El matrimonio

Fuente: P. Michele Schmaus, Teología Dogmática, Sacramentos, 1955.

§ 285. Lugar del sacramento del matrimonio dentro de la comunidad de la Iglesia

1. Los Sacramentos son modos distintos de encontrarse con Cristo. Son los instrumentos con que el Padre celestial nos acoge de distintas maneras por medio de Cristo en el Espíritu Santo y nos configura según la imagen de su Hijo encarnado e instaura su reino en nosotros. La comunidad con Cristo, causada y fortalecida de distintas maneras por medio de los Sacramentos, implica a la vez modos respectivos de incorporación a la Iglesia y, por tanto, la ordenación a los demás miembros de la comunidad. El hombre total es acogido y transformado por la actividad de Cristo o por la del Padre operante en Cristo en los Sacramentos. La transformación llega también a la ordenación al “Tú” fundada en el ser mismo del hombre, ya que abarca al hombre total con todas sus propiedades y determinaciones anímicas. Los individuos se reúnen así en una unidad íntima y viva; tal unidad tiene tal fuerza que, según San Pablo, todas las diferencias naturales restantes pasan a segundo término; no son negadas, porque la naturaleza no es destruida por Cristo; la naturaleza tiene su origen en el Padre celestial y para Cristo era el pan de su vida el cumplir la voluntad de su Padre. Pero a través de las diferencias naturales es creada una nueva relación entre el yo y el tú que arraiga en Cristo mismo. Cfr. § 169.

2. Entre los encuentros para los que el hombre está capacitado naturalmente en razón de su ser creado por Dios, ocupa el lugar primero y preferente el encuentro del hombre y mujer. La unión con Cristo configura y forma también este encuentro. También en su cualidad de varón o mujer está el hombre configurado a imagen del Señor. La comunidad con Cristo penetra y traspasa también la ordenación del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. La semejanza a Cristo fundada en el bautismo llena ya todo el ámbito del yo humano; pero a consecuencia de la significación que tiene para la vida humana el encuentro del hombre y la mujer, no puede estar sólo lleno de la fuerza de Cristo, comunicada en el bautismo y que se extiende a todos los dominios de la vida, sino que esa fuerza debe fluir como un poder superior a la virtud santificadora del bautismo hasta la comunidad del hombre y mujer; es lo que ocurre en el sacramento del matrimonio. El matrimonio significa, por tanto, una conformación y carácter especiales (condicionados por las propiedades del hombre y las de la mujer) de la comunidad que abarca a todos los bautizados; es una especialización de su unidad, una derivación de ella. Esta transformación de la comunidad, que afecta a todos los miembros de la Iglesia, ocurre siempre que dos bautizados se dirigen el uno al otro, en cuanto varón y mujer, para unirse perfectamente entre sí.

3. Esta especial conformación de la relación entre el yo y el tú fundada en el bautismo es lo que vamos a explicar ahora. El matrimonio puede ser estudiado desde otros muchos puntos de vista, por ejemplo, desde el punto de vista biológico, psicológico, económico, jurídico, moral, etc. Tales aspectos no nos interesan ahora. Debemos explicar el matrimonio desde el punto de vista de su sacramentalidad, que a los ojos del creyente es la realidad más importante del matrimonio cristiano. La sacramentalidad no es como una joya que se colgara al matrimonio perfecto, cerrado en sí mismo, sino que es el poder y la fuerza que configura el matrimonio. La sacramentalidad es la ley conformadora o entelequia del matrimonio entre bautizados; gracias a ella el dato y hecho natural que llamamos matrimonio es sumergido en la gloria de Cristo resucitado. Del mismo modo que lo sobrenatural está por encima de lo natural y lo imprime carácter (cfr. §§ 114-117); mediante el sacramento del matrimonio la gloria de Cristo configura la ordenación natural del hombre a la mujer y de la mujer al hombre. Como lo superior no debe ser medido y juzgado según lo inferior, sino viceversa, el matrimonio cristiano debe ser comprendido desde la sacramentalidad. Todo lo que puede decirse sobre él está incluido en el ámbito del sacramento y desde allí debe ser conocido y valorado.

Lo mismo que los demás sacramentos debemos explicar ahora la existencia, signo externo y fuerza sacramental del sacramento del matrimonio. Las características de este sacramento obligan a esbozar brevemente las propiedades naturales, que fundan una especial relación del yo y el tú.

§ 286. Diferencias naturales y coordinación entre el hombre y la mujer, como presupuesto del matrimonio sacramental

I. Consideraciones preliminares

1. Como hemos visto en distintas ocasiones, la existencia humana es coexistencia (Mitexistenz). El yo humano está ordenado al tú. Esta situación esencial es lo que explica la necesidad y anhelo de comunidad. Cuando no se llega al encuentro con el tú, la vida humana queda inacabada e incompleta. El hombre vive ese no acabamiento en el sentimiento de soledad. La forma extrema de soledad e imperfección es el infierno. El signo de la ordenación del yo al tú es la facultad de hablar. En la palabra ejercita el hombre su ordenación al tú. La conversación es el modo en que la vida humana se realiza con sentido. La forma suprema de diálogo es la unión del hombre con Dios en el cielo. Esta afirmación no nace de una idea romántica del hombre, sino de la consideración, a la luz de la fe, de la naturaleza humana. Cfr. § 190.

2. La coexistencia sufre una transformación característica cuando hombre y mujer se reúnen en comunidad. Hombre y mujer son representaciones y configuraciones distintas del mismo ser humano. La ley de la diferenciación atraviesa toda la naturaleza y también el hombre cae bajo su dominio. Hombre y mujer no realizan cada uno de por sí la plenitud de lo humano, sino sólo una parte. Varón y mujer creó Dios al hombre (Gen. 1, 27). Sólo cuando se unen cumplen toda la extensión de lo humano.

San Juan Crisóstomo dice en su Comentario a la Epístola a los Colosenses (Homilía 12, sec. 5): “Ellos (los nuevos desposados) quieren convertirse en un solo cuerpo. ¡Un misterio del amor! Si los dos no se convierten en uno, no producen ningún aumento, mientras permanecen separados y dos tan pronto como se unen en unidad, se multiplican. ¿Qué aprendemos de eso? Que en la unión hay una gran fuerza. El espíritu creador de Dios dividió al principio a uno en dos y para indicar que después de la división siguen siendo uno, no permitió que uno solo bastara para la generación. Pues el que no está todavía (unido en matrimonio), no es uno, sino mitad de uno; y es evidente que tampoco puede reproducirse, como no podía anteriormente (antes de la división). ¿Has visto qué misterio es el matrimonio? De un hombre hizo Dios otro, y cuando de los dos hizo otra vez uno, volvió a crear de nuevo al uno. Por eso el hombre nace de uno. Pues el varón y la mujer no son dos hombres, sino un hombre.” La diversidad se extiende a lo corporal, a lo espiritual y a lo anímico.

3. Toda la estructura del ser está coloreada de maneras distintas en el hombre y en la mujer. La propiedad de ser varón o mujer no se le pega al hombre por fuera, sino que le acuña y caracteriza desde lo más íntimo. El hombre es completamente varón o completamente mujer. Dios ha concedido al varón más virtudes y fuerzas racionales y a la mujer más virtudes y fuerzas del corazón. Por eso intenta el hombre dominar al mundo y ordenarle sistemáticamente en divisiones y relaciones lógicas, cognoscitivamente y con ayuda de los conceptos, mientras que la mujer rastrea y ve la esencia de las cosas con la mirada del corazón. El hombre está dotado para la acción y orientado a la obra; por eso le han sido concedidas las propiedades necesarias para la acción (audacia, espíritu de empresa, amor a la libertad). La mujer obra aceptando, protegiendo, cuidando; tiene el don de la entrega, de la espera amorosa, del abandonarse, del calor afectuoso. La Iglesia tiene en cuenta las diferencias entre varón y mujer, así, por ejemplo, al reservar el sacramento del orden al varón. Pero tales diferencias no deben exagerarse hasta convertirlas en exclusivas. El varón participa de las propiedades de la mujer y viceversa. Las características citadas como propias del varón son también, en cierto sentido, propias de la mujer y las de la mujer lo son del varón; lo que ocurre es que están en la mujer o en el hombre especialmente acentuadas. La diferencia debe reducirse a la variedad del acento que recae sobre las propiedades comunes propias del varón y de la mujer en cuanto hombres.

4. Por muchas diferencias que haya entre ellos, el hombre y la mujer están destinados y ordenados el uno al otro; sus diferencias son tales que hombre y mujer se completan en una plenitud ordenada y unitaria de lo humano; no sólo pueden completarse, sino que están ordenados a completarse. A cada uno presta el otro, valores que no tiene y sin los cuales sería unilateral e imperfecto. Cuando los caracteres masculino y femenino se desarrollan sin recíproca penetración e influencia, el ser del varón suele conducir al poder salvaje, al rígido esquematismo intelectual falto de fuerza vital; la riqueza sentimental de la mujer se pierde fácilmente en la confusión y oscuridad faltas de la luz del conocimiento. Sólo en el encuentro recíproco, en que los caracteres de varón y mujer no se niegan mutuamente, sino que se fusionan, prospera el ser de ambos.

5. La diversidad del varón y de la mujer no implica una superioridad cualitativa del uno sobre el otro; sería unilateral tomar a la mujer como medida de lo humano y valorarlo todo según ella; y también será unilateral creer que el varón es el prototipo de lo verdaderamente humano y lo femenino una degradación de ello. Aunque en Santo Tomás pueden encontrarse ideas parecidas. La medida de lo humano no es el varón solo o la mujer sola, sino varón y mujer en su recíproca ordenación. Los privilegios que uno puede tener frente al otro, tendrá que pagarles con otros tantos defectos. El carácter del varón implica que en la ordenación recíproca de varón-mujer lleve la dirección, mientras que a la mujer compete el llenar el espacio vital creado por el hombre. Sobre esto volveremos a hablar al estudiar la sacramentalidad del matrimonio. Confróntese F. J. J. Buytendijk, Die Frau. Natur, Erscheinung, Dasein, 1953.

II. Testimonio de la Revelación

La diversidad y coordinación de hombre y mujer están atestiguadas y explicadas por la Revelación sobrenatural en Gen. 1, 27-28 y 2, 18-25. Dios mismo confirma que hay una falta en la creación mientras el hombre está solo. “No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él.” Dios creó a la mujer del costado del hombre y le liberó así de su soledad (cfr. § 125). La creación se completó al ser creada la mujer; Dios dijo entonces de su creación que era “muy buena” (Gen. 1, 31). La igualdad de linaje del hombre y de la mujer está atestiguada por el hecho de que Adán no pudo encontrar entre los animales que Dios le confió ninguno que pudiera salvarle de su soledad; sólo pudo lograrlo la mujer creada de su costado. Según la Escritura, Adán y Eva son imagen de Dios, no cada uno por sí, sino más bien en su unión (Gen. 1, 27). Dios concedió el dominio de la tierra a ambos, no sólo a Adán; con el hombre la mujer fue autorizada a someter el mundo (Gen. 1, 28-30). El varón siente su ordenación—creada por Dios—a la mujer como anhelo y deseo de la mujer, que es hueso de sus huesos y carne de su carne (Gen. 2, 23). El anhelo de mujer tiene tal fuerza que por ella dejará el varón a su padre y a su madre, y la tomará por esposa. El varón intenta la unidad con la mujer hasta la última posibilidad concedida por Dios mismo: tal posibilidad extrema es la comunidad de los cuerpos (Gen. 2, 24). La unidad a que tienden varón y mujer se completa y cumple en la “carne”, en el cuerpo; es una plena comunidad vital de cuerpo y alma. Varón y mujer fueron creados por Dios para esa plena comunidad de vida que abarca también el cuerpo. Cristo lo confirma; en una conversación con sus discípulos dice, aludiendo a la narración de la creación, que Dios mismo hizo al hombre varón y mujer y que varón y mujer no son ya dos sino uno solo, un cuerpo, cuando el varón abandona a su padre y a su madre y se une a su esposa (Mt. 19, 4-6; Me. 10, 6-9). Dios creó a los dos primeros hombres para que fueran compañeros en todo (Gen. 2, 18). Ambos saben que están destinados a la unidad corporal, anímica y espiritual. “Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello” (Gen. 2, 25). La unidad corporal no es algo que deba ser superado, sino la plenitud de unidad de vida. No es mala en sí, como decía el maniqueísmo. Cuando hombre y mujer se encuentran con la voluntad de comunidad plena, la unidad de los cuerpos está supuesta e implicada. Naturalmente, la dirección corresponde al espíritu y al alma; sólo así se garantiza la dignidad personal de cada uno cuando varón y mujer se encuentran; la unidad corporal es expresión e instrumento del amor, en que el hombre y la mujer se inclinan el uno al otro. Existen también otras formas de encuentro que tienen menos fuerza y poder; la más amplia consiste en que hombre y mujer se entregan el uno al otro para vivir en comunidad perfecta y exclusiva.

III. Carácter personal de la unidad de varón y mujer

Podemos describir más concretamente la esencia del encuentro del varón y mujer. Como antes hemos visto, pueden distinguirse dos formas de amor (cfr. § 193); en una el yo se dirige al tú, para apropiarse los valores del tú; es el amor de necesidad: el hombre necesita conseguir lo que le falta. El tú es anhelado como complemento de la propia vida anímica y corporal; el yo ama al tú, porque tiene determinados valores. Si este amor se realiza en su caracterización más crasa, se desprecia la personalidad del tú. Quien ama así, usa de manera egoísta el tú como una cosa que aumenta su propia vida, en contradicción con la personalidad creada por Dios. Para que el yo no sea degradado a objeto en el amor, al movimiento del yo hacia la apropiación de los valores del tú debe añadirse el movimiento de entrega y servicio al tú; sólo entonces es respetado el tú como persona y valorado como una realidad que tiene sentido y descansa en sí misma. Este amor tiende al tú y no sólo a una parte del tú, sea el cuerpo, sea el alma. El encuentro con el tú, ocurrido en esta forma de amor está traspasado de respeto. Sólo el amor que nace del núcleo de la persona y desemboca en el centro de la persona garantiza la dignidad del hombre. La posibilidad de esta forma de ordenamiento del yo al tú fue creada por Cristo. En Cristo se dirige Dios a los hombres no por haber encontrado en ellos algo valioso, sino para regalarles su propia gloria y felicidad. Quien es acogido por Cristo es introducido en la corriente del amor que sirve y se entrega regalándose; en él se cumple la vida de Cristo. Quien se ofrece al tú en Cristo obedece a Dios, del mismo modo que Cristo fue obediente en su vida de entrega sacrificada al Padre celestial; quien se ofrece al tú en Cristo realiza su pertenencia a Dios, permite que el tú sea la persona creada por Dios mismo; sabe que ha sido enviado por Dios para ponerse al servicio del tú con amor sacrificado; su amor se convierte en una respuesta a la llamada que Dios le hace apuntando hacia el tú; nace así el amor responsable. La primera forma de amor es el eros, y la segunda el ágape; ninguna de las dos excluye la otra, sino que se condicionan y traspasan mutuamente. Cfr. § 267.

En la unión más íntima posible entre el hombre y la mujer ambos movimientos del amor se funden en uno solo. Podemos explicarlo así: Dios ha entregado el mundo al hombre para que le cultive y le trabaje, le conozca, actúe en él y perfeccione su ser. Puede gozar de él como de un don de Dios. El hombre encuentra al hombre primero como a un trozo del mundo: como objeto de su conocimiento y complacencia. Es pues conforme a la creación el que Adán dijera a Eva: te quiero porque eres como eres. Así afirmaba la obra del Creador, que creó al hombre y a la mujer de manera que dependieran uno del otro. Eso todavía no es egoísmo ni orgullo. El egoísmo empezaría en cuando el hombre tratara al hombre sólo como objeto y no como persona. La tentación de esta conducta egoísta que usa y abusa del tú como de una cosa es especialmente aguda en el ámbito de lo sexual, porque el impulso sexual de uno hacia otro tiene en su entraña un especial poderío. Sólo esa fuerza que arrastra a unos hombres hacia otros hace comprensible el que se repita continuamente el hecho de que dos hombres de distinta posición, de familias mutuamente desconocidas, con esperanzas y deseos dispares y a pesar de los muchos ejemplos de matrimonios desgraciados, se tiendan recíprocamente la mano con enorme alegría para recorrer el inseguro e imprevisible camino futuro de la vida (cfr. J. Gülden, Das Geheimnis der Ehe, 1940). Pero si esa fuerza sexual se separa y arranca de sus ligaduras a la responsabilidad y del amor personal, se convierte en demonio destructor; se convierte en un poder asolador y desolador de la cultura humana y de todos los órdenes de la comunidad. Debe ser, pues, soportado y dirigido por la responsabilidad y por la disposición al amor sacrificado y servidor. Y viceversa: cuando quiera llegarse al perfecto encuentro, a la última unión posible prevista por Dios mismo, esa fuerza no debe ser reprimida ni apagada; eso contradiría también la obra del Creador. El hecho de que hombre y mujer se busquen hasta la plena unión corporal configurada por el amor personal y responsable, está fundado en sus características, creadas por Dios mismo. Cfr. E. Brunner, Eros und Liebe, 1937.

