora, como vamos a ver en seguida más por extenso. Además tanto a la potestad de enseñar cómo a la administración de sacramentos les compete un elemento jurídico, ya que tanto la administración de sacramentos como la predicación de la doctrina tiene carácter obligatorio. Por tanto, no se puede en razón del campo asignado a la potestad de enseñar, considerarlo como un poder eclesiástico independiente añadido a los otros dos.

[…]

En la comunicación que se hace en razón de la fijación de una verdad hay dos elementos: el elemento del adoctrinamiento y el de la obligación. Lo que la Iglesia comunica es, en efecto, la Revelación divina dejada por Cristo y los Apóstoles. Comunica, por tanto, una verdad que Dios mismo ha destinado para nosotros. Cuando Dios hace una comunicación a los hombres, ocurre algo distinto y es más que una mera información por un maestro. El hombre alcanzado por la divina Revelación es más que un alumno. Cuando Dios informa al hombre, ello significa una llamada obligatoria de Dios. Dios obliga al hombre. El hombre está obligado a la obediente afirmación y al reconocimiento, a la entrega de sí mismo a Dios que llama. La comunicación de la verdad por la Iglesia tiene, por tanto, a la vez el carácter de información y predicación. La predicación implica una obligación moral. La Iglesia vincula además jurídicamente a sus miembros en tanto que prescribe como institución social a sus miembros la aceptación de una proposición de fe. Y así establece una ley de fe, ante la que se ha de inclinar todo el que quiera contarse entre sus miembros. En el acto legislativo, en que se manda aceptar una verdad de fe bajo pena de exclusión de la comunidad de fe, la Iglesia implanta como deber jurídico la obligación existente para el hombre frente a Dios.

Cuando el creyente afirma realmente un dogma establecido por la Iglesia, cuando se somete, por tanto, a la ley de fe de la Iglesia, afirma la verdad contenida en él no por la autoridad de la Iglesia, sino por Dios. Cree a Dios mismo por Dios, que es la verdad absoluta. Sí la fe es viva y debe serlo normalmente, el «sí» a Dios por amor a Dios implica también la entrega de sí mismo a Dios. Por tanto, el poder jurídico de la Iglesia no penetra en la estructura interna de la verdad propuesta por la Iglesia ni en la estructura de la fe que afirma esa verdad. Permanece, en sentido bien entendido, fuera de ambas realidades y procesos. Obliga al hombre ante Dios por Dios mismo.

Esta obligación tiene una importante e ineludible función para la comunidad de la Iglesia, pues sólo por ella es asegurada la comunidad de la Iglesia como visible comunidad de fe. Por lo demás no se cumpliría el sentido de la vinculación jurídica por el magisterio eclesiástico, si uno pretendiera ajustarse y acomodarse a la comunidad de fe sólo externamente y sin convicción interior. La ley eclesiástica de fe tiende al interno sometimiento a la verdad revelada predicada por la Iglesia. Tiende, por tanto, a la acción salvadora del hombre. La ley de fe, entendida en su conceptualidad formal no es, en cuanto tal, inmediatamente salvadora. Pero en cuanto implica la fijación y comunicación de la fe o la testificación de esa misma fe incluye en sí una fuerza salvadora, ya que la fijación o definición de la fe se hace bajo la asistencia del Espíritu Santo. Tal asistencia es entendida generalmente como assistentia negativa, como preservación del error. Pero puede implicar también estímulos positivos para estatuir la verdad. La comunicación de la fe por la Iglesia es la función del testimonio que la Iglesia da a favor de Cristo en el Espíritu Santo y que, por tanto, es salvador. La legislación es hecha por la Iglesia como agens principale. Es, por tanto, una palabra de la Iglesia. En la palabra de la legislación doctrinal eclesiástica es comunicada la palabra de Dios dejada por los Apóstoles.