IV. El matrimonio, lugar legítimo de la unidad perfecta

1. La unión perfecta de cuerpo y alma sólo tiene sentido en el matrimonio, y por eso sólo está permitida en él; es evidente si se reflexiona sobre las características de la unidad perfecta entre hombre y mujer. La determinación sexual afecta al hombre hasta en su más íntimo y profundo ser. Su actividad alcanza las raíces mismas del ser humano. Quien la ha realizado una vez es conformado íntimamente por ella; aunque haya olvidado ya el proceso, está sellado en su ser íntimo por ella. Por tanto, si quiere realizarla conforme al ser y por así decirlo esencial y objetivamente, el hombre debe estar dispuesto a dejarse determinar por ella. Sería una contradicción al ser mismo de la unidad perfecta de cuerpo y alma el hecho de que los unidos no quisieran reconocer el estado producido en ella para siempre. Esa disposición se expresa en el acto del matrimonio; en él se encarna la voluntad de la unión duradera y mutua, que corresponde a la esencia de la fusión perfecta de dos personas. Las leyes matrimoniales protegen y difunden esta disposición frente a las transformaciones y debilidades del corazón humano; ayudan y fortalecen la voluntad humana y a la vez incorporan la comunidad de los hombres a la vida pública.

A esto se añade que dos personas que se entregan mutuamente del modo más perfecto, se abren recíprocamente el secreto y misterio de su ser personal todo lo que es posible en este mundo. La revelación del misterio de la persona no puede ocurrir en la pura comunicación de las propias ideas y deseos, sino sólo cuando el yo concede al tú participación en la vida propia; tal ocurre de la manera más amplia en la unión corporal y anímica. Los así unidos saben en qué medida les desconoce el resto del mundo. Se conocen, porque el amor abre el misterio de la última intimidad del hombre y le ve mejor y más hondo que cualquier otro. Esta recíproca revelación no puede ya ser revocada jamás. Cuando dos personas se revelan mutuamente en esta profundidad, se conocen ya para siempre, se pertenecen ya para siempre. No es nada evidente que dos personas se confíen y abran así. El pudor, que afecta no sólo al cuerpo, sino a todo el yo humano, advierte a los hombres y les ayuda a proteger su misterio personal de todo ataque de curiosidad extraña; sólo permite su revelación a quien se dirige y se une al yo en el amor. Cuando alguien le abre el misterio de su persona y lo acepta en su corazón, con el misterio adquiere la responsabilidad frente a quien se le ha confiado; es la garantía de la dignidad personal de quien se entrega, para que su entrega no se convierta en un abandono de la mismidad. Nunca jamás se puede sacudir esta responsabilidad. Quien una vez ha entrado en la profundidad más íntima de otro, será siempre responsable de él y, por tanto, estará siempre unido y obligado a él.

Según esto podemos definir el matrimonio como la unión jurídica de un varón con una mujer en la completa e indisoluble comunidad de vida, que Dios ha determinado como fundamento de toda vida nueva.

2. Al bautizado le ocurre algo nuevo; su unión corporal y anímica es imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. En esa unidad del bautizado hay un intercambio de la vida imperecedera y celestial que Cristo regala a la Iglesia, y no sólo de vida natural y terrena. En la unión extramatrimonial el hombre renuncia a esta vida, renunciando así a la plenitud de vida a que Dios le destina; se satisface con la gloria perecedera y pequeña de lo intramundano. Y como es Dios mismo quien concede lo sobrenatural en las formas terrenas, su autosuficiencia es a la vez repulsa del amor divino y, por tanto, una ofensa a Dios.

3. Es también un argumento a favor del matrimonio el hecho de que la unión corporal y anímica del varón y de la mujer tiende y está ordenada a la procreación, aunque no se agote en ella; se refiere a la totalidad de la familia y no sólo al varón y mujer. La entrega recíproca de varón y mujer sólo puede tener sentido dentro de la unión familiar y en la intención de la común responsabilidad por el hijo.

V. Virginidad

Por muy bien que las anteriores consideraciones hayan demostrado la recíproca pertenencia del hombre y la mujer, basándola en sus características espirituales y corporales, creadas por Dios mismo, es indudable, sin embargo, que la Iglesia reconoce una importancia hasta predominante a la vida virginal. El Concilio de Trento dice: “Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al estado de virginidad o de celibato, y que no es mejor y más perfecto permanecer en virginidad o celibato, que unirse en matrimonio, sea anatema” (D. 981). La doctrina de la Iglesia se funda en la Escritura. Cuando Cristo explica a sus discípulos—asustados de su mensaje de la indisolubilidad del matrimonio—que Dios concede la posibilidad de la verdadera vida matrimonial, alude a una cumbre más alta de vida; hay hombres que renuncian al matrimonio no por una falta o defecto físico les haga incapaces de aquél, sino por amor al reino de los cielos (Mt. 19, 1-12). La forma virginal de vida sólo es posible desde Cristo; por mucho que se hubiera estimado y estime la virginidad prematrimonial en la época precristiana y en religiones no cristianas, la idea de una vida continua de virginidad y las fuerzas para ella proceden de Cristo; la virginidad significa que un hombre es poseído y dominado completamente por Dios; presupone, por tanto, la cercanía especial de Dios al hombre, que fue creado en Cristo. La virginidad no es sólo la renuncia vitalicia a cualquier satisfacción sexual por motivos éticos, sino la inmediata y completa conversión a Dios de las fuerzas humanas del amor. La virginidad no nace del desprecio o minusvaloración del matrimonio o de la aversión a él. Dice San Juan Crisóstomo (La Virginidad, 10): “Quien denigra el matrimonio, mengua también el honor de la virginidad. Quien alaba el matrimonio, tanto más ensalza la maravilla esplendorosa de la virginidad.” El que es virgen renuncia al valor del matrimonio, reconocido como tal valor, porque está él lleno de Dios (I Cor. 7, 25-35); renuncia a la forma de vida natural en el estado de peregrinación, sin hacerse preso desnaturalizado. Aunque le está negado el natural complemento y acabamiento de su ser, está, sin embargo, lleno de Dios. Dios es el único que puede ser amado hasta el fin en sentido pleno y definitivo. A la raíz de toda experiencia amorosa de un gran corazón, que siente claramente, incluso en el fondo del corazón más feliz y rico, hay quizá una imposibilidad de la última plenitud. “Tal vez tengamos que decir que el amor no puede expresarse con toda su riqueza respecto del hombre porque éste es demasiado pequeño, porque es imposible captar su suprema intimidad, porque se halla siempre envuelto en cierta lejanía. Acaso esta experiencia dolorosa y este último fracaso del amor humano hacen presentir al hombre que hay otro amor, pero que es imposible realizarlo con respecto a otro ser humano, un amor cuyo objeto mismo y cuyas condiciones han de sernos dados de lo alto. La Revelación lo muestra. He aquí el misterio de la Virginidad” (R. Guardini, El Señor, vol. I, págs. 492-493, 1954). De la virginidad obrada por una gracia especial (carisma) se distingue la continencia prescrita por la ley o impuesta por las circunstancias de la vida, que tampoco es posible mas que desde Cristo. Pero en el segundo caso se deja más campo de juego a la libre decisión humana. Quien se decide por la continencia, sólo puede hacerlo honrada y limpiamente, cuando ve claramente el valor del matrimonio y acepta el sacrificio de la no plenitud de su ser anímico y corporal con amor servicial a Dios y a los hermanos, también a él se le concede otra plenitud por su disposición.

Cuando la Iglesia habla de la supremacía de la vida virginal sobre la matrimonial, alude a la forma de vida, no al hombre que vive en ella. La ordenación hecha por la Iglesia de las formas de vida tiene como norma la plenitud ultramundana del mundo. El mundo camina hacia un estado en el que perderá las actuales formas y adquirirá una forma gloriosa e imperecedera, presignificada ya en el cuerpo resucitado de Cristo. La forma matrimonial de vida pertenece a los modos transitorios de existencia y pasa con ellos. Esto no quiere decir que, los que vivieron aquí matrimonialmente, no permanezcan allá unidos lo más íntimamente posible; no cambian más que las formas de unión. En la vida virginal está representada previa y analógicamente la forma perfecta de la vida del mundo futuro; es una continua advertencia de que la forma actual de este mundo pasa y que llegará lo inmutable e imperecedero. Quien elige la forma virginal de vida presta un servicio sobrenatural al hombre olvidadizo; le recuerda lo futuro y le guarda de perderse en lo perecedero. La virginidad se convierte así en una realización del amor.

Por tanto, aunque la Iglesia ordena según su rango ambas formas de vida, se abstiene de ordenar del mismo modo a los que viven en ellas. “Por el camino de la virginidad unos se hacen fervorosos, perfectos, íntimamente entregados a Dios y a los hermanos, maduros y sabios; y otros, estrechos y fríos, orgullosos y violentos; y en el matrimonio unos se hacen magnánimos, humildes, respetuosos, desinteresados, y otros se hacen burdos, superficiales, brutales y egoístas” (J. Gülden, Das Gcheimms der Ehe, 28).

§ 287. Existencia del sacramento del matrimonio

El matrimonio cristiano es un sacramento instituido por Cristo. Dogma de fe

1. El Concilio de Trento dice: “El perpetuo e indisoluble lazo del matrimonio proclamólo por inspiración del Espíritu divino el primer padre del género humano cuando dijo: Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por lo cual, abandonará el hombre a su padre y a su madre y se juntará a su mujer y serán dos en una sola carne” (Gen. 2, 23-24). Que con este vínculo sólo dos se unen y se juntan, enseñólo más abiertamente Cristo nuestro Señor, cuando refiriendo como pronunciadas por Dios, las últimas palabras, dijo: “Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne” (Mt. 19, 6), e inmediatamente la firmeza de este lazo, con tanta anterioridad proclamada por Adán, confirmóla Él con estas palabras: “Así, pues, lo que Dios unió, el hombre no lo separe” (Mt. 19, 6; Mc. 10, 9). Ahora bien, la gracia que perfeccionará aquel amor natural y confirmará la unidad indisoluble y santificará a los cónyuges, nos la mereció por su Pasión el mismo Cristo, instituidor y realizador de los venerables sacramentos. Lo cual insinúa el apóstol Pablo cuando dice: varones, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (Ef. 5, 25), añadiendo seguidamente: Este sacramento, grande es; pero yo digo, en Cristo y en la Iglesia (Ef. 5. 32).

Como quiera, pues, que el matrimonio en la Ley del Evangelio aventaja por la gracia de Cristo a las antiguas nupcias, con razón nuestros santos Padres, los Concilios y la Tradición de la Iglesia Universal enseñaron siempre que debía ser contado entre los sacramentos de la Nueva Ley. Furiosos contra esta tradición, los hombres impíos de este siglo, no sólo sintieron equivocadamente de este venerable sacramento, sino que, introduciendo según su costumbre, con pretexto del Evangelio, la libertad de la carne, han afirmado, de palabra o por escrito, muchas cosas ajenas al sentir de la Iglesia católica y a la costumbre aprobada desde los tiempos de los Apóstoles, no sin grande quebranto de los fieles de Cristo” (D. 969-970). El canon 1 define: “Si alguno dijere que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, e instituido por Cristo Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia, y que no confiere la gracia, sea anatema” (D. 971). El Concilio de Trento se declaró partidario de la sacramentalidad del matrimonio frente a la teoría defendida por los reformadores {protestantes}, de que el matrimonio era una cosa puramente mundana.

2. La sacramentalidad del matrimonio está prefigurada en el A.T. y fue instituida por Cristo en el N.T.

a) Según el testimonio del Génesis (Gen. 1, 27; 2, 16-24), Dios mismo creó el matrimonio; ordenó y destinó al hombre y a la mujer el uno para el otro, al crearles distintos y dotarlos de las propiedades mutuamente complementarias de un solo ser humano. La comunidad matrimonial se funda en la diversidad de los sexos y está ordenada a la unión sexual de varón y mujer.

Cristo dijo, refiriéndose al acto creador divino, que Dios mismo había unido al hombre y a la mujer uno con otro (Mt. 19, 6). Las características del hombre y de la mujer creadas por Dios mismo y la ordenación recíproca del uno al otro, basadas en ellas, rodea como un lazo al hombre y a la mujer y les liga en unidad.

El matrimonio, por haber sido instituido por Dios, es una representación y revelación de la gloria divina; más concretamente, del amor divino, que le configura y le llena; es, por tanto, signo e instrumento de la gracia divina. Tal vez la semejanza del hombre a Dios implique el matrimonio; pues cuando el Génesis testifica que Dios creó al hombre a imagen suya, dice que le creó varón y mujer. Aunque tal interpretación fuera acertada, no supone ninguna diferenciación sexual en Dios; es un carácter esencial de Dios el no tener ninguna determinación sexual. La semejanza a Dios se referiría más bien al amor de Dios.

De cualquier modo que haya que interpretar este texto del Génesis, no hay duda de que el matrimonio, como cualquier realidad creada, tiene su modelo y prototipo en Dios. La revelación neotestamentaria de la vida trinitaria de Dios nos da la clave de ese hecho. La vida comunitaria celestial, que consiste en la corriente del recíproco amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, es la realidad primera y originaria, representada analógicamente en el matrimonio; es la que anima al matrimonio con su inagotable dinámica. El matrimonio tiene así un fondo y suelo infinitos de que vivir.

Por culpa del pecado, el matrimonio fue deformado junto con toda la creación. También él cayó en la autonomía y lejanía de Dios, en que incurrió el hombre; pero incluso en ese estado de confusión conserva su ser creado por Dios y no deja de ser representación e instrumento del amor de Dios; en todo matrimonio está Dios actuando.

Por eso el matrimonio fue considerado siempre y en todas partes como algo santo y su celebración estaba rodeada de fiestas religiosas. Cuando se capta la profundidad del matrimonio se sabe que los esposos se aman mutuamente en su relación a Dios. Si Dios creó para Adán una hembra que fuera su complemento, podemos suponer que Eva no iba a ser sólo ayuda en la realización de su ser natural, sino también en el perfeccionamiento de su ser elevado sobrenaturalmente. Adán y Eva debían cultivar la tierra en común y del mismo modo debían lograr su máxima plenitud en Dios, ayudándose recíprocamente.

La virtud y fuerza salvadoras del matrimonio están testificadas en ese su origen divino y, por tanto, en él está prefigurada su sacramentalidad; los Padres de la Iglesia y teólogos de la cristiandad interpretando Ef. 5, 21-33, creen que la narración del Génesis prefigura la sacramentalidad del matrimonio de un modo más perfecto todavía, algunos de los primeros escolásticos, exagerando un poco, llegan a decir que el matrimonio sacramental fue instituido en el Paraíso.

El texto de la Epístola a los Efesios dice: “Sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela así gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el varón a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia. Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo, y la mujer reverencie a su marido.”

En estas palabras anuncia San Pablo que el texto del Génesis significa más que lo que dice su sentido inmediato. La expresión “misterio” puede entenderse como sentido misterioso y escondido o como realidad misteriosa, revelada ahora y captable mediante la fe. Según la primera interpretación, la proposición paulina que sigue al texto del Génesis significa: estas palabras de la Escritura tienen, además del literal, un sentido profundo y misterioso; lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Según la segunda interpretación significa: este misterio es grande; lo digo de la revelación de Cristo y de la Iglesia. Objetivamente ambas interpretaciones van a parar a lo mismo: según San Pablo, el texto del Génesis no sólo expresa la institución del matrimonio humano, sino que preanuncia la comunidad entre Cristo y la Iglesia, pre-revelada en el matrimonio humano; el texto del Génesis es una promesa. Cuando Cristo vino y tomó a la Iglesia por esposa, se reveló quién era en definitiva el hombre, que lo dejó todo por ir con su esposa; entonces se aclaró qué es lo que significa el “convertirse en una sola carne”. En la relación Cristo-Iglesia se cumple hasta el límite todo lo que había sido siempre aludido en el matrimonio. La comunidad entre varón y mujer era un proyecto de la comunidad de Cristo y de la Iglesia. Cfr. A. Wikenhauser, Dir Kirche ais der mystische Leib Christi nach dem Apostel Paulus, 1937, 206-207.

El matrimonio, instituido por Dios en el Paraíso, apuntó a su eterno prototipo y modelo no sólo en dirección vertical, sino también en la dirección horizontal de la historia de la salvación. La línea de la historia sagrada se destaca con más evidencia aun cuando el AT representa la relación de Dios con el pueblo neotestamentario de Dios por medio de la imagen del matrimonio; Dios es el Señor y Esposo y el pueblo neotestamentario de Dios, fundado por Él, es la Esposa; Dios le regala su amor y fidelidad y se lo exige hasta el sacrificio perfecto. El pueblo sabe su pertenencia a Dios y puede esperar amor y fidelidad.

La relación de Dios con su pueblo simbolizada en el matrimonio se cumple en Cristo. El “matrimonio natural” es un signo de Cristo; tiene también valor de precursor; en él lanza su luz anticipadamente la época de la salvación.

El matrimonio natural es un signo de la comunidad entre Cristo y la Iglesia, y viceversa, en la unión de Cristo y la Iglesia adquiere el matrimonio su máxima plenitud. En las relaciones matrimoniales de los bautizados está operante la relación de Cristo y la Iglesia. El matrimonio natural sigue siendo en su estructura lo que es por esencia y por origen; pero es completado por una nueva realidad; es configurado y traspasado por la unión de Cristo con la Iglesia. Este matrimonio nuevo, cristiano, es en cierto modo una derivación del “gran desposorio” en el que Cristo pertenece como cabeza a la Iglesia y la Iglesia pertenece como cuerpo a Cristo. Por tanto, del mismo modo que en la época precristiana podía reconocerse en el matrimonio la relación de Dios a su pueblo, en la época cristiana puede captarse analógicamente el misterio del matrimonio en el misterio que rodea a Cristo como cabeza y a la Iglesia en cuanto cuerpo de Cristo.

b) El Concilio de Trento ve “significado” en el texto citado de la Epístola a los Efesios el hecho de que “Cristo introdujo en el orden sacramental el matrimonio instituido por Dios en el acto de la creación». La palabra “mysterium”, que usa el Apóstol y que se traduce al latín por “sacramentum”, no puede ser aducida como argumento a favor del carácter sacramental del matrimonio, porque, como hemos dicho (§ 223), la palabra no tuvo el sentido concreto y estricto que hoy le damos, hasta el siglo XII.

La sacramentalidad del matrimonio puede deducirse, sin embargo, de la descripción que San Pablo da de él. Primariamente no pretende instruir a los lectores sobre el carácter sacramental del matrimonio, sino que más bien quiere inculcar a los casados la recta conducta recíproca que les exige su comunidad con Cristo. Fundamenta sus advertencias aludiendo al misterio íntimo del matrimonio. Del mismo modo que el matrimonio precristiano era un tipo de la unión de Cristo con el pueblo neotestamentario de Dios, el matrimonio cristiano es una imagen de la comunidad entre Cristo y la Iglesia. La unión de Cristo con la Iglesia es la imagen-norma y el prototipo de todo matrimonio.

Avancemos otro paso. El matrimonio es una imagen plena de realidad de la comunidad entre Cristo y la Iglesia; en la imagen está el modelo, que se manifiesta en ella. El matrimonio es, en cierto modo, una epifanía de la unión y alianza entre Cristo y la Iglesia. La comunidad de Cristo con la Iglesia se realiza en la comunidad entre varón y mujer, que está llena de la vida que Cristo y la Iglesia se regalan mutuamente, llena de la gracia y verdad que Cristo regala a su Esposa, la Iglesia, llena de la fuerza amorosa que une a Cristo y a la Iglesia.

Las formas externas son en varios aspectos las mismas en el matrimonio cristiano y en el no-cristiano, pero su contenido es esencialmente distinto. En las mismas formas una vez se configura una vida puramente terrestre y otra vez se configura la vida celestial. Así, pues, cuando dos bautizados entran en la comunidad instituida por Dios en el Paraíso entre varón y mujer, su relación mutua está caracterizada por el hecho de ser una relación entre hombres configurados a imagen de Cristo; tal carácter o sello consiste por disposición de Cristo en que los bautizados, al contraer matrimonio, representan el suceso y acontecimiento en que Cristo muriendo se entregó a la Iglesia para regalar la vida celestial y la Iglesia se entregó a Cristo para proteger y cuidar la vida regalada por Él. La celebración del matrimonio entre bautizados simboliza, por tanto, un drama: es un drama simbólico (J. Pascher). Varón y mujer desempeñan los papeles de Cristo y de la Iglesia. El bautismo les concede capacidad para eso. Como los no bautizados no son capaces de desempeñar tales papeles, su matrimonio no es sacramento. Tampoco el matrimonio entre bautizado y no-bautizado puede ser llamado sacramento, aunque algunos teólogos le consideren como tal.

Es claro que hay que precisar que también el matrimonio no sacramental, pero válido, está iluminado en cierto sentido por la gloria de Cristo, porque todo lo creado está en relación con Él; pero no es la fuerza y el esplendor de la gloria de Cristo que concede el sacramento.

c) Ya el hecho de que Cristo mismo predicara al mundo un mensaje sobre el matrimonio (Mt. 19, 6) alude a su carácter sacramental, es decir, a su eficacia para conceder gracia. Cristo sabía que había sido enviado sólo para instaurar el reino de Dios; no creía misión suya el ordenar inmediatamente las cosas de este mundo. Cuando hace indicaciones sobre el matrimonio, significa con ello que no lo entendía sólo como cosa de este mundo, sino como un elemento del reino de Dios, como una parte del reino divino instaurado por Él como signo, y signo eficaz del reino del amor de Dios. Sus palabras sobre el matrimonio se convierten así en buena nueva y alegre mensaje.

Sería entender estrechamente la sacramentalidad del matrimonio creer que se agota en la bendición de la Iglesia. La sacramentalidad del matrimonio es más que una bendición que la Iglesia da a sus hijos en un cambio decisivo de su camino; es más que una fiesta que acompaña a la celebración del matrimonio y que se sale de lo diario y corriente; es la plenitud de la unión matrimonial con la gloria de Cristo.

d) En este sentido pueden interpretarse las palabras con que San Pablo condena a los enemigos radicales del matrimonio. Escribe a su discípulo Timoteo: “Pero el Espíritu claramente dice que en los últimos tiempos apostatarán algunos de la fe, dando oídos al espíritu del error y a las enseñanzas de los demonios, embaucadores, hipócritas, de cauterizada conciencia, que prohíben las bodas y se abstienen de alimentos creados por Dios para que los fieles, conocedores de la verdad, los tomen con hacimiento de gracias. Porque toda criatura de Dios es buena y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y con la oración queda santificado” (I Tim. 4, 1-5).

El Apóstol se dirige contra las herejías dualistas, según las cuales el cuerpo y la comunidad corporal son malos en sí. Con fuego señala tales principios como doctrinas del diablo. Lo que viene de Dios, como el matrimonio, no puede ser llamado malo por los hombres. La vida matrimonial sólo puede ser condenada por mentirosos, por los que trastornan el orden de la creación. El uso del orden creado por Dios no es pecado. El hombre peca cuando se apodera del mundo en su egoísmo, sin dar gracias a Dios.

La contradicción con otro texto de San Pablo es sólo aparente; se trata del capítulo 7 de la primera Epístola a los Corintios, en que dice el Apóstol: “Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero puedo dar consejo, como quien ha obtenido del Señor la misericordia de ser fiel. Creo, pues, que por la instante necesidad, es bueno que el hombre quede así: ¿estáis ligados a mujer? No busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. Si te casares no pecas; y si la doncella se casa no peca: pero tendréis así que estar sometidos a la tribulación de la carne que quisiera yo ahorraros. Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto; sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran como si no llorasen; los que se alegran como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo” (7, 25-31). En primer lugar hay que observar que San Pablo dice expresamente que no se trata aquí de una revelación de Dios, sino de una opinión personal. Por lo demás, la opinión merece gran atención por ser la de un hombre llamado por Cristo al apostolado. Por otra parte, San Pablo no da un precepto, sino sólo un consejo. Y, finalmente, da este consejo en vista de las apremiantes circunstancias. El Apóstol vive en la esperanza de que Cristo va a volver en seguida a llevarse a los suyos; no vale la pena empezar una nueva forma de vida. Cada uno debe conservar su estado actual de vida. Es, pues, evidente que San Pablo condena toda proscripción del matrimonio cuando habla como instrumento del Espíritu Santo. En razón de su creencia de que el fin del mundo está a la puerta, aconseja (no como portador de la revelación, sino como miembro de la Iglesia, lleno de gracia y que se consume en el servicio de sus hermanos), que no contraiga ningún matrimonio más y que no se intente la separación del matrimonio ya contraído. Ya no hay plazo para ese nuevo principio, porque el fin irrumpe ya.

3. Los Padres de la Iglesia rechazaron todo desprecio maniqueo y gnóstico del matrimonio y defendieron su sacramentalidad, a pesar de la perdición en que había caído el matrimonio pagano ante sus mismos ojos. Dan testimonio de la sacramentalidad del matrimonio, llamándole muchas veces una parte de la vida de la Iglesia.

San Ignacio de Antioquía escribe al obispo Policarpo (cap. 5): “Di a mis hermanas que amen al Señor y sean fieles a sus maridos en la carne y en el espíritu. Advierte igualmente a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que amen a sus mujeres como el Señor ama a la Iglesia. Si alguno puede vivir castamente para honra de la carne del Señor, siga siendo humilde… Si se enorgullece, está perdido… Conviene que el esposo y la esposa contraigan la unión con la aprobación del obispo para que el matrimonio ocurra en el sentido del Señor y no según el deseo de los sentidos. Sea todo en honor de Dios.” Tertuliano escribe a su mujer (2, 9): “Cómo podría yo ensalzar suficientemente la dicha del matrimonio, contraído mediante la Iglesia, asegurado mediante el sacrificio, señalado con la bendición, contemplado por los ángeles y confirmado por el Padre celestial… Qué hermosa es una pareja de creyentes que tienen una misma esperanza, un solo modo de vida, la misma liturgia. Ambos son hermanos, con-siervos, en nada separados ni por el espíritu ni por el cuerpo. Oran en común y en común se postran, en común ayunan; se adoctrinan y advierten mutuamente y mutuamente se soportan. Uno con otro van a la iglesia y juntos se encuentran en la mesa del Señor; se unen en las necesidades y en las persecuciones, se unen también en los días buenos. No tienen entre sí ningún secreto, no se desvían ni se molestan entre sí. Con gusto visitan a los enfermos y ayudan a los necesitados. Las limosnas se dan sin vacilación, se ofrece el sacrificio sin reparos, se hacen las prácticas religiosas diarias sin dificultades. No hace falta esconderse para hacer el signo de la cruz y se desea la paz sin miedo; no es necesario rezar la oración de bendición en secreto. Alternando cantan himnos y salmos y se animan recíprocamente a ver quién canta mejor a su Dios. Cristo ve y oye esto y es una alegría para Él. Entonces envía Su paz. Donde hay dos, está también Él. Y donde Él está, no está el mal.” Orígenes dice en la Explicación del Evangelio de San Mateo (14, 16): “Es Dios quien une a dos en uno, para que no sean dos desde el día en que la mujer se une al hombre. San Pablo sabía esto muy bien cuando decía que, del mismo modo que la vida casta es gracia de Dios, también el matrimonio contraído según la palabra de Dios es gracia.” San Cirilo de Jerusalén explica en la Catequesis 12 a los catecúmenos (sec. XXVI): “Nada impuro hay en la figura del hombre, a no ser que se manche con adulterio y lujuria; pues quien formó a Adán formó también a Eva. Por las manos divinas fueron formados el varón y la mujer. Ninguno de los miembros del cuerpo era impuro al ser creado. Enmudezcan los herejes que acusan a los cuerpos y al Creador.” Gregorio de Nisa (Magna Catequesis, cap. 28) dice: “El orden de la naturaleza, dispuesto así por la ley y voluntad de Dios, está sobre todo reproche de pecaminosidad; la acusación contra la naturaleza recaería sobre el mismo Creador si se quisiera tachar en ella algo como ignominioso y malo en sí… Todo el orden de los miembros, que trabajan en el cuerpo humano, sirve a su finalidad, que es la conservación de la vida humana. Los demás miembros conservan en la actualidad la vida del hombre, en cuanto que unos obran en esta dirección y otros en aquella, para posibilitar a los sentidos su función y para producir la capacidad humana de trabajo; a los miembros de la procreación compete, en cambio, el cuidado del futuro, en cuanto que siempre dan al género humano nuevas generaciones. ¿Qué miembros de los tenidos por honrosos se anteponen a éstos desde el punto de vista de la utilidad? Pues nuestro género no se continúa por los ojos, oídos o lengua o por cualquier otro sentido, sino que la inmortalidad se da a la humanidad por medio de aquéllos, de manera que la muerte, aunque trabaja inacabablemente contra nosotros, no tiene en cierto modo ningún éxito, porque nuestra naturaleza siempre sustituye las bajas padecidas.”

San Agustín, en su Explicación del Evangelio de San Juan, dice: “Al aceptar el Señor la invitación a la boda, quiso con ello dar mayor fuerza y confirmar de nuevo que el matrimonio es obra suya. Vendrían más tarde gentes que, como profetizó el Apóstol, prohibirían contraer nupcias, diciendo que el matrimonio es obra mala, hechura diabólica. Sin embargo, el mismo Señor enseñó en el Evangelio, al ser preguntado si era lícito al hombre repudiar por cualquier razón a su mujer, que no lo era, salvo en caso de fornicación. En esta respuesta les dice además—os acordaréis vosotros de ello—: lo que Dios unió, no lo separe el hombre. Quien esté bien adoctrinado en la fe católica sabrá que Dios instituyó el matrimonio y que la unión procede de Dios, mientras que el divorcio tiene su origen en el demonio…

Otros hay que han prometido a Dios virginidad, que no se casan; si bien es mayor su rango de honor y santidad dentro de la Iglesia, pertenecen también al desposorio de la Iglesia, en que Cristo es el Esposo. Por esto el Señor aceptó la invitación a la boda para que la castidad matrimonial quedara confirmada y evidenciada la realidad del sacramento del matrimonio; pues el esposo representa en aquella boda la persona del Señor, a quien se le dijo: Guardaste el buen vino hasta ahora. Cristo nos reservó hasta el final su buen vino, que es el Evangelio.” En su tratado De fide et operibus (cap. 7, 10), nos enseña el santo Doctor de la Iglesia que además de un vínculo matrimonial natural existe en la Iglesia un sacramento santo del matrimonio.

San Juan Crisóstomo previene contra todos los desórdenes del divorcio. Las razones que da son entre otras las siguientes (Explicación de la Epístola a los Colosenses, 12, 6): “¿Tendré que explicar en qué sentido el matrimonio es también un misterio de la Iglesia? Cómo Cristo vino a la Iglesia, cómo ella desciende de Él, cómo Él se unió con ella en desposorios espirituales… Al mencionar todo esto no se desprecia este sublime misterio. El matrimonio es una imagen de la presencia de Cristo.” San Ambrosio explica que el diablo puede tender una trampa al hombre con la misma piedad (Explicación al Evangelio de San Lucas 4, 10: “Él (el diablo) ve a un hombre irreprochable, de intacta pureza; entonces le insinúa que debe considerar el matrimonio como algo reprochable. La consecuencia es que se aparta de la Iglesia y en su celo por la virginidad es separado de su amor virginal.” San Cirilo de Alejandría escribe (Explicación del Evangelio de San Juan, lib. 2, cap. 1): “Entonces se celebró una boda—naturalmente con todo decoro—, y fue la Madre del Salvador y Él mismo fue invitado y acudió con sus discípulos, más para hacer un milagro que para comer, pero también para santificar los principios del origen carnal del hombre. Pues Él, que quería recrear la naturaleza humana y situarla en un estado mejor, repartió su bendición no sólo a los suyos, que ya habían sido llamados a la existencia; más bien debía allanar los caminos de la gracia a los que habían de nacer más tarde y santificar su entrada en la existencia.”

Teodoreto de Ciro explica en su Compendio de herejías (5, 25; PG 83, 536-537): “Me parece que vale la pena hablar sobre las leyes del matrimonio y condenar la insolencia de quienes le impugnan. Ya la diferencia de los sexos demuestra suficientemente el sentido de su creación. Pues por eso el creador de todo creó una mujer y le llamó ayuda. Pues Él dijo: démosle una ayuda a Adán semejante a él. Y no sólo la creó, sino que la unió al varón. Él mismo la condujo hasta el varón, del mismo modo que hoy se hace; Él mismo fue padrino y como regalo de boda dio esta bendición al matrimonio: “creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominad sobre ella” (Gen. 1, 28). Esta es la bendición que el género humano recibió al principio del creador de todo. Y mucho tiempo después, cuando hizo caer sobre la tierra el desolador diluvio, mandó entrar en el arca no sólo a varones, sino también a mujeres en el mismo número que los hombres, y cuando se terminó el castigo, renovó la bendición primera… Y a quien no le convenza la ley del AT se le enseña lo mismo en el Nuevo. Pues también en él se ensalza el matrimonio… El Señor mismo no sólo no prohibió el matrimonio, sino que fue huésped de una boda. Y como regalo de boda llevó vino, que no había crecido en las viñas. Corroboró de tal manera la ley del matrimonio, que prohibió el divorcio, aún en caso de que uno quiera separarse por fornicación.” San León Magno escribe a Rústico (Carta 167, 4): “La comunidad matrimonial fue instituida desde el principio del mundo de modo que además de la unión de los sexos, incluye y contiene el misterio de Cristo y la Iglesia. Por esto no hay duda de que no es legítima la mujer en la que no se ha cumplido el misterio matrimonial.” San Máximo de Turín dice (Sermón 23): “El Señor acepta, según leemos, la invitación a la boda. El Hijo de la Virgen se digna acudir para adoctrinarlos. En este ejemplo debemos reconocer que Él es el autor del matrimonio legal. El Hijo de Dios va, pues, a la boda para santificar con la bendición de su presencia lo que ya desde antiguo había instituido su poder.”