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En vista de esta situación hay que decir, que el magisterio eclesiástico participa tanto del poder de jurisdicción como del poder de orden. Las funciones cumplidas por la Iglesia en el ejercicio de su magisterio son funciones tanto de su oficio pastoral como de su poder de orden. No es fácil, por tanto, incluirlo en uno solo de los dos poderes. En ningún caso se debe ver en él un poder independiente. Se podría en caso de que se intente tal cosa entenderlo como una suma de elementos del poder de jurisdicción y del poder de orden. Sin embargo, no tiene ningún principio formal independiente y distinto de los poderes de orden y de jurisdicción. Para decidir la cuestión de en cuál de los dos poderes debe ser incluido, es decisivo el hecho de que la Iglesia es una visible comunidad de fe, y esta comunidad en cuanto tal es fundada y asegurada por la predicación de la fe jurídicamente obligatoria, sea que se haga por actos del magisterio extraordinario o por la predicación general y diaria de la Iglesia.

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I. Definición del concepto
La apostolicidad de la Iglesia se estructura en tres grados. Compete a la Iglesia por tener su origen en los Apóstoles. Ellos fueron los primeros de la Iglesia (apostolicitas originis). A los Apóstoles debe la Iglesia la transmisión de la Revelación. Ellos transmitieron a las generaciones venideras la verdad revelada y los bienes de salvación (apostolicitas doctrinae). La Iglesia de cualquier época está vivamente unida a los Apóstoles por medio de una ininterrumpida sucesión oficial de pastores y maestros (apostolicitas succesionis). Estas tres apostolicidades son íntimamente solidarias. En el fondo constituyen una sola apostolicidad, la única y plena apostolicidad en tres grados. Donde falta uno de los tres grados, no se puede hablar de apostolicidad en sentido pleno.
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b) El segundo grado de la apostolicidad de la Iglesia hay que verlo en su vinculación a la doctrina apostólica. K. Binder describe la tesis, que Torquemada defiende sobre este tema, de la manera siguiente (o. c., 97): «Otra razón de esta denominación de la Iglesia (apostólica) es el continuo mantenimiento de la fe, de la predicación y de la doctrina, del poder y de la autoridad de los Apóstoles por la ecclesia universalis, que sigue la advertencia del Espíritu Santo de no remover los antiquísimos límites que los antiguos Padres pusieron (Prov. 22, 28). Estos Padres son, según la glosa de San Agustín y San Jerónimo al Salmo 44, 17, los Apóstoles, cuyos hijos son los obispos, por quienes es gobernada la Iglesia. Torquemada interpreta el respeto a los antiquísimos límites como conservación de las doctrinas de fe recibidas de los Apóstoles: pues la Iglesia se mantiene unida no por paredes, sino por la verdad de sus doctrinas. Quien posea la fe de la Iglesia, la fe de los Apóstoles, la fe en Cristo, pertenece a la Iglesia.»
c) Con la vinculación a la doctrina de los Apóstoles está, estrechísimamente relacionada la sucesión apostólica en la Iglesia. Los Apóstoles transmitieron a otros las tareas que Cristo les confió, de forma que tales tareas han llegado a través de una serie ininterrumpida hasta los obispos actuales. Todo obispo [católico] participa del oficio episcopal, del episcopado, por ser sucesor de un Apóstol. En el obispo de Roma puede demostrarse con la máxima claridad la ininterrumpida serie sucesiva, la sucesión apostólica.
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Hay funciones en la Iglesia que son esenciales e insustituibles para su auténtica vida pero para cuyo cumplimiento basta el sacerdocio universal. Sin embargo, para otras funciones, y ciertamente para aquellas sin las que la Iglesia no puede existir sin más, es ineludible la sucesión de oficios. Si se interrumpe, se interrumpe con ella la existencia de la Iglesia. Sólo la sucesión de oficios asegura la continuidad.
Como hemos visto, no corresponde a la Sagrada Escritura suponer que la continuidad es suficientemente garantizada por la doctrina. La Iglesia antigua, como atestiguan San Ireneo, Tertuliano y muchos otros, estaba llena de la idea de que sólo la predicación hecha por los sucesores de los Apóstoles y en vinculación a la Sagrada Escritura garantiza la relación con Cristo. La experiencia, muestra también en la realidad, que el Evangelio no se mantiene íntegro en la vida, si su conservación e interpretación no son hechas por un oficio doctrinal, cuyos portadores estén en la sucesión apostólica misma.