4. Primariamente es sacramental el contrato matrimonial. El sacramento del matrimonio se realiza en el proceso en que varón y mujer se dicen “sí” recíprocamente. Pero toda la vida matrimonial está introducida en el espacio sacramental. Como en la Eucaristía puede hablarse en el matrimonio de un sacramentum in fieri y de un sacramentum in esse. El matrimonio “es un sacramento semejante a la Eucaristía, que es sacramento no sólo en acto, sino en estado. Pues mientras vivan los esposos, su comunidad es un signo misterioso de la gracia de Cristo y de la Iglesia” (Encíclica Casti Connubii). Hablaremos más concretamente sobre esto al explicar la significación salvadora del sacramento del matrimonio.

Si Cristo introdujo el matrimonio en el ámbito sacramental, todo matrimonio entre bautizados es sacramento. Dos bautizados no pueden contraer matrimonio sin recibir un sacramento. Cfr. G. Rei dick, Die hierarchische Struktur der Ehe, en “Münchener Theol. Studien, III: Kanonistische Abt.” 3 (1953).

§ 288. Fin del sacramento del matrimonio

No es, pues, sorprendente, sino natural y evidente, que los resultados nuevos de la ciencia mundana planteen problemas nuevos a la teología. Ni la revelación ni el saber de ella están incondicionalmente unidos para bien y para mal a las eventuales teorías de la ciencia positiva. Por muy íntimamente que esté unida la teología a ella, la ciencia teológica es anterior y puede subsistir sin ella. Puede ocurrir que la teología, en sus intentos de penetrar la revelación para explicarla, se complete o transforme a consecuencia de los conocimientos progresivos de las ciencias mundanas (así, por ejemplo, la transformación de la dirección agustiniana en aristotélica durante el siglo XIII). Tales cambios no afectan a la revelación, sino sólo a los esfuerzos de los teólogos por penetrar un poco más en ella con ayuda de los conocimientos humanos (cfr. § 1).

Por lo que respecta a la cuestión de la esencia del matrimonio, Santo Tomás de Aquino, partiendo de la antropología y filosofía natural de Aristóteles, dio una solución que ha tenido importancia decisiva y normativa hasta hoy en lo esencial, aunque no en todos los detalles. El punto de partida de Santo Tomás es la gran idea del orden y finalidad del mundo. Lo individual está al servicio de la totalidad; existe para ella. Todas las plantas y animales están al servicio de la conservación de la especie. La significación esencial de un árbol es la conservación y propagación de la especie-árbol representada por él. Tal ley domina también al ser natural del hombre. Su tarea primera y la razón propia de su existencia en el ámbito de lo natural es la conservación del género humano, el perfeccionamiento de la humanidad. El matrimonio está al servicio de esta tarea. El sentido y fin propios del matrimonio es, por tanto, la procreación de descendencia. La diversidad sexual de varón y mujer existe primariamente para que pueda ser asegurada la propagación del género humano. Santo Tomás da expresión decisiva a esta opinión cuando escribe; “Como una pluralidad de hombres se reúnen en una empresa guerrera común o en un negocio común, por eso uno respecto del otro se llama comilitante o compañero de negocio. Por tanto, como mediante el matrimonio se unen determinadas personas en un principio de actividad y en unidad de vida familiar para procrear y educar a la prole, está claro que en el matrimonio se da una unión en virtud de la cual se habla de marido y mujer. El matrimonio, por tanto, es tal unión por estar destinado a un fin determinado. Y la unión de los cuerpos y de los espíritus es consecuencia primaria del matrimonio” (Suplemento, q. 44, art. 1). Santo Tomás ve el sentido de la creación de la mujer sólo en la ayuda prestada para la procreación. “Era necesaria que fuera creada una mujer para el hombre, como dice la Escritura. Por lo demás, no para ayuda en cualquier obra, como algunos han dicho. Pues en esa obra cualquiera, el varón puede ser ayudado mejor por otro varón que por una mujer. Más bien para ayuda en la procreación” (Suma Teológica, q. 92, art. 1).

En la procreación de la prole, según esta teoría, la mujer no presta más que materia puramente pasiva, capaz de forma y necesitada de conformación. La formación de la materia en ser viviente ocurre gracias a las fuerzas varoniles que producen la forma que da ser a la materia. Sólo el varón participa activamente en la procreación de una vida nueva, no la mujer. La unión sexual sirve sólo para ofrecer ocasión al hombre de conformar en el cuerpo de la mujer la materia informe en ser vivo. Tal teoría está basada en la doctrina aristotélica de la materia y la forma. La educación de los hijos engendrados por los padres exige la convivencia de padre y madre por tanto tiempo que sólo puede ser lograda por la verdadera unidad del matrimonio. Pero como tal cooperación sólo puede ser fructífera si se hace unánimemente y de acuerdo, es necesario que los esposos se traten con respeto y comprensión. De la comunidad en la alegría y en el dolor puede nacer el amor y la amistad. Esta no es sólo necesaria para la procreación y educación de los hijos, sino que es una recíproca ayuda para los esposos en las dificultades y necesidades de la vida. La esencia del matrimonio se entiende en esta teoría desde el punto de vista de la descendencia.

La teoría esbozada por Aristóteles y configurada por Santo Tomás, defendida hasta hoy con algunas variaciones, da una idea grandiosa del orden y finalidad del cosmos. San Agustín la completa con la idea de que la procreación justifica el ejercicio de la tendencia sexual, inclinada al desenfreno a consecuencia del pecado original; mediante esa ordenación el instinto sexual se pone al servicio de la totalidad; así se sana y se doma su inclinación al desenfreno. El matrimonio es, por tanto, un remedio de la concupiscencia, ya que liga el instinto vacilante a un orden fijo. El sacramento concede la gracia necesaria para el recto ejercicio de las fuerzas procreadoras.

2. Contra ciertos detalles de esta explicación—admitida en conjunto—, objetan algunos teólogos, basándose en resultados de las ciencias naturales y en consideraciones filosóficas y teológicas, que no tienen en cuenta todos los problemas del matrimonio.

En primer lugar es, según ellos, es un error decir que sólo el varón es quien propaga la vida [1], mientras que la mujer no hace más que recibirla; es indudable que la mujer contribuye tanto como el hombre en el nacimiento de una vida nueva, aunque su contribución sea distinta de la del varón. Los padres prestan para el nacimiento del niño elementos vivos, formados y de igual valor, que no se relacionan entre sí como la materia y forma aristotélicas. Varón y mujer son dos principios de la procreación reunidos en unidad. La cópula corporal sirve para ayudar la unión y encuentro de las células germinales masculinas y femeninas. El matrimonio se ordena, por tanto, inmediatamente a la cópula corporal. La procreación de prole es un efecto resultante de la cópula bajo circunstancias incalculables, natural y, por tanto, determinado por Dios mismo. Tal teoría pasa por alto además, según ellos, el hecho de que las diferencias entre varón y mujer no son sólo corporales, sino que afectan al ser completo y que, por tanto, varón y mujer están ordenados a completarse en todo su ser, incluso en el aspecto espiritual; el matrimonio es de máxima importancia no sólo para la especie humana, sino para las personas unidas en él. Parece sobre todo una infravaloración de la dignidad personal de la mujer el considerarla como pura ayuda para la procreación de los hijos.

Según los citados teólogos, no sería tampoco comprensible el sentido del matrimonio en los casos de matrimonio estéril o celibatario. Esta dificultad no se resuelve diciendo que en tales casos los esposos hacen lo que les corresponde dejando el efecto en manos de la naturaleza o de Dios; tan pronto como los esposos se dan cuenta de su esterilidad, su acción carecería de sentido, si su sentido exclusivo fuera la procreación. Si no quiere verse en tales casos un matrimonio sin sentido, habría que buscarle otro fin. San Agustín dice en su escrito sobre El bien del matrimonio (3, 3); “Merece plantearse el problema de en qué está este bien (del matrimonio). A mí me parece que no consiste sólo en la generación de los hijos, sino también en la comunidad natural de los sexos. De otra manera no podría hablarse de matrimonio entre ancianos, especialmente si han perdido sus hijos o no pueden tenerlos.”

Tampoco la indisolubilidad y unidad del matrimonio pueden demostrarse perfectamente por el fin de la procreación. Tanto el cuidado material de los hijos como su educación podrían ser aseguradas en no pocos casos mejor por otros modos que por la convivencia vitalicia de los padres. “Por muy conveniente… que desde el punto de vista del cuidado de los hijos parezca la regla del matrimonio y convivencia de los padres hasta la muerte de uno de los cónyuges, en vista de la enorme complicación de la vida, es difícil demostrar, a partir de este cuidado de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio, que se hurta a toda autoridad humana y es además válida, independientemente de si el matrimonio ha sido bendecido con hijos o no” (Doms, Vom Sinn und Zweck der Ehe, 68).

Parece sobre todo que tal teoría no salva del todo la dignidad personal de los cónyuges. Puesto que las facultades sexuales del hombre están determinadas desde dentro y como la ordenación mutua de varón y mujer tiene, por tanto, una fuerza formadora proveniente de la más honda intimidad, el ejercicio de tales facultades sexuales debe tener primariamente un sentido personal e íntimo. Sería incomprensible que el hombre no fuera primariamente más que un medio de la naturaleza en la prosecución de fines extrapersonales justamente en el acto realizado con más intensidad vivencial. Tal opinión parece igualar demasiado al hombre con las demás cosas del cosmos.

Finalmente, dentro de esta teoría, la sacramentalidad del matrimonio se reduciría a una gracia auxiliar, quedando oscura la significación primordial de su sacramentalidad, que es la semejanza a Cristo. Tales objeciones demuestran, según los teólogos mencionados, que la teoría antes expuesta necesita ser completada y ampliada. Y puede completarse tomando como punto de partida no la finalidad del matrimonio, sino su ser, no lo que debe conseguirse en la comunidad fundada en la diversidad de los sexos, sino lo que es esa comunidad: es la relación de dos personas de distinto sexo, condicionada por las diferencias entre varón y mujer, y por su ordenación recíproca e introducida en el ámbito sacramental para complemento, perfección y ayuda recíprocas en perfecta, indivisible e indisoluble comunidad de vida (Doms). Esta definición esencial del matrimonio puede invocar a su favor la Escritura, según Gen. 1, 27, Dios creó el hombre y le creó varón y mujer. Varón y mujer juntos forman la plenitud de lo humano; en su unión está representada la totalidad de lo humano; su comunidad tiene, por tanto, sentido y valor en sí misma; es imagen de la unidad de todo ser y de todo valor en Dios e imitación de la unidad de Cristo y la Iglesia. Por lo que respecta al primer punto, Dios es la unidad en la plenitud; en eso se distingue de las criaturas en las que siempre existe la especialización, diversidad y pluralidad; tal propiedad se funda en que las criaturas no son capaces de soportar y realizar la plenitud de todas las perfecciones. Ser y valor están en la creación repartidos en muchas cosas. En Dios está resumida como en un punto la plenitud de ser y valor. La unidad plena tiene, pues, sentido y significación en sí mismo. La unidad dual de varón y mujer tiene su derecho en sí misma; ese tener sentido es propio de todo matrimonio. El matrimonio sacramental es además imagen de la unidad de Cristo y de la Iglesia. Esta unidad está en el centro de todas las ideas creadoras divinas; la voluntad salvífica de Dios tiende a unir el mundo a Sí por medio de Cristo. Este fin se logra en la comunidad matrimonial de Cristo con la Iglesia; y así toda imagen llena de su realidad tiene sentido y valor propios. El hecho de que Cristo, siempre que habla del matrimonio subraye y acentúe la unidad, demuestra que la unificación (Einswerden) es el momento esencial del matrimonio. “Acabados estos discursos, se alejó Jesús de Galilea y vino a los términos de Judea, al otro lado del Jordán. Le siguieron numerosas muchedumbres, y allí los curaba. Se le acercaron unos fariseos con propósito de tentarle, y le preguntaron: ¿Es lícito repudiar a la mujer por cualquier causa? El respondió: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y mujer? Y dijo: Por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió, no lo separe el hombre. Ellos le replicaron: Entonces, ¿cómo es que Moisés ordenó dar libelo de divorcio al repudiar? Díjoles Él: Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera. Dijéronle los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse. Él les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt. 19, 1-12). Es, pues, esencial al matrimonio la unidad indisoluble, instituida por Dios mismo y que está más allá de todos los proyectos y decisiones del hombre.

La unidad implica el intercambio de vida entre los cónyuges. El matrimonio es la comunidad más perfecta de vida de todas las posibles para el hombre; sólo entre varón y mujer puede realizarse esa intimidad y fuerza. Al entregarse uno al otro tal comunidad sirve al perfeccionamiento y complemento de los cónyuges. Presupuesto de la unidad realizada en la relación yo-tú de los cónyuges es el amor. Da ocasión y configuración a la unidad corporal y espiritual y al intercambio corporal y espiritual. A su vez es coronado y sellado en ese proceso. La unidad e intercambio de vida son distintos de él; son contenidos del ser, no procesos vivenciales, aunque lleguen hasta las vivencias de los cónyuges.

En nuestra cuestión tiene también importancia el hecho de que los cónyuges en sus relaciones se buscan inmediatamente a sí mismos y no a los hijos. No están el uno junto al otro para mirar codo con codo hacia el futuro, sino que están ahí frente a frente, los ojos en los ojos, para hundirse y ahogarse el uno en el otro. Lo que la Escritura testifica como momento esencial y se demuestra por las investigaciones de las ciencias naturales, está confirmado por la conciencia de los esposos.

Dichos teólogos añaden que la unidad mentada y el consecuente intercambio de vida es un encuentro personal; parte de la persona y se dirige a la persona. Los cónyuges se entregan recíprocamente a sí mismos, no algo de ellos. El amor matrimonial se distingue de todos los demás encuentros—incluso de los demás encuentros entre hombre y mujer—en que la diversidad de los sexos está incluida expresamente en él y el hombre y mujer se buscan mutuamente en cuanto hombre y en cuanto mujer. Pero no es eso sólo lo que se busca y desea; el yo tiende al tú del otro; el carácter sexual del tú es objeto concomitante de esa tendencia. La unidad se cumple en la cópula corporal que no es sólo símbolo de la unidad perfecta, sino que es también su expresión e instrumento; en ellas se encarna el amor. El cuerpo es siempre instrumento del encuentro. Pero la unión dentro del matrimonio se distingue de todas las demás relaciones corporales entre yo y tú por su profundidad, pues llega hasta las mismas raíces de la persona y por su fuerza y poderío, ya que abarca a todo el ser humano. Sería un desprecio de lo corporal, próximo al maniqueísmo, creer que el “puro” amor renuncia en el matrimonio a las relaciones corporales.

No puede demostrarse con el ejemplo de José y María, que la comunidad corporal no pertenezca esencialmente al matrimonio, ya que tal matrimonio representa un suceso único y característico, obrado por intervención inmediata de Dios, con vistas a una determinada misión en la Historia Sagrada; por tanto, no puede ser la norma para determinar la esencia del matrimonio. Al matrimonio celibatario, en el que los cónyuges renuncian a la comunidad corporal, les falta la última plenitud.

Cuando Cristo habla del matrimonio alude justamente a ese hacerse uno (Einswerden) de los cónyuges que ocurre en la realidad corporal. La comunidad corporal no es ninguna concesión a la debilidad humana o una consecuencia del pecado, sino la expresión natural de la unidad perfecta entre hombre y mujer. Por otra parte, la comunidad matrimonial es un encuentro personal, y en ella el yo se entrega al tú y el tú acepta la entrega del yo; sería un envilecimiento el hecho de que la comunidad corporal no fuera buscada como expresión y medio de la comunidad anímico-espiritual; en otro caso sería sólo deseado el cuerpo del tú y poseído como un objeto, como una cosa ordenada al aumento hedonístico del propio sentimiento vital; el hombre sería usado como una cosa, en vez de ser respetado como una persona; sería rebajado a la categoría de instrumento y medio del instinto, en vez de ser el instinto el instrumento de la unión personal.

El orden, en que lo personal tiene el primer lugar y lo corporal está puesto a su servicio, sólo puede mantenerse y justificarse cuando el hombre y la mujer se encuentran con recíproco pudor y respeto, por tanto, cuando no se ve en sus relaciones una carta franca para la condescendencia desenfrenada con todo deseo camal. La comunidad de los cuerpos es la coronación y sello de la unión personal; no está, pues, al principio, sino al fin. La rebelión contra ese orden causa íntimas contradicciones en el hombre porque subordina lo personal al instinto; conduce a una escisión y doblez en vez de a una comunidad más profunda, porque contradice el sentido íntimo de la unión entre varón y mujer. Los esposos deben esforzarse toda su vida en que su amor conserve y mantenga el respeto. Lacordaire dice: “Cuando digo a un hombre te respeto, te admiro, te venero, ¿no puedo decirle ya nada más alto y digno? ¿He agotado las palabras del lenguaje humano? No; todavía tengo algo que decir, una palabra única, la última de todas. Puedo decirle: te quiero. Miles de palabras la preceden, pero tras de ella ya no hay ninguna en ningún idioma y cuando una vez ha sido pronunciada y dicha, no queda ya más que repetirla.” El amor sólo puede librar de la muerte cuando en su palabra sigue viva todavía la palabra del respeto. Sólo cuando se respeta la personalidad puede el amor entablar un diálogo entre el yo y el tú. Cuando el hombre desprecia la dignidad del tú cayendo en la desmedida necesidad del amor, falta el oyente personal para el diálogo; el amor se convierte en una forma refinada de egoísmo. Los esposos son recíprocamente responsables de guardarse el uno al otro de la caída, de soportar el dolor que existe en la lejanía exigida por el amor respetuoso.

3. Por muy ciertas y significativas que sean algunas de las consideraciones citadas—como las hechas sobre la dignidad de la mujer, sobre su papel activo en la comunidad de los cuerpos, sobre el carácter de imagen del matrimonio sacramental o sobre el carácter personal del encuentro matrimonial—no obligan de ninguna manera a concluir que el fin primario del matrimonio sea la unidad de los cónyuges y no el hijo. La Iglesia ha rechazado tal conclusión.

El 1 de abril de 1944 apareció un Decreto del Santo Oficio (Acta Apostolicae Sedis 36 (1944), 103) sobre el fin del matrimonio. En él se dice que la teoría que afirma que el fin primario del matrimonio no es la procreación de hijos y su educación o que la perfección personal de los cónyuges, fomentada y conseguida mediante la entrega personal y anímica—es decir, “el fin secundario del matrimonio”—, no se subordina esencialmente a la procreación de hijos y educación de ellos, sino que es un fin coordinado o independiente, no puede ser tolerada. El 22 de junio de 1944, con motivo de un proceso matrimonial, había declarado la Rota que la opinión de que el fin primario del matrimonio es la perfección personal de los cónyuges debía ser rechazada. Esta explicación había sido hecha por expreso deseo del Papa y tenía, por tanto, una especial importancia. Sin embargo, es compatible con la declaración de la Rota la opinión de que la entrega matrimonial no sirve sólo a la procreación de descendencia, sino que además es expresión esencial del amor matrimonial. La Rota apunta incluso que el amor tiene una relativa independencia, porque puede realizarse en los matrimonios estériles (Acta Apostolicae Sedis 36 (1944), 179-200).

Para entender estas definiciones es importante distinguir el fin objetivo del matrimonio y las intenciones personales (finis operis y finis operantis). Por regla general es el deseo de una comunidad corporal y anímica de vida lo que inclina a los esposos uno hacia el otro (cfr. Gen. 2, 23; Mt. 19, 4; Ef. 5, 25-33). En la intención (Zielsetzung) personal el hijo está por regla general en segundo término, pero en el orden objetivo está en primer lugar.

El planteamiento de los teólogos citados puede ser seguido convenientemente en la doctrina tradicional de la Iglesia, renovada y asegurada últimamente. El matrimonio tiene una significación inmanente, ya que realiza el encuentro y unión de dos seres dotados de dignidad personal con la máxima intensidad, simbolizando la unión entre Cristo y la Iglesia; pero ese hecho no descansa en sí mismo, sino que se trasciende en el hijo y tiende a él. Esta trascendencia no es una propiedad que se pegue al hecho como algo nuevo y extraño, sino que más bien le da su sentido último y definitivo. Como la meta trascendente a que tiende un acontecer se llama fin, el fin primario, inmediato y principal del matrimonio es el hijo. Esta relación es tan estrecha e indisoluble, que si fuera destruida carecería de sentido la cópula carnal, ya que sería violada justamente la significación inmanente de la unión camal, que es la máxima unidad dentro de la dignidad personal. Viceversa, la descendencia es la expresión y sello de la más profunda unidad entre hombre y mujer.

La Encíclica Casti Connubii tuvo en cuenta las explicaciones de la esencia del matrimonio al decir: “Esta formación interior y recíproca de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido, muy verdadero, como enseña el catecismo romano, la causa y razón primera del matrimonio, si es que el matrimonio no se toma estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio, como comunión, costumbre y sociedad de toda la vida.” La cuestión 15 del catecismo romano dice: “Cristo, el Señor, quiso instituir una clara imagen de la profunda unión entre Él y la Iglesia y de su amor infinito a nosotros y expresó ese sublime misterio, sobre todo en la unión santificada de hombre y mujer. Puede deducirse cuán extraordinariamente conveniente era esa institución del hecho de que ningún lazo humano une al hombre más estrechamente que el vínculo matrimonial, porque hombre y mujer están recíprocamente vinculados por el amor e inclinación más íntimos.”

Por tanto, aunque la unidad corporal anímica y espiritual de los cónyuges puede ser llamada también valor inmanente del matrimonio, la prole es, sin embargo, el efecto esencial del íntimo intercambio de vida entre hombre y mujer. Cuando hombre y mujer realizan la última unión que les es posible en razón de su diferencia y mutua ordenación del modo previamente dado en su mismo ser, es decir, del modo en último término previsto por Dios, esta su unión es sellada con el fruto de su intercambio de vida a consecuencia de las leyes naturales determinadas por Dios, si cumple los presupuestos para ello necesarios dentro del ritmo de la naturaleza, presupuestos no bien conocidos todavía. Impedir el proceso cuyo ser y efectos ha determinado Dios, sería una rebelión contra Él; sería además una mecanización del amor que caería en el peligro de no ser un encuentro personal, sino un aprovechamiento de un objeto. Eso sería la muerte de la dignidad personal, que a veces llega a ser muerte corporal.

La fecundidad del matrimonio es natural a su propiedad de ser imagen de la unidad entre Cristo y la Iglesia; esta unidad es fecunda y fructífera en cuanto que de ella nacen continuamente nuevos hijos de Dios (por medio de los Sacramentos).

El hijo es, por tanto, el fin esencial de la comunidad matrimonial. La procreación de prole es el fin primario e ineludible del matrimonio.

Cfr. H. Doms, Vom Sinn und Zweck der Ehe, 1935; H. Krempel, Die Zweckfrage der Ehe in neuer Beleuchtung, 1941; A. Lanza, De fine primario matrimonii, en “Apollinaris” 13 (1940), 57-83, 218-264; 14 (1941), 12-39; K. Hoffmann, Die objektiven Ehezwecke nach dem Kirchenrecht, en “Theol. Quartalschrift” 127 (1947), 337-350. J. Fuchs, Die Ehezwecklehre des heiligen Thomas von Aquin, en “Theol. Quartalschrift” 128 (1948), 398-426.

§ 289. Signo externo del sacramento del matrimonio

El magisterio eclesiástico no ha definido cuál es el signo visible del sacramento del matrimonio.

Sin embargo, puede conocerse con seguridad a través de la esencia del matrimonio cristiano. El matrimonio cristiano es, según hemos dicho, la imagen salvadora de la relación de Cristo, como Cabeza a la Iglesia en cuanto cuerpo suyo. Esta relación significa una autovinculación de Cristo a la Iglesia y una vinculación a Cristo que la Iglesia admite obedeciendo. El matrimonio está, pues, caracterizado por un vínculo, a saber: por el vínculo recíproco de personas de distinto sexo para una comunidad de sexos. Tal vínculo es ontológico: traspasa las esferas ética y psicológica. El deber por amor y fidelidad humanos resultan del vínculo esencial. Para el matrimonio es, por tanto, esencial el vínculo que une a los esposos. Más concretamente: consiste en el derecho y deber de comunidad matrimonial de vida y de cuerpos; es decir, el vínculo matrimonial es de naturaleza jurídica. La naturaleza jurídica del matrimonio significa que hombre y mujer se pertenecen en el matrimonio exclusiva e irrevocablemente, y que se han entregado recíprocamente la independencia que compete al hombre en cuanto ser personal (I Cor. 7, 4). El derecho que tienen los cónyuges de disponer el uno del otro no es un poder sobre una cosa; ya que el derecho que tiene un cónyuge sobre otro en el matrimonio implica el poder exigir al otro la comunidad carnal: al derecho del uno corresponde el deber del otro.

Como el matrimonio es un estado jurídico se celebra mediante un proceso jurídico, mediante un contrato gracias al cual se funda el matrimonio en cuanto estado jurídico. El carácter de contrato que tiene la celebración del matrimonio no impide su carácter de unión de amor, ya que es justamente el amor lo que impulsa a los cónyuges a querer pertenecer el uno al otro y no a sí mismos para siempre y exclusivamente. Este mutuo estar-dispuesto es sellado por el contrato en el que se revela la seriedad y fuerza de su amor. Esta relación entre contrato y amor demuestra también que el contraer matrimonio es un contrato especial; el llamarlo contrato no es más que una analogía. La diferencia capital entre él y los demás contratos está en que el contrato matrimonial no da derecho sobre una cosa, sino sobre una persona y en que el estado jurídico fundado en él sigue existiendo independiente de la voluntad de los contrayentes.

Es opinión casi unánime de los teólogos que el signo externo del matrimonio es el intercambio de la recíproca voluntad de matrimonio por parte de los contrayentes (manifestación del consentimiento), es decir, el contrato matrimonial. El contrato se hace por regla general de palabra. La palabra en la que varón y mujer, conociendo la esencia del matrimonio y sus propiedades esenciales (unidad e indisolubilidad), se entregan mutuamente para siempre y exclusivamente, tiene la virtud y poder de realizar el matrimonio.

En su recíproco “sí”, hombre y mujer se entregan el uno al otro para una comunidad exclusiva de vida y cuerpos; crean así la relación yo-tú instituida por Cristo, que logra su plenitud en la unidad de los cuerpos. En el “si” recíproco, los cónyuges aceptan los deberes y conceden los derechos que implica el matrimonio; entran así en un orden santo de vida instituido por Cristo, que en sus elementos esenciales es independiente de la voluntad de los contrayentes. Es imposible que dos bautizados se entreguen mutuamente para la comunidad matrimonial sin que entren en la relación yo-tú llena de gracia que Cristo instituyó. Todo matrimonio entre bautizados es sacramental. El modo y manera de sumergir su vida en ese orden será la manifestación de su voluntad de pertenecerse mutuamente en la perfecta comunidad de vida. En este proceso se incorporan como una comunidad especial dentro del nosotros total de la Iglesia.

Respecto a la discutida cuestión de si es o no sacramental el matrimonio entre bautizados y no bautizados, hemos dicho ya lo más importante; como el bautizado es el presupuesto de la recepción de los demás sacramentos, el cónyuge no bautizado no puede recibir el matrimonio en cuanto sacramento. Por tanto, la manifestación del consentimiento no puede ser tenida como signo externo del sacramento, al menos por lo que respecta a él. Pero como la manifestación del consentimiento es un proceso único e indivisible, siempre que no sea signo sacramental respecto a una de las partes no será signo sacramental. El matrimonio entre bautizado y no bautizado parece, por tanto, no ser sacramental. Viceversa: no hay matrimonio válido entre bautizados que no sea sacramental.

Es difícil aplicar los conceptos aristotélicos de materia y forma al signo sacramental externo así explicado. La opinión más común dice que las palabras y signos en que los contrayentes se manifiestan recíprocamente su consentimiento son a la vez materia y forma del sacramento: materia, en cuanto que los cónyuges se entregan mutuamente; forma, en cuanto que reciben el don de la entrega. La mayoría de los teólogos actuales justifican esta distinción diciendo que la entrega logra plenitud y es configurada en totalidad gracias a la aceptación. Manifestación y aceptación del consentimiento se pertenecen mutuamente tan esencialmente, que en realidad no puede hacerse tal distinción. Además, la forma no podría hacer lo que hace en el signo sacramental al transformar el signo natural en signo de fe. Parece, por tanto, mucho más sensato renunciar a la aplicación de los conceptos de materia y forma en el sacramento del matrimonio.

2. Podemos determinar más exactamente el signo externo. Como el matrimonio es una imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia, la comunidad de la Iglesia es concedida desde el principio al matrimonio entre dos bautizados. Desde el principio se subrayó que el matrimonio se contrae ante la Iglesia, en la publicidad y presencia de la comunidad de la Iglesia. Según el testimonio de San Ignacio Mártir, el matrimonio debe hacerse con consentimiento del obispo y en su presencia (Carta a San Policarpo 5). Según Tertuliano, el matrimonio se contraía ante la comunidad reunida para las celebraciones eucarísticas; se celebra antes de las ofrendas. No se dice si el obispo o el sacerdote tenían que hacer algo especial (Sobre la honestidad 4; A su mujer 2, 8). Tertuliano cuenta, sin embargo, que también se hacían matrimonios sencillamente juntándose para vivir dos que estaban decididos a contraer matrimonio. Tales matrimonios “secretos” eran reconocidos también como verdaderos matrimonios. La Iglesia, a través de los siglos, fue dando leyes especiales sobre el modo de manifestar el consentimiento.

Antes del Concilio de Trento la Iglesia reconocía como contrato matrimonial cualquier manifestación de la voluntad de matrimonio. Como esta costumbre tenía innumerables inconvenientes, el Concilio trató largamente la cuestión de la verdadera y correcta celebración del matrimonio; ordenó un modo determinado de contrato matrimonial. Después de algunas variaciones, a veces importantes, el Código de Derecho Canónico determinó que el contrato matrimonial (excepto en casos especiales de necesidad) debe hacerse en presencia del párroco y de dos testigos al menos para que sea válido. El párroco tiene además la iniciativa y debe interrogar a los contrayentes sobre su voluntad de matrimonio y recibir su declaración. Tal ley vale para todos los matrimonios en que al menos una de sus partes sea católica y pertenezca al rito occidental y romano. Esto implica a la vez que los bautizados no católicos contraen entre sí matrimonio sacramental y, por tanto, indisoluble siempre que manifiesten de algún modo su voluntad de matrimonio.

Surge la cuestión de si la participación del párroco—preguntar sobre el consentimiento y recibir la manifestación del tal consentimiento—pertenece al signo externo del matrimonio. Hay que responder afirmativamente, pues sin la actividad del párroco el proceso no se realiza; es por tanto un elemento del signo externo que tiene varias partes: manifestación de la voluntad de los esposos y actividad del párroco; éste no es parte del contrato, sino cooperante en él. Su cooperación es la de la Iglesia, que es representada por el párroco.

Esta explicación del signo externo del sacramento del matrimonio nos lleva a la cuestión de si el signo externo puede ser cambiado, es decir, de si la Iglesia tiene poder sobre el signo externo. Es el mismo problema que existe respecto a los demás sacramentos, pues las investigaciones históricas sobre el dogma y la liturgia han demostrado que el signo externo de los sacramentos ha sufrido algunas variaciones. Tal hecho sólo puede justificarse, como vimos, distinguiendo entre el núcleo simbólico, instituido por Cristo, y su configuración hecha por la Iglesia. El núcleo del símbolo, la sustancia del signo que el Concilio de Trento subraya, cae fuera del poder de la Iglesia; pero la Iglesia tiene poder para ampliar y concretar este núcleo simbólico, haciendo que sólo el núcleo simbólico configurado por ella pueda ser tenido por signo eficaz para la validez del sacramento.

En el matrimonio el núcleo simbólico es el contrato; es la “sustancia” invariablemente fija del signo externo; pero la Iglesia determina cómo debe realizarse ese contrato; tiene autorización para ello porque la celebración del matrimonio es un sacramento y, por tanto, está confiada a su administración (I Cor. 4, 1). En cuanto sacramento, la celebración del matrimonio es una manifestación de la vida de la Iglesia; aunque sea recibido por unos miembros concretos del cuerpo de Dios, todo el pueblo es afectado por ese hecho. Por eso puede determinar la Iglesia cómo debe contraerse el matrimonio para que sea reconocido dentro de la comunidad del pueblo de Dios, como contrato válido, es decir, como signo sacramental.

La Iglesia puede legislar a lo largo del tiempo sobre el modo de contraer el matrimonio; puede incluso hacer variaciones y cambios, no respecto a la sustancia, claro está, sino respecto a su extensión y explicación; configura el núcleo sacramental conforme a las respectivas necesidades de la época; al hacer eso se arroga el derecho de juzgar cuáles son las necesidades de la época respectiva. La legislación de la Iglesia sobre la configuración del núcleo simbólico de los sacramentos se convierte así en uno de los elementos de su propia transformación.

La Iglesia tiene también en cuenta las necesidades de los distintos países y lugares. La forma de contraer matrimonio es distinta en la Iglesia occidental y en la Iglesia oriental. El 22 de febrero de 1949 fue publicado el nuevo Derecho Matrimonial para la Iglesia oriental por el Motu Proprio “Crebae allatae”, de Pío XII. En él se dispone lo siguiente sobre la forma de contraer matrimonio: sólo son válidos los matrimonios contraídos conforme al rito sagrado en presencia del párroco o del jerarca del lugar o de un sacerdote autorizado y en presencia de dos testigos al menos. Se entiende por rito sagrado el rito en el que el sacerdote está presente y bendice (canon 85). Según esto, pertenece también al signo externo del sacramento la bendición sacerdotal a los esposos.