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Como la comunidad de la Iglesia en cuanto tal es santa, es decir, viene de Dios y pertenece a Dios, todo lo que corresponde a su ser y a su misión es santo. Santa es la palabra que predica, santos los signos que pone, santa la Escritura que interpreta, santos los oficios que administra, santas las tareas que cumple, santos los fines que persigue. Pues la palabra y el signo, la Escritura y el oficio, la tarea y el fin le son dados y puestos por Dios. Todos llevan, por tanto, la señal de su origen divino, de una obligación divina y de una divina promesa. Como esta omnilateral santidad de la Iglesia está condicionada en su propiedad a su ser Cuerpo, Esposa, Pueblo de Cristo, la santidad de la Iglesia no es absoluta ni independiente, sino prestada, participada de la santidad de Cristo, relativa, ya que procede de su relación, de su referencia a Cristo.
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Puesto que los portadores de oficios en la Iglesia son mandatarios de Cristo, no pueden, llenos del espíritu de servicio (Rom. 12, 7), vincular los hombres a sí mismos, sino que tienen que conducirlos a Cristo. Es Cristo quien tiene que hablar por medio del portador del oficio, no él. Sólo Cristo es la puerta, por la que las ovejas salen a pastar y entran a cobijarse (Jn. 10, 7. 11). Quien quiere llegar a ellas por otra puerta es ladrón y salteador (Jn. 10, 8). Cuán difícil es la tarea y responsabilidad impuesta con ello a los portadores de oficios, se deduce de I Pe. 5, 2-5. Los portadores de oficios son amonestados a no prestarlos por deseo de ganancia o de poder. No pueden oprimir a quienes los reciben… Con la conciencia de la importancia de su servicio y de la responsabilidad que les pesa, los Apóstoles se sienten justificados, para, en caso de necesidad, intervenir con decisión y dureza. Cristo mismo les autorizó a ello en el discurso de su misión; les dice: «Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies» (Mt. 10, 14). Los Apóstoles exigen ser oídos, porque Dios mismo habla por medio de ellos. Quien los rechaza, se atrae la ira de Dios. Los Apóstoles no tienen que tener nada en común con él. No deben comprar el asentimiento con indulgencia o compromisos. Los Apóstoles tienen el derecho y el deber de la disciplina eclesiástica. Dice Cristo: «Si no te escucha, toma contigo a uno o dos para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye sea para ti como gentil o publicano» (Mt. 18, 16-17).
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2. La narración bíblica demuestra, que el oficio eclesiástico es de origen divino. No se debe a una necesidad humana de orden ni a una conmoción religiosa, sino a la fundación y llamamiento de Cristo. Por eso no se realiza en actos pasajeros, sino que es una institución. Esta, por lo demás, cumple su sentido en los actos particulares, en que la mediación de la salvación se convierte en hecho. Los portadores de oficios son, en todo lo que realizan para la salvación, instrumentos de Cristo. Sin embargo, no siempre son requeridos como tales en igual medida: donde con más inmediatez lo son, es en la administración de sacramentos, y sólo mediatamente—a su vez, en grados diversos—en las acciones de disciplina eclesiástica.
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Surgió la cuestión de si los portadores de misión depuestos por sus pecados perdían, al ser depuestos, totalmente su poder de misión o les quedaba algo de él. La Iglesia africana fue la más fuertemente agitada por este problema en los disturbios donatistas. Cada vez con mayor claridad fue cristalizando la convicción de que la pérdida del oficio no significaba la pérdida del poder de misión sin más. Los donatistas tenían una opinión tan alta de la santidad de la Iglesia, que declararon que sólo los santos podían ser portadores de plenos poderes eclesiásticos. El pecador perdería por su pecado el poder espiritual que tuviera. No podría, por tanto, administrar ningún sacramento, ni celebrar la eucaristía, ni perdonar los pecados. Al defender esta tesis se apartaron de la Iglesia católica y formaron un grupo cismático.
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Eso significaría que el poder de orden está ordenado a la esfera sacramental y el poder de jurisdicción al orden de la vida externa, el primero, como se decía en la Edad Media, al Cuerpo eucarístico de Cristo y el segundo a su Cuerpo Místico. Aunque se explique que también el poder de jurisdicción sirve indirectamente a la salvación, la distinción objetiva implica una oposición de sacramento y derecho. Amenaza el peligro de que la esfera del poder de jurisdicción sea entendida como meramente exterior y que el derecho que la ordena sea interpretado como una institución humana.
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Las diferencias de ambos poderes están también y sobre todo en los elementos formales y funcionales. El poder de orden es inamisible, el poder de jurisdicción es admisible. Se pierde por la remoción del oficio. El poder de orden sirve para engendrar, para profundizar y conservar salvíficamente la vida divina en el hombre. El poder de jurisdicción está al servicio del orden salvador dentro de la comunidad de la Iglesia. El poder de orden puede ser ejercido en toda la Iglesia, el poder de jurisdicción está limitado territorial o personalmente, ya que está ordenado únicamente a las personas, para quienes ha sido nombrado el portador del oficio.
El progreso histórico muestra a la vez la unión de ambos poderes. Provienen de una sola raíz del único y unitario poder de misión de Cristo y debido a ese su origen siguen estando tan emparentados entre sí que no existe en la Iglesia ninguna acción del poder de orden en que no intervenga a la vez el poder de jurisdicción, y ninguna actividad pastoral en que no se refleje a la vez el poder de orden.
Por tanto, no se puede separar del todo ambos poderes. De hecho, según la reglamentación de la Iglesia, la posesión del poder de jurisdicción presupone la del poder de orden. Aunque hay que distinguir ambos poderes, no pueden ser separados. Es, por tanto, absurdo enfrentar la Iglesia sacramental con la Iglesia jurídica. Aunque esta unión llena y soporta toda la actividad de la iglesia, se manifiesta con especial claridad en algunos procesos de la vida de la Iglesia, a saber, en el sacramento de la penitencia, en el de la confirmación y en el del orden. El solo poder de orden no es suficiente Dara realizar el sacramento de la penitencia; sino que se necesita también el poder de jurisdicción, es decir, el poder eclesiástico de soberanía, el poder jurídico. Ambos obran juntos en la absolución sacramental. Se entiende perfectamente su cooperación mirando retrospectivamente a la historia del sacramento. Aunque jamás ha cambiado su esencia, el modo de realizarlo ha sufrido profundas transformaciones.
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Con ello se atribuiría a la jurisdicción eclesiástica una influencia extraordinariamente importante sobre el poder de orden. No parece que sea imposible, pues, la estrecha solidaridad entre poder de jurisdicción y poder de orden; podría manifestarse en que el uno puede favorecer o dificultar al otro, impedirlo o posibilitarlo. Hay que conceder a la Iglesia el poder de determinar la relación recíproca de los dos poderes unidos en Cristo y transmitidos por Él en unidad, pero distinguidos y diferenciados por ella. Cristo mismo no dio ninguna indicación sobre esa relación. Ha resultado más bien a la larga de un proceso histórico de desmembración, cuyo transcurso estuvo en manos de la Iglesia. Podría depender de la voluntad de la Iglesia la intensidad con que una entre sí ambos poderes parciales que en el fondo representan un solo poder de misión.