Bibliografía: G. Reidick, Die hierarchische Struktur der Ehe, en “Münchener Theol. Studien, III: Kanonistische Abteilung”, 3 (1953), 134; ibid., Der Vertragsschliessungsakt als äusseres Zeichen des Ehe Sakramentes, tesis doctoral. Una exposición más completa de las disposiciones eclesiásticas puede verse en Eichmann-Mörsdorf, Lehrbuch des Kirchenrechts I, 129-161.

La solemnidad con que la Iglesia rodea la celebración del matrimonio no es necesaria para la validez del matrimonio; pero explica con claridad la significación y sentido de lo que ocurre en la celebración del matrimonio e implora la gracia y bendición de Dios para los contrayentes. La Misa de desposorios que por deseo de la Iglesia debe añadirse al intercambio del consentimiento, manifiesta la relación entre el sacramento del matrimonio y el sacrificio de Cristo. Véase la doctrina sobre los efectos del sacramento del matrimonio.

§ 290. Ministro y sujeto del matrimonio

1. El ministro principal es, como en todos los sacramentos, Cristo mismo; Él es quien administra el sacramento mediante el servicio, de quienes ponen el signo externo, que según la opinión hoy más común son los mismos contrayentes. De esto se deduce que se administran el sacramento recíprocamente, es decir: uno de los esposos se lo administra al otro; uno es mediador de la gracia respecto al otro. Según esto, los contrayentes cumplen una acción sacerdotal. Según esta opinión, el sacerdote no puede administrar el sacramento, del mismo modo que en la Iglesia occidental no puede recibirlo; participa en el matrimonio como testigo. Su testimonio tiene especial importancia, pero no puede confundirse con la administración del sacramento. La oración que hace y la bendición que da a la esposa no pertenecen a la esencia del sacramento.

Esta opinión, deducida de la determinación del signo externo, invoca a su favor el hecho de que el papa Nicolás I, en su escrito del año 866 a los búlgaros, dice que el consentimiento mutuo basta para fundar el matrimonio (D. 334). Del mismo modo se expresa Inocencio III en su Carta Quum apud sedem a Imberto, arzobispo de Arlés, de 15 de julio de 1198 (D. 404). Eugenio IV, en el Decreto para los armenios de 22 de noviembre de 1439 (D. 702), llama al consentimiento causa eficiente del matrimonio. Según el Código de Derecho Canónico, en determinadas circunstancias el matrimonio puede celebrarse sin que esté presente el sacerdote.

Contra esta teoría se levantan dos graves reparos; primero, que pasa por alto que al signo externo pertenece en la Iglesia occidental el que el sacerdote pregunte sobre el consentimiento y le reciba y en la Iglesia oriental la bendición sacerdotal a los desposados; segundo, la manifestación de la voluntad de matrimonio se divide excesivamente en dos partes, según esta teoría, mientras que en la realidad es un todo indivisible, apoyado en ambos esposos. Estas dos reflexiones demuestran que los esposos no pueden ser correctamente llamados ministros del sacramento. Por otra parte tampoco el sacerdote asistente es ministro del sacramento. Este hecho parece comprobar que la cuestión de quién es el ministro del sacramento no puede determinarse respecto del matrimonio del mismo modo que en los demás sacramentos. Parece que lo mejor es decir que los contrayentes y el sacerdote asistente en una sola acción significativa ponen la simbólica necesaria para la existencia del matrimonio. Incluso así sigue siendo cada uno de los contrayentes mediador de la gracia respecto del otro.

2. Respecto a las condiciones de la recepción lícita del matrimonio pueden consultarse la teología moral y derecho canónico (ausencia de impedimentos, recta intención, salud corporal y mental, conciencia de la responsabilidad frente a los hijos, sometimiento a las leyes biológicas de la herencia).

Como los contrayentes cumplen una acción sacerdotal recíproca cuando contraen matrimonio, todas sus relaciones mientras dure su matrimonio tienen carácter sacerdotal [2].

§ 291. Efectos del sacramento del matrimonio

I. Comunidad con Cristo

1. También aquí es válida la ley de que los sacramentos obran lo que significan y en cuanto lo significan. El signo externo es el contrato matrimonial; el que obra el vínculo indisoluble en que consiste el matrimonio. El cristiano ve en él una indicación a la relación de Cristo con la Iglesia y viceversa. El contrato matrimonial causa, por tanto, el vínculo sacramental como una imagen de la pertenencia mutua entre Cristo y la Iglesia. El vínculo matrimonial en cuanto imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia es res et sacramentum del matrimonio.

El matrimonio es, pues, primariamente una manifestación de la gloria de Cristo, una glorificación de Cristo y, por tanto, del Padre celestial. Por ese esplendor de la gloria de Dios en él, está al servicio del mismo fin que los demás sacramentos; al servicio del reino de Dios.

La causa de eso es que el matrimonio está lleno del esplendor de la gloria de Dios en la Iglesia. En el matrimonio no sólo se refleja como en un espejo el sacrificio, el intercambio de vida, el amor que une a Cristo y a la Iglesia como a Cabeza y Cuerpo, como a esposo y esposa, sino que todo eso penetra en la intimidad de la comunidad entre hombre y mujer y se manifiesta a los ojos del creyente. No sólo el hombre y la mujer son asemejados de una manera nueva a Cristo cada uno por sí, sino que su vínculo se convierte en una representación salvadora y permanente del vínculo de Cristo con la Iglesia.

2. Cada uno de los contrayentes se asemeja así de un modo nuevo a Cristo; se le asemejan bajo un punto de vista distinto del de los demás sacramentos. Gracias al sacramento del matrimonio se crea un nuevo rasgo en su semejanza a Cristo, fundada por el bautismo; se asemejan a Cristo adquiriendo por esposa a la Iglesia mediante el sacrificio de la cruz y convirtiéndose en un cuerpo con ella al enviar al Espíritu Santo. Dice Santo Tomás de Aquino: “Aunque el matrimonio no configura con la Pasión de Cristo en cuanto expiación de los pecados, configura a ella desde el punto de vista del amor, con que sufrió por la Iglesia para unirse a ella como a Esposa” (Suplemento, q. 2, art. 1, ad. 3). Los esposos participan, por tanto, de una consagración sobrenatural.

3. El nuevo modo de semejanza a Cristo concede a los esposos una situación especial dentro de la Iglesia; están llamados y autorizados a dar nuevos miembros al Cuerpo de Cristo y les ofrecen a la Iglesia, que mediante el bautismo les incorpora e injerta en sí. Los padres tienen el derecho y el deber de ayudar a sus hijos a participar en la vida de comunidad de Dios y contribuir así a la edificación del Cuerpo de Cristo. Al contraer matrimonio reciben el derecho y la misión de ejercitar de modo completamente concreto respecto a sus hijos el sacerdocio recibido en el bautismo y su participación en el reinado, magisterio y sacrificio de Cristo. Desde este punto de vista el matrimonio puede ser llamado consagración de los padres; los padres son consagrados y santificados para un estado y servicio especial dentro de la Iglesia.

4. La nueva semejanza a Cristo y el nuevo modo de estar incorporados a la Iglesia determina además una unión más íntima y profunda con Cristo y a través de Él con las tres Personas divinas. No son el hombre y la mujer en particular, sino juntos en su unidad dual, quienes son afectados por esa nueva comunidad. En cuanto unidad son más unificados por Cristo. Del matrimonio vale decir, en sentido estricto: “Os digo en verdad que si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre, que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18, 19-20). El matrimonio entre bautizados es, pues, un trozo de la Iglesia.

La nueva semejanza a Cristo no incluye sólo un nuevo rasgo de Cristo, sino que normalmente implica una luz y esplendor más fuertes de la misma semejanza a Cristo; es decir, el sacramento del matrimonio aumenta la gracia santificante (cfr. vol. V, §§ 185 y 187). Sólo está privado de esta luz y esplendor aquel a quien falta la disposición para una mayor proximidad a Dios a consecuencia de un pecado mortal; aun en ese caso se produce el nuevo rasgo de Cristo, pero permanece apagado y ciego, como las imágenes de la vidriera de una iglesia, mientras no las da el sol. La luz y esplendor nuevos que causa el matrimonio, pueden apagarse por culpa de un pecado mortal sin que por eso sea destruida la nueva semejanza a Cristo.

II. Gracia sacramental

1. La comunidad con Cristo y gracia santificante causadas por el matrimonio comportan la ordenación a una vida configurada conforme a Cristo, es decir, a una vida en que se represente, imite y realice la unidad entre Cristo y la Iglesia. Gracias a esa configuración de la vida, la glorificación objetiva de Cristo ocurrida en el matrimonio se convierte en consciente y querida. Así se pide en el introito de la Misa de desposorios: “Y ahora, Señor, haz que ellos te bendigan más y más.” La ordenación a la vida configurada conforme a Cristo implica también las gracias actuales necesarias para ella.

2. En la vida y conducta correspondientes a la comunidad matrimonial captan los cónyuges el sentido objetivo del matrimonio, y así sirven voluntariamente al fin objetivo y definitivo del matrimonio: fomentar el reino de Dios. Al estar unidos a Cristo más íntimamente en su unidad dual y ser asemejados de un modo nuevo a Cristo, los cónyuges penetran en una profundidad y fuerza que supera en mucho la unidad del matrimonio natural. La razón y fundamento de su unidad es Cristo mismo. La consagración concedida a su unión les rodea como un vínculo y lazo indisoluble y les ata durante toda la vida. “Porque, —como enseña San Agustín—, así como por el bautismo y el orden es el hombre diputado y ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituido del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud del carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo santo doctor; aún después que se hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, “del mismo modo que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración recibiera” (Casti Connubii, D. 2238).

3. Aunque el matrimonio entre bautizados esté al servicio de la gloria de Dios, no pierde ninguno de sus valores naturales, sino que conservan su fuerza e importancia, su obligatoriedad y su capacidad de felicidad; sólo se les aumenta y añade una profundidad nueva y nueva riqueza; se convierten en cáliz y vaso de la vida de Cristo. La vida eterna e imperecedera se configura en las formas naturales finitas y pasajeras, sometidas a la ley de la muerte. Toda la vida matrimonial es incorporada al ámbito de la gloria de Cristo y viceversa es a su vez ámbito y espacio para la vida de Cristo. Cada uno de los esposos se convierte así en mediador de la gracia para el otro no sólo en el momento de contraer matrimonio, sino a lo largo de toda la vida. No hay nada que les acerque entre sí, sin que a la vez no les una más íntimamente a Cristo y nada hay que acerque a uno de ellos más a Cristo sin que a la vez no le acerque más al otro (E. Walter, Die Herrlichkeit der christlichen Ehe, 1939). En la oración de uno de ellos aparece también el otro en cierto modo ante el Padre; allí se destaca la mutua responsabilidad que hombre y mujer tienen el uno por el otro; cada uno de ellos es una misión y una tarea para el otro; mientras no renuncien a ello, cada uno es para el otro una ayuda para conseguir el cielo; para este fin están bendecidos y consagrados. Pues si en caso de matrimonio entre no cristiano y cristiano, aquél es santificado por éste, con más razón en caso de matrimonio entre cristianos la oración, la fe y el amor de uno santificará a otro (I Cor. 7, 14). Aunque los esposos no piensen conscientemente en ello, su amor recíproco está configurado por el amor de Cristo; de Él sale y a Él vuelve. Toda relación de amor, respeto, sacrificio, dulzura y paciencia entre los esposos es aceptada, perfeccionada y sellada por Cristo, de modo que lleve los rasgos de su amor a la Iglesia. En el amor recíproco de los esposos es Cristo quien ama, aunque ellos no se den cuenta; su amor es una voz del amor de Cristo a la Iglesia y en definitiva el eco del amor con que el Padre envió a su hijo al mundo y con que el Padre y el Hijo engendran y envían al Espíritu Santo (cfr. § 187). Todo lo que el poeta canta de la magnificencia y felicidad del amor entre hombre y mujer no llega a la realidad de lo que implica la unión de dos bautizados; la dicha de los esposos es una oleada que viene de la profundidad en que el amor y bienaventuranza de Dios traspasa la comunidad matrimonial.

4. El sacramento del matrimonio santifica también y convierte en instrumento de la gracia la unión corporal-anímica-espiritual de los esposos. Si el matrimonio es una imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, la forma suprema de esa imagen y semejanza debe verse en la unidad corporal de hombre y mujer, en su convertirse en una sola carne. Veámoslo más claramente. La Iglesia es llamada en la Escritura unas veces esposa y otras cuerpo de Cristo. Ambas denominaciones están estrechamente relacionadas; la Iglesia fue fundada por Cristo al encarnarse y edificada a lo largo de su vida; pero la comunidad de discípulos fieles que el Señor deja tras de sí al morir fue configurada por Cristo resucitado y glorificado el día de Pentecostés, enviando el Espíritu de su propia vida. La Iglesia esperaba como una esposa a que el Señor se le entregara y le infundiera sus fuerzas vitales; en ese proceso se hace un solo cuerpo con Él. Y así en el matrimonio no consumado puede verse un símbolo de la unidad entre Cristo y la Iglesia antes de Pentecostés, y en el matrimonio consumado por la comunidad de los cuerpos una imagen de la unidad que vincula a Cristo y a la Iglesia desde Pentecostés. La unión carnal realizada con sentido no implica, por tanto, nada que ofenda a Dios, sino que es un signo eficaz de gracia; en ella se forma mucho más que la pura vida terrestre perecedera; bajo formas terrestres ocurre un intercambio y aumento de la vida cristiana.

La fe en la comunidad con Cristo obrada en el matrimonio anima a los esposos al riesgo que existe siempre en la entrega total de un hombre a otro. Al hombre que se entrega a otro puede acosarle la angustia de si el tú a quien se entrega guarda fidelidad, de si la entrega no se convierte en un derroche del yo o de si el tú no es tal vez inducido a abandonarse a sí mismo. Tales problemas se le presentan al hombre responsable que sabe que toda relación del yo al tú es, en definitiva, incalculable e incomprensible a consecuencia del misterio de la persona. Creyendo en el carácter sacramental del matrimonio pueden soportarse y superarse esa preocupación y angustia, gracias a la fe saben los esposos que su vínculo y comunidad no consiste sólo en el frágil y variable amor humano, sino que es soportado y rodeado por el amor de Dios; Dios mismo garantiza su fidelidad y confianza. Sólo confiando en la fidelidad del Creador y Salvador puede el hombre arriesgarse a la vida matrimonial, con toda su inseguridad; creyendo en la actuación de Cristo en la comunidad matrimonial puede superarse también el segundo reparo de los antes citados. La entrega de un cristiano no conduce al abandono ni induce a él, porque la entrega de los esposos ocurre en Cristo, por lo que en cierto modo son contenidos por Cristo para que no se pierdan a sí mismos en la entrega; pueden abrirse mutuamente el misterio de sus personas sin malversarlo o perderlo, porque descansan en Cristo y en definitiva el misterio de sí mismos está guardado en Él. Cuando los cónyuges se convierten en ayuda recíproca para la salvación, puede entenderse la palabra de San Pablo de que la mujer será salvada por la maternidad (I Tim. 2, 15). La opinión extendida en el Antiguo Oriente y en el judaísmo de que el parto hace impura a la mujer y de que por tanto necesita una purificación, se encuentra en algunos escritores de la antigüedad cristiana y en ciertas formas antiguas de la fe como una contracorriente no cristiana; pero fue decididamente rechazada como superstición en la Iglesia griega (Didascalia apostólica) y en la Iglesia latina por San Gregorio Magno (Cartas, lib. II, 64; PL 77, 1194-95; Monumenta Germaniae Historica, Epistolae II, 338). Esta convicción del acuerdo con la Escritura se impuso durante la Cristiandad por todas partes, aunque ocasionalmente hubo que condenar ciertas ideas judaizantes. La bendición de la madre después del parto no contiene en sus oraciones y ritos nada que aluda a la purificación o expiación de la madre, sino sólo una introducción a la Iglesia. El primer paso público de la madre es el paso hacia el altar, el paso de acción de gracias, de glorificación y de alegría. Cristo mismo justificó esa alegría cuando en la conversación de despedida compara la alegría de la madre después del parto a la alegría que Él mismo sentirá cuando de la muerte y sacrificio de la cruz nazca la gloria del renacimiento (Jn. 16, 21-22). Cfr. A. Franz, Die kirchlichen Benediktionen im Mittdalter II, 1909, 208-240. Y en la antigüedad cristiana oímos gritos de acción de gracias. San Ambrosio dice en su Explicación del Evangelio de San Lucas (I, 30): “Por tanto, deben dar gracias los padres como procreadores, los hijos por la procreación, las madres por el estimable honor del matrimonio; pues los hijos son el premio de su esfuerzo y luchas.” La madre aparece en el umbral de la iglesia con una vela encendida; la vela es símbolo de Cristo. La madre es portadora de Cristo; el sacerdote le saluda con agua bendita lo mismo que se hace al recibir al obispo; reza una canción de fiesta y la acompaña hasta el altar. Dice entonces la siguiente oración: “Omnipotente y eterno Dios, tú has convertido en alegría los dolores de las madres cristianas, por la maternidad de la Bienaventurada Virgen María; mira propicio hacia esta tu sierva que viene alegre a tu santa casa para darte gracias; concédela que después de esta vida y por los méritos e intercesión de la Bienaventurada Virgen María pueda alcanzar con su hijo la alegría y la eterna bienaventuranza.” La ceremonia termina con la bendición: “La paz y la bendición de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ti y permanezca siempre” (Cfr. Rituale Romanum; N. Dudli, Das Segensbuch der heiligen Kirche, 1936, 177-185).

III. Vida de je en el matrimonio

1. La vida para la que son armados el hombre y la mujer en el sacramento del Matrimonio es descrita por San Pablo en la Epístola a los Efesios (5, 21-33). El texto comienza con las palabras: “Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.” En la Iglesia no hay un sometimiento unilateral, como que existiera un grupo de dominadores y otro grupo menos considerado de súbditos; sólo existe un privilegio y un derecho: la autorización y derecho a servir. Cristo mismo es quien dice: “El que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo” (Mt. 20, 26-27). Goethe dice: “¿Sabéis dónde no existen señores y servidores? Donde uno sirve a otro, porque el uno ama al otro”; esta ley que Goethe enuncia en el ámbito de lo mundano fue predicada por el Señor como ley de vida para la Iglesia. El sometimiento recíproco debe ocurrir en Cristo y por amor a Cristo, siguiendo su ejemplo y entregándose a Él; aquí tiene decisiva importancia el hecho de que Cristo consiguió la gloria pasando por el sacrificio de la cruz. Cristo está ahora ensalzado y glorificado, pero lleva en su cuerpo las señales de la muerte en cruz, aunque sea en forma transfigurada; quienes están y viven en comunidad con Él, están en comunidad con el Señor glorificado, que tiene las señales de la Pasión; su unión con Cristo pasa bajo la cruz y llega hasta la gloria. Pero mientras dura la vida de peregrinación, esa comunidad con Cristo se siente más como comunidad en la Pasión que como comunidad en la gloria. El matrimonio está, por tanto, necesariamente bajo el signo de la cruz. El mutuo sometimiento significa la realización de la comunidad con Cristo crucificado en los servicios recíprocos de uno a otro.

A partir de esta reflexión logra su sentido verdadero el principio de que la mujer debe someterse a su propio marido como al Señor, porque el varón es cabeza de la mujer como Cristo es Cabeza de la Iglesia; con esto no se concede al varón un derecho de señorío sobre la mujer, de manera que pueda usarlo a capricho. El texto significa lo siguiente: en el vínculo entre varón y mujer, que en cuanto totalidad unitaria es una manifestación y representación de la comunidad entre Cristo y la Iglesia, el varón, en la idea del Apóstol, representa a Cristo y la mujer a la Iglesia; en consecuencia, el varón es la cabeza de la mujer como Cristo lo es de la Iglesia; su conducta frente a la mujer debe ser como la conducta de Cristo frente a la Iglesia y mucho más aun sabiendo que Cristo no sólo es su modelo, sino la virtud misma y potencia de su acción, ya que es la acción de Cristo la que se realiza en Él y es asumido en el movimiento en que Cristo se inclina hacia la Iglesia.

La acción de Cristo es amor a la Iglesia; por ella se entregó durante toda su vida y sobre todo en el sacrificio de la cruz. Cristo actualiza el ofrecimiento y entrega de su vida de hombre en la liturgia.

La Iglesia sigue viviendo de la obra salvadora de su Señor. Cristo regala su propia vida a la Iglesia en un amor sacrificado y generoso. No es libre para la Iglesia el querer o no querer aceptar y configurar la vida de Cristo. El ofrecimiento y entrega de Cristo tiene para ella carácter de obligatoriedad. De modo análogo el hombre es cabeza de la mujer; tiene el derecho y el deber de preparar con amor generoso el espacio que la mujer necesita para su vida natural y sobrenatural. Su superioridad consiste en un derecho y obligación de servir sacrificándose a sí mismo. Este servicio tiene para la mujer fuerza de obligación y no puede rechazarlo, sino que debe aceptarlo, acomodarse al espacio de vida determinado y aceptar sus límites (Col. 3, 18). Es para ella obediencia el someterse al ámbito vital determinado por el varón. Si el servicio sacrificado del varón es un servicio del amor que se da y regala, como dice San Pablo, la obediencia de la mujer es la respuesta a ese amor y no el sometimiento de esclava; la mujer cumple y acaba el servicio del varón y configura con su amor el ámbito vital preparado por él (I Pe. 3, 1-2).

En el matrimonio, el mandar y obedecer son realización y cumplimiento del amor; la cuestión de quien tiene más derechos no tiene, pues, sentido; esto aparece más claro aún si se piensa en que la mujer está tan unida a Cristo como el marido. Cuando San Pablo llama al marido imagen de Cristo y a la esposa imagen de la Iglesia no quiere decir que la unión con Cristo de la mujer sea menos fuerte e íntima que la del marido; no dice más que son de distinta especie y se realizan de manera distinta. En la relación yo-tú del marido y de la esposa, relación llena de Cristo y dominada por Él, el hombre presta preferentemente el servicio de crear y preparar el espacio y ámbito vital y la mujer presta, sobre todo, el servicio de configurar este espacio; en definitiva, ambos servicios son entrega y ofrecimiento recíprocos.

En razón de estas consideraciones podemos contestar a la cuestión hoy tan debatida de la igualdad de derechos de los cónyuges o de su orden jerárquico: en el ámbito de la comunidad de los cuerpos hay plena igualdad. Tal igualdad es esencial, porque “el acto matrimonial es un encuentro de los esposos, que afecta al núcleo más íntimo de la persona y sólo puede ser realizado con sentido bajo el supuesto de la libre voluntad de ambas partes” (Mörsdorf).

Pero el matrimonio no es sólo comunidad de cuerpos, sino comunidad de vida, que es mucho más amplia e implica la comunidad corporal. La comunidad de vida es comunidad de ser y obrar. Tiene un aspecto o ámbito místico y otro social. Se manifiesta sobre todo en la familia. En la comunidad de vida es imprescindible una autoridad para que la unidad dual del matrimonio no degenere en un estar juntos el uno al lado del otro. Cuando no es posible un acuerdo de ambas partes, uno de los esposos debe decidir. Querer entregar la comunidad matrimonial a una instancia extramatrimonial significaría su muerte. La autoridad compete al marido; se deduce del origen y ser del matrimonio; es consecuencia del orden de la creación, no sólo del pecado y de la condenación consiguiente de la mujer.

La mujer es llamada en el Génesis ayuda del varón; proviene de él y tiene la misión de librarle de su soledad y ayudarle a cumplir su vida. El varón es un reflejo de Dios, la mujer es un reflejo del varón, es decir, recibe su reflejo de Dios a través de su ser formada del varón y a través de su relación con él. En el matrimonio hay, pues, un orden jerárquico.

En la liturgia se expresa también ese hecho. Igualmente se indica en el Derecho Canónico. La situación destacada del marido y del padre es doctrina clara de las Encíclicas de León XIII y Pío XI sobre el matrimonio y de las declaraciones de Pío XII sobre el mismo tema. Cfr. Kl. Mörsdorf, en: Die Kirche in der Welt 1951 (II), 34; G. Reidick, Die hierarchische Struktur der Ehe, 1953.

2. En la unión de los esposos con Cristo y en su fe en la presencia de Cristo operante, en esa unión (Mt. 18, 20) estriban también las ayudas contra los peligros del vínculo matrimonial. Tales peligros son inevitables: se fundan en el egoísmo, fragilidad, volubilidad e inconstancia inherentes a todo lo humano. La unión de los esposos con Cristo resiste la tentación de que los cónyuges se vean y deseen como un puro objeto de uso. La fe en la recíproca comunidad con Cristo impide que cada uno de los esposos disponga del otro egoísta y caprichosamente según las exigencias de su propia comodidad; hace que se vea en el otro el tú unido a Cristo, con quien hay que encontrarse respetuosamente. El carácter sacramental del matrimonio hace que siga siendo siempre una relación personal de yo a tú, configurada con el mutuo respeto y que no degenere en un instrumento objetivado y despersonalizado.

Las heridas del matrimonio se manifiestan, sobre todo, en el silencio obstinado de los esposos y en la aversión corporal. Este peligro del matrimonio tampoco puede ser superado venciéndose a sí mismo, sino sólo creyendo en la presencia de Cristo. Los esposos se reencuentran al acudir ambos a Cristo y encontrarse uno a otro en Cristo. En la oración a Cristo se enciende de nuevo la palabra del uno al otro. Quien se entrega en la fe a Cristo es incorporado al matrimonio del amor, que no es sólo respuesta al amor del otro, sino que busca también al tú incluso en el caso de que no le ofrezca ningún amor y hasta puede amar al tú que se le opone. Para quien piensa con categorías puramente naturales, eso es imposible, pero es posible para quien cree en Cristo; en el rostro de Cristo ve el amor que no se exaspera, que no quiere ni reclama lo suyo. Este amor es creado; transforma a los hombres y transforma el mundo, resucita el amor mutuo que había muerto. “El matrimonio no es tan sólo la realización del amor inmediato que reúne al hombre y a la mujer, sino la lenta transformación de ambos operada al contacto de la experiencia común. El primer amor no ve todavía esta realidad. La ocultan el ímpetu de los sentidos y del corazón, envolviéndola en una atmósfera de sueño y de eternidad. Se abre paso lentamente y ahuyenta esta neblina de cuento de hadas, al contacto con las costumbres cotidianas, las insuficiencias, las defecciones del otro consorte. Si acepta a su cónyuge tal cual es, siempre de nuevo y a través de todas las decepciones, si comparte con él las alegrías y las penas de la vida cotidiana al igual que las grandes vivencias de la vida, ante Dios y con la fuerza de Dios, entonces se desarrolla paulatinamente el segundo amor, el verdadero misterio del matrimonio. Está por encima del primero como la personalidad madura sobre la juventud y el corazón que renuncia sobre el que se limita a abrirse y entregarse. Prodúcese entonces algo muy grande, fruto de muchos sacrificios y renuncias. En el matrimonio hace falta mucha energía, fidelidad profunda y un corazón animoso para no ser víctima de las pasiones, de la cobardía, del egoísmo, del espíritu de dominación” (R. Guardini, El Señor, vol. I, 1954, 490). La comunidad con Cristo crucificado y glorificado realizada por el sacramento del matrimonio ayuda a conseguir este segundo amor.

§ 292. Propiedades esenciales del matrimonio:

Unidad e indisolubilidad

I. Unidad

1. La unidad del matrimonio fue definida dogma de fe por el Concilio de Trento. “Si alguno dijere que es lícito a los cristianos tener a la vez varias mujeres y que esto no está prohibido por ninguna ley divina, sea anatema” (D. 972).

a) Cristo defendió con unívoca decisión la unidad del matrimonio frente a las sutilezas de los fariseos (cfr. Mt. 19, 3-12). Cristo llama concesiones a la dureza de corazón de los judíos a las excepciones permitidas en el AT; fueron una declinación del orden original de la creación, en que Dios creó y reveló el matrimonio uno como matrimonio apropiado al ser humano.

b) Los Padres estaban tan convencidos de que sólo podía justificarse el matrimonio único, que muchas veces condenaron las segundas nupcias después de la muerte de uno de los cónyuges o las permitieron sólo como adulterio conveniente (por ejemplo, Atenágoras, Súplica a los cristianos, sec. 33; San Justino Mártir, Diálogo con Trifón, 141). Entre los escritores de la Iglesia latina fue condenado por Tertuliano, influido por el montanismo; los demás Padres occidentales permiten las segundas nupcias, aunque San Agustín cree que es mejor la viudedad.

c) La razón teológica de la unidad del matrimonio es la siguiente: la comunidad corporal-anímico-espiritual del matrimonio compromete al hombre exhaustivamente; tiene tal fuerza y hondura, que exige un compromiso total por parte del hombre. Tal entrega de la persona total no se logra más que frente a un solo tú, debido a la debilidad humana. Por eso el amor exige la fidelidad, que es su médula vital. Quien tenga varias relaciones matrimoniales a la vez no las satisfará con plena entrega consciente de la responsabilidad, sino falto de seriedad y de responsabilidad, por puro juego y placer; la auténtica de yo a tú se disuelve y se convierte en uso placentero y hedonístico del tú utilizado como una cosa. La multiplicidad de relaciones sexuales no se funda en la sobreabundancia de amor, sino en su debilidad y pobreza. La infidelidad es hija de la incapacidad y pereza de comprometerse. La unidad del matrimonio basada en las características de la relación sexual de hombre y mujer es exigida por el anhelo humano de exclusividad y duración del amor; esa exigencia del amor es expresión de la realidad de su ser y a la vez una defensa en torno a su ser frente al peligro del instinto indeterminado. La responsabilidad de los esposos por los hijos es un testimonio más a favor de la unidad del matrimonio.

Estas reflexiones pueden aplicarse a cualquier matrimonio no sólo al sacramental. Sin embargo, no son evidentes para el hombre caído en pecado. El impetuoso y desenfrenado instinto hace que el corazón y la conciencia del hombre sean ciegos y débiles para obrar conforme a su ser y objetivamente. El hombre necesita, por tanto, gracia para aceptar y cumplir el vínculo a un solo tú exigido por el ser mismo del matrimonio. Dios concede a todos las gracias necesarias para una recta vida matrimonial. Todo buen matrimonio es configurado por la gracia de Dios, aunque los esposos no se den cuenta; la gracia es la fuerza unificadora más grande de los corazones unidos en el matrimonio.

El matrimonio entre bautizados está lleno de la gloria y fuerza vital del Cristo unido a la Iglesia; es una imagen saturada de realidad de la unidad entre Cristo y la Iglesia. Este es el fundamento más íntimo y profundo de la unidad del matrimonio entre bautizados. Del mismo modo que Cristo tiene una sola esposa y un cuerpo, la Iglesia, el marido, que en el matrimonio sacramental representa a Cristo, debe tener sólo una mujer, y la mujer, que representa a la Iglesia, debe tener un solo marido. Gracias a este simbolismo la unidad del matrimonio es exigida con nueva mayor fuerza, pero los esposos bautizados encuentran en su comunidad con Cristo las fuerzas necesarias para resistir todos los peligros que amenazan la unidad de su matrimonio. En la fe en Cristo logran estar dispuestos a unirse el uno al otro exclusivamente, sacrificándose a la comunidad por encima de todas las tormentas del instinto y sobre cualquier volubilidad del corazón y sobre todas las desilusiones.

Las segundas nupcias de un cónyuge viudo, condenadas por montanistas y novacianos, y toleradas con sospechas por una parte de los Padres de la Iglesia, puede explicarse de la manera siguiente: primeramente hay que recordar que la entrada en la plenitud de la vida eterna, ocurrida normalmente al morir, no destruye la naturaleza, sino que la transforma. Debe, pues, suponerse que el vínculo matrimonial sigue existiendo de otra forma y que por la muerte sólo se disuelve su forma terrena y propia de la vida de peregrinación. Los que estuvieron unidos en la tierra por el matrimonio, seguirán estando unidos de un modo especial en el Cielo, aunque desaparecerán las formas terrestres. Si la unión pervive de algún modo, incluso después de la muerte, es natural que el cónyuge viudo siga recordando en su corazón al cónyuge muerto. San Ambrosio puede decir de la viuda: “Renuncia a otra unión y no lesiona los derechos de la castidad ni el vínculo contraído con su querido esposo; guarda su amor sólo para él, para él sólo conserva el nombre de esposa” (Exameron, lib. 5, cap. 19, sec. 62). Por tanto, aunque la unión entre marido y mujer es tan íntima incluso después de morir uno de ellos, debemos decir que la forma única de unión propia de la vida de peregrinación cesa con la muerte, es disuelta por Dios mismo, Señor de la vida; por eso puede el cónyuge que sigue peregrinando por esta vida casarse otra vez (cfr. La doctrina del Concilio de Lyón, D. 465).  

II. Indisolubilidad.

La indisolubilidaddel matrimonio está estrechamente relacionada con su unidad.

a)El Concilio de Trento definió (ses. XXIV, canon 5): “Si alguno dijere que, a causa de herejía o por cohabitación molesta o por culpable ausencia del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema” (D. 975). Y en el canon 7: “Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles (Mc. 10; I Cor. 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema” (D. 977). Cfr. canon 1118 del Código de Derecho Canónico [3].

b) Cristo predicó la indisolubilidad del matrimonio con las mismas palabras con que enseñó su unidad (Mt. 5, 27-32; 19, 3-12; Mc. 10, 2-12; Lc. 16, 18). Cristo revoca la concesión, que Dios había hecho en el AT, debido a la dureza de corazón de los judíos. La legislación matrimonial viejotestamentaria, que reconocía ciertas razones para disolver el matrimonio, significaba, como antes hemos dicho, una declinación de la forma original y pura del matrimonio. El matrimonio empezó en una cumbre y Cristo le condujo de nuevo a una altura superior después de haber estado caído en un abismo por culpa del pecado humano; no reconoció ninguna de las razones de disolución aducidas por los teólogos y juristas judíos. El matrimonio no puede ser disuelto. Cuando los discípulos oyeron este mensaje se asustaron; si era como Cristo decía, el matrimonio significaba una atadura terrible; tal vez recordaron, al oír hablar de la indisolubilidad del matrimonio, aquella otra palabra de Cristo: “Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” (Mt. 5, 28). Se debieron angustiar: si las relaciones entre hombre y mujer eran tan rígidas, el matrimonio resultaba una carga insoportable. Cristo no se conmueve por el terror de sus discípulos ni mitiga su exigencia, sino que contesta: no a todos les es dado entender estas palabras, sino sólo a los que les ha sido concedido.

Quien haya elegido al hombre y al mundo como medida de su pensar y valorar, quien sólo conceda validez al orden ultramundano y no vea nada por encima del hombre y del mundo, no entenderá la palabra de Cristo y la rechazará como locura y carga insoportable; sólo tienen acceso a esa palabra quienes viven en Cristo por la fe. El hombre de por sí no sabe con seguridad si el matrimonio es indisoluble y tampoco puede cumplir y soportar la indisolubilidad con sus propias fuerzas. Dios tiene que revelar al hombre ese hecho y además tiene que darle fuerzas para que lo pueda vivir. Cristo da también la razón de la indisolubilidad del matrimonio; el matrimonio es indisoluble, porque Dios mismo ha sido quien ha atado su vínculo; por tanto, escapa a la libre voluntad del hombre, está más allá del deseo y anhelo humano; es una realidad que trasciende de la conciencia humana. El hombre vive dentro del vínculo con que Dios le ha rodeado y atado; todo intento de soltarse de él es una rebelión contra Dios y debe fracasar. Si Dios anudó el vínculo indisoluble del matrimonio, no fue por capricho. Dios puso un vínculo irrompible entre marido y mujer al darles caracteres mutuamente complementarios; la indisolubilidad del matrimonio se funda en el ser del varón y de la mujer—creados por Dios—y en las características de sus relaciones determinadas por su ser. Si el hombre no reconoce ese hecho considerando su propio ser y reflexionando sobre él sin ayuda de la revelación, se debe a que perdió su evidencia a consecuencia del pecado y debió recuperarla a través de la revelación sobrenatural. Si la indisolubilidad ancla en el ser, creado por Dios, del varón y de la mujer, el mensaje de Cristo, terrible para quienes piensan con categorías mundanas es una anunciación del amor de Dios, del amor que creó a los hombres unos para otros y puso la fuerza del amor y la virtud de amar en sus corazones. Ese amor es el que obliga al amor humano a esforzarse hasta el máximum por conservar la unión a través de todas las dificultades.

San Pablo acoge las palabras del Señor cuando dice: “Cuanto a los casados, precepto es no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido, y de separarse, que no vuelva a casarse o se reconcilie con el marido y que el marido no repudie a la mujer” (I Cor. 7, 10-11). Cfr. I Cor. 7, 39; Rom. 7, 2.

c) En la época de los Padres hay unanimidad desde el principio sobre la indisolubilidad del matrimonio (San Justino, Orígenes, Tertuliano). Desde el siglo IV, sin embargo, se relaja en algunos Padres la condición de la indisolubilidad del matrimonio, al parecer por influencia de la legislación civil. En San Basilio y en San Epifanio encontramos la opinión de que en caso de adulterio está permitido a la parte inocente contraer nuevo matrimonio. En realidad la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio tropieza con muchas resistencias; así debe interpretarse la declaración del Sínodo de Arlés (314), que en el canon 10 recomienda indulgencia y tolerancia para los que contraen segundas nupcias después del adulterio de uno de los cónyuges. A pesar de estas indecisiones, la Iglesia estuvo siempre fundamentalmente de parte de la indisolubilidad conforme a las palabras de Cristo.

San Agustín ve en la indisolubilidad uno de los bienes del matrimonio: “Triple es el bien del matrimonio: fidelidad, hijos y sacramento. La fidelidad significa que no se tiene comercio carnal fuera del matrimonio con ningún otro o con ninguna otra. La descendencia significa que los hijos son aceptados con amor, cuidados con bondad de corazón y educados en el temor de Dios. El sacramento, finalmente, significa que el matrimonio no puede ser disuelto y que el cónyuge separado no puede convivir con otro para engendrar hijos; este debe ser el fundamento del matrimonio, con lo que se ennoblece la fecundidad natural y a la vez se pone límite al deseo desenfrenado” (Explicación del Génesis 9, 7, 12). “El vínculo del matrimonio es tan ensalzado en la santa Escritura, que una mujer repudiada por su marido, no puede casarse mientras él viva, ni un marido abandonado por su mujer puede convivir con otra antes de que la primera haya muerto. El Señor fortaleció el bien del matrimonio también en el Evangelio, no sólo porque prohibió repudiar a la esposa, excepto en caso de infidelidad, sino porque aceptó la invitación a sus bodas… En todos los pueblos y entre todos los hombres el bien del matrimonio ha sido la prole y la casta fidelidad. En el pueblo de Dios lo es además la santidad del sacramento, por el que está estrictamente prohibido, incluso a la mujer separada, volverse a desposar, para tener hijos, mientras viva su marido. Y aunque ésta fuera la única razón, el matrimonio no sería disuelto, a no ser en caso de que muera uno de los cónyuges, a pesar de que no se tengan hijos, fin por el cual fue contraído el matrimonio” (De bono matrimonii 3, 3; 24, 32).

San Juan Crisóstomo dice explicando la primera Epístola a los Corintios (7, 39), en relación a I Cor. 7, 10: “¿Qué especie de ley nos da San Pablo? Dice: la mujer está sujeta al vínculo. Por tanto, no puede separarse mientras viva su marido, ni convivir con otro hombre ni contraer otro matrimonio. Y observa con qué cuidado pondera las palabras según su significación. Pues no dice: Debe convivir con su marido mientras viva él, sino que dice: la mujer está sujeta al vínculo mientras viva su marido. Por tanto, aunque reciba carta de repudio y abandone la casa, y vaya a casa de otro, permanece sujeta al vínculo y es adúltera… No me cites las leyes de los que están fuera. Ellos mandan dar carta de repudio y separarse. Pero Dios, en aquel día, no juzgará por esas leyes, sino conforme a las que Él mismo ha dictado.”

d) La indisolubilidad del matrimonio sacramental se funda en definitiva en su relación a la comunidad entre Cristo y la Iglesia. Del mismo modo que Cristo no se separará ya de su cuerpo, la Iglesia, los cónyuges, en cuya unión se representa la comunidad entre Cristo y la Iglesia, no se separarán ya. “Cuando… dos hombres bautizados se administran el sacramento del matrimonio, introducen una realidad nueva en las formas del vínculo de su vida y de su amor, aparentemente iguales que antes: esa realidad nueva es el vínculo de Cristo y de la Iglesia y en ese vínculo de amor están ellos ligados ahora. Lo que les mantiene juntos no es su comprensión psicológica o su amor natural; lo que les une es el amor de Cristo y de la Iglesia. Lo que el marido que vive en matrimonio sacramental da a su mujer no es distinto, en apariencia, de lo que ocurre en el matrimonio no sacramental, y, sin embargo, da mucho más: regala a su esposa, bajo el signo natural de su amor, el amor y vida de Cristo a quien él representa en esa comunidad de vida, y viceversa, lo que la mujer que vive en matrimonio sacramental da a su marido en su entrega y fidelidad no es sólo lo que brota de su ser natural, sino que es la entrega y fidelidad que ofrece a su esposo Cristo la Iglesia, representada por la esposa cristiana en el vínculo con su marido. Es, pues, claro que la razón de trastorno y desorden interior aducida para separar un matrimonio civil no puede aplicarse al matrimonio sacramental, porque su contenido —unidad de vida y amor entre Cristo y la Iglesia—no puede ser trastornado. Y esta unión y vínculo existen, según las leyes del orden sacramental, mientras existan los signos a que está ligado, es decir, mientras existan los dos hombres que soportan el vínculo. Del mismo modo que la realidad del cuerpo de Cristo deja de existir en la Eucaristía cuando el pan pierde su forma y se corrompe, el vínculo de vida entre Cristo y la Iglesia deja de existir cuando el vínculo entre esos dos hombres se disuelve por la muerte de uno de ellos. Ese es el único término y fin del matrimonio sacramental perfecto” (J. Pinsk, Die sakramentale Welt, 129-130).

La indisolubilidad perfecta atañe en sentido estricto sólo al matrimonio consumado, que es el único matrimonio perfecto. El matrimonio rafe) y no consumado puede ser disuelto en determinadas circunstancias. Cfr. sobre esto la teología moral y el derecho canónico.

e) La indisolubilidad en el matrimonio no es puesta en duda por el modo en que San Mateo transcribe las palabras de Jesús.

Según Mt. 5, 31-32, dice Jesús: “El que repudiare a su mujer, déla libelo de repudio. Pero yo os digo que quien repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la expone al adulterio, y el que se casa con la repudiada comete adulterio.” Y en Mt. 19, 9 se dice: “Y yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera.” Los evangelistas Marcos y Lucas no citan las mismas palabras. Sin embargo, no puede dudarse de su genuinidad y autenticidad, pues están en todos los manuscritos griegos y en todas las traducciones. Tampoco puede decirse que Cristo permite con estas palabras una separación de mesa y lecho, pero no la separación perfecta. La idea de una separación de mesa y lecho no podía ocurrírseles a sus oyentes, porque les era completamente ajena. En las palabras de Jesús se trata de la cuestión de si es posible o no una separación perfecta. La Iglesia oriental y la mayoría de los teólogos protestantes defienden la opinión de que Cristo propone como razón suficiente para la disolución y nuevo matrimonio la fornicación. Pero tal interpretación es imposible. Se deduce del contexto en que están los dos lugares citados de San Mateo; el primero es una parte del sermón de la montaña. Jesús dijo que había venido a cumplir la ley; como cumplimiento de la ley deben ser entendidas sus advertencias sobre el matrimonio. El repudio de la mujer, es decir, la separación de ella, contradice la esencia del matrimonio y los deberes impuestos por él. Es un pecado más grave que la mirada lujuriosa, condenada inmediatamente antes (Mt. 5, 28) por el Señor (Sólo se habla del hombre que por su culpa abandona o repudia a su mujer. De él se dice que peca contra la mujer. El texto no dice que el marido induzca a la mujer a cometer adulterio al darle ocasión de buscar una nueva unión matrimonial). Jesús no reconoce ningún motivo para repudiar a la esposa; si lo hubiera reconocido, hubiera estado de acuerdo con Deut. 24, 1 y hasta hubiera elevado a la categoría de ley el uso del AT; la solemne introducción “pero yo os digo” con que se expresa la oposición a la ley antigua carecería entonces de sentido; sólo tiene sentido si deroga la validez de la razón de disolver el matrimonio, dada en Deut. 24, 1, de forma que la ley de la indisolubilidad no admita excepción alguna. Ofrecen una gran dificultad las palabras antes citadas, que parecen admitir una excepción. Pero está claro el hecho de que no existe ninguna razón para disolver el matrimonio. K. Staab, Die Unauflöslichkeit der Ehe und die sog. “Ehebruchsklauseln” bei Mt. 5, 32 und 19, 9, en “Festschrift Eduard Eichmann zum 70. Geburtstag”, edit. por M. Grabmann y K. Hofmann, 1940, 435-452, ofrece la siguiente solución: lógou porneias es la traducción de la expresión ervath dabar del Deuteronomio (24, 1). Por tanto, es en cierto modo una cita en boca de Cristo. Cristo cita la razón de disolución dada en Deut. 24, 1 y toma posición ante ella. No significa la palabra griega παρεϰτός, por regla general, excepto, prescindiendo de, a excepción de, sino fuera, afuera. La palabra no especifica o define una parte separándola del todo, sino que expresa que algo está fuera de una totalidad, de una relación objetiva o de una relación de sentido. Las palabras en cuestión significan, pues, que la concesión hecha en Deut. 24, 1 no debe tener ya validez.

Por lo que respecta al contexto de Mt. 19, 9, ocurre que los fariseos pretenden enmarañar a Jesús con las disputas de las escuelas Hillels y Schammajs. Ambas escuelas interpretan Deut. 24, 1 de modo distinto y opuesto. La segunda decía que la disolución del matrimonio sólo debe permitirse en caso de un suceso vergonzoso y la primera decía que podía permitirse por cualquier razón (por ejemplo, por haber echado demasiada sal a la sopa). En su contestación Jesús no se mete en la disputa de las escuelas, sino que subraya, refiriéndose al Gen. 1, 27 y 2, 24, que en el matrimonio los esposos se hacen una sola carne y que los hombres no pueden separar lo que Dios unió. Por tanto, Cristo deroga expresamente la concesión hecha por Dios en el AT. En esto está el punto culminante de su disputa con los judíos. Si reconociera como válida la razón de disolución dada en el Deuteronomio, su derogación de la concesión viejotestamentaria sería ineficaz y no tendría sentido. En realidad los oyentes no dedujeron nada parecido de las palabras de Jesús; aparece claro en la reacción de los discípulos, que se asustan de las palabras de Jesús; para ellos son incomprensibles y por eso preguntan de nuevo a Cristo sobre la cuestión de la disolución del matrimonio. No hubiera tenido ningún motivo para asustarse si hubieran visto en las palabras de Jesús alguna posibilidad de disolver el matrimonio.

Por muy difícil que sea interpretar las palabras μή ἐπὶ πορνεία, no pueden ser entendidas como que Cristo hubiera hecho en ellas una excepción a la ley de la indisolubilidad del matrimonio. Staab intenta en el artículo antes citado explicar esas palabras indicando que μή se usa a menudo en el lenguaje corriente en sentido prohibitivo, sin que se refiera necesariamente al verbo de la oración, bien sea porque el sentido de la oración anterior es claro o que la cuestión sea evidente por sí misma. Por tanto, no debe traducirse: “excepto en caso de fornicación”, sino: “ni siquiera en caso de fornicación” debe ser disuelto.

El hecho de que San Mateo tenga esa adición que falta en San Marcos y en San Lucas tiene buenas razones. San Mateo escribe para los cristianos judíos, que están familiarizados con la legislación matrimonial viejotestamentaria y con las disputas de las escuelas, y por eso deben ser adoctrinados sobre la idea que Cristo tenía del Deut. 24, 1 y de las discusiones de las distintas escuelas. San Marcos y San Lucas escriben para los cristianos convertidos del paganismo y no necesitaban, por tanto, aludir a la posición de Cristo respecto a ese texto y a las disputas de las escuelas. A. Ott, Die Auslegung der neutestamentlichen Texte über die Ehescheidung, 1911; Ibíd., Die Ehescheidung im Matthäusevangelium, 1939; confróntese J. Schmid en “Theologische Revue” 49 (1940), 56-59.

Se aclara aún más la cuestión teniendo en cuenta la afirmación que sigue a ambos textos: quien desposa a una repudiada, comete adulterio. O esta afirmación tiene validez universal de manera que se comete adulterio incluso desposando a una mujer que ha sido repudiada por fornicación—y entonces la adición sobre la fornicación no es razón para disolver el matrimonio—o la afirmación sólo vale de los que desposan a una mujer repudiada por otra razón que no sea la fornicación; entonces las palabras de Cristo concederían a los fornicarios y culpables una situación más favorable y privilegiada que a los que fueron repudiados por otras razones menos importantes; suponer tal cosa sería contradecir la seriedad con que Jesús habla de la santidad del matrimonio.

J. Schmid dice comentando el texto: “Como por razones lingüísticas no es posible interpretar la cláusula más que en sentido exclusivo y de excepción, debe ser interpretado como referido solamente a la negación de la convivencia matrimonial (separación de mesa y lecho) (cfr. I Cor. 7, 11), que permite sin duda la separación de los cónyuges, pero no permite contraer nuevas nupcias. Por lo demás tal forma de separación era completamente extraña para los judíos de la época de Jesús… Como en las demás antítesis, también aquí las consideraciones jurídico-sociales son sustituidas por las éticas; tal situación está expresada en el hecho de que se carga al marido la responsabilidad del adulterio y que se comete en el nuevo matrimonio contraído por la mujer a quien él repudió. Y al quitársele al marido el derecho de repudiar a su esposa, ésta es equiparada a él en cuanto personalidad ética.”

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Notas agregadas por este blog:

[1] Se descubrió la existencia del óvulo recién en 1827.

[2] Se refiere al sacerdocio interno que todo bautizado adquiere, que es diferente al externo recibido sólo en el orden sagrado.

[3] Canon 1118: El matrimonio válido rato y consumado no puede ser disuelto por ninguna potestad humana ni por ninguna causa, fuera de la muerte.

Nota de pie de página: El § 1 del canon 1115 crea una presunción de derecho, y tan fuerte que solamente pueden prevalecer contra ella argumentos evidentes