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… “ésta práctica de la Iglesia expresa la conciencia de que el episcopado como grado supremo de la jerarquía de orden está ordenado de la manera más íntima posible el oficio de gobierno que le compete en la hierarchia iurisdictionis. El rito de la ordenación episcopal pone de manifiesto que la plenitud del sacerdocio, pedida a Dios en sacrosanta acción, está referida a la posición de supremo pastor del obispo. Es el rito de una consagración espiritual de un emperador, que en la época primitiva era a la vez, como la consagración episcopal, transmisión del oficio episcopal que daba el pleno poder de pastor supremo, un poder, que prescindiendo del elemento que capacita para confirmar y ordenar, se puede perder” (Mörsdorf). El poder de supremacía se da al obispo de modo inamisible. Aunque «es una típica característica del poder de orden, nada se puede deducir de ello, lo cual habla en último término decisivamente contra el supuesto de que se trata de un elemento del poder pastoral supremo. Lo más característico es justamente la unión de ambos poderes existentes en la persona del episcopus consecratus, unión que hace que los caracteres de uno y otro poder, aceptados por los demás, se confundan entre sí. La diversidad funcional de ambos poderes no se niega por eso, pero resaltan con más claridad la íntima relación que hay entre ellos y su recíproca interacción.
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Según el derecho constitucional de la Iglesia oriental recientemente publicado, la ordenación concede a la vez el poder de orden y el poder de jurisdicción.
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El poder de misión de la Iglesia implica también el poder de enseñar, el magisterio. Y así resulta la tríada de poder de orden, Magisterio y poder de jurisdicción. Entre los teólogos se discute el problema de si el magisterio representa un poder independiente frente al de orden y al de jurisdicción, y si no es tal, a cuál de estos dos últimos corresponde. El papa Pío XII dice en la encíclica Mystici Corporis que Cristo envió a los Apóstoles como maestros, como conductores y como administradores de la santidad.
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Como antes vimos, el poder de orden estaría ordenado a la administración y concesión de gracia, y en especial de los sacramentos, la potestad de enseñar estaría ordenada a la predicación y transmisión autoritarias de la doctrina y el poder de jurisdicción al orden de la vida de la Iglesia. Como ya hemos indicado, amenaza con ello el peligro de entender el poder de jurisdicción como un poder ordenado a la manifestación exterior de la Iglesia y sólo a ella y de valorarlo, por tanto, como un poder de importancia secundaria. Aunque los poderes de la Iglesia están también determinados y definidos objetivamente, sería falso olvidar la significación salvadora del poder de jurisdicción. También al magisterio de la Iglesia le compete una función salvadora, como vamos a ver en seguida más por extenso. Además tanto a la potestad de enseñar cómo a la administración de sacramentos les compete un elemento jurídico, ya que tanto la administración de sacramentos como la predicación de la doctrina tiene carácter obligatorio. Por tanto, no se puede en razón del campo asignado a la potestad de enseñar, considerarlo como un poder eclesiástico independiente añadido a los otros dos.
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En la comunicación que se hace en razón de la fijación de una verdad hay dos elementos: el elemento del adoctrinamiento y el de la obligación. Lo que la Iglesia comunica es, en efecto, la Revelación divina dejada por Cristo y los Apóstoles. Comunica, por tanto, una verdad que Dios mismo ha destinado para nosotros. Cuando Dios hace una comunicación a los hombres, ocurre algo distinto y es más que una mera información por un maestro. El hombre alcanzado por la divina Revelación es más que un alumno. Cuando Dios informa al hombre, ello significa una llamada obligatoria de Dios. Dios obliga al hombre. El hombre está obligado a la obediente afirmación y al reconocimiento, a la entrega de sí mismo a Dios que llama. La comunicación de la verdad por la Iglesia tiene, por tanto, a la vez el carácter de información y predicación. La predicación implica una obligación moral. La Iglesia vincula además jurídicamente a sus miembros en tanto que prescribe como institución social a sus miembros la aceptación de una proposición de fe. Y así establece una ley de fe, ante la que se ha de inclinar todo el que quiera contarse entre sus miembros. En el acto legislativo, en que se manda aceptar una verdad de fe bajo pena de exclusión de la comunidad de fe, la Iglesia implanta como deber jurídico la obligación existente para el hombre frente a Dios.
Cuando el creyente afirma realmente un dogma establecido por la Iglesia, cuando se somete, por tanto, a la ley de fe de la Iglesia, afirma la verdad contenida en él no por la autoridad de la Iglesia, sino por Dios. Cree a Dios mismo por Dios, que es la verdad absoluta. Sí la fe es viva y debe serlo normalmente, el «sí» a Dios por amor a Dios implica también la entrega de sí mismo a Dios. Por tanto, el poder jurídico de la Iglesia no penetra en la estructura interna de la verdad propuesta por la Iglesia ni en la estructura de la fe que afirma esa verdad. Permanece, en sentido bien entendido, fuera de ambas realidades y procesos. Obliga al hombre ante Dios por Dios mismo.
Esta obligación tiene una importante e ineludible función para la comunidad de la Iglesia, pues sólo por ella es asegurada la comunidad de la Iglesia como visible comunidad de fe. Por lo demás no se cumpliría el sentido de la vinculación jurídica por el magisterio eclesiástico, si uno pretendiera ajustarse y acomodarse a la comunidad de fe sólo externamente y sin convicción interior. La ley eclesiástica de fe tiende al interno sometimiento a la verdad revelada predicada por la Iglesia. Tiende, por tanto, a la acción salvadora del hombre. La ley de fe, entendida en su conceptualidad formal no es, en cuanto tal, inmediatamente salvadora. Pero en cuanto implica la fijación y comunicación de la fe o la testificación de esa misma fe incluye en sí una fuerza salvadora, ya que la fijación o definición de la fe se hace bajo la asistencia del Espíritu Santo. Tal asistencia es entendida generalmente como assistentia negativa, como preservación del error. Pero puede implicar también estímulos positivos para estatuir la verdad. La comunicación de la fe por la Iglesia es la función del testimonio que la Iglesia da a favor de Cristo en el Espíritu Santo y que, por tanto, es salvador. La legislación es hecha por la Iglesia como agens principale. Es, por tanto, una palabra de la Iglesia. En la palabra de la legislación doctrinal eclesiástica es comunicada la palabra de Dios dejada por los Apóstoles.
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En vista de esta situación hay que decir, que el magisterio eclesiástico participa tanto del poder de jurisdicción como del poder de orden. Las funciones cumplidas por la Iglesia en el ejercicio de su magisterio son funciones tanto de su oficio pastoral como de su poder de orden. No es fácil, por tanto, incluirlo en uno solo de los dos poderes. En ningún caso se debe ver en él un poder independiente. Se podría en caso de que se intente tal cosa entenderlo como una suma de elementos del poder de jurisdicción y del poder de orden. Sin embargo, no tiene ningún principio formal independiente y distinto de los poderes de orden y de jurisdicción. Para decidir la cuestión de en cuál de los dos poderes debe ser incluido, es decisivo el hecho de que la Iglesia es una visible comunidad de fe, y esta comunidad en cuanto tal es fundada y asegurada por la predicación de la fe jurídicamente obligatoria, sea que se haga por actos del magisterio extraordinario o por la predicación general y diaria de la Iglesia.

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[1] Jesucristo, sacerdote eterno, ha querido sobrevivirse a sí propio en la persona de sus ministros. La víspera de su Pasión consagra a sus apóstoles con el sacramento del Orden y les confiere el poder de consagrar, ellos también, a sus sucesores, mediante la imposición de las manos.

Esta imposición de las manos es declarada en nuestros Libros santos como una señal productora de la gracia.

Hallamos la prueba de ello en los Hechos, cap. XIII, a propósito de dos apóstoles elegidos fuera de los doce, y que no lo habían sido por Nuestro Señor Jesucristo. En medio de una santa asamblea se manifiesta el Espíritu Santo y dice: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la cual los he llamado. Los apóstoles, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron a predicar.

Así, el llamamiento de Dios, aun el más evidente, no basta para ser pastor de la Iglesia: la ordenación es indispensable.

Se necesita un poder divino para consagrar la hostia y realizar el sacramento de la Santa Eucaristía, perdonar los pecados, etc. Este poder Nuestro Señor lo comunica mediante el sacramento del Orden.

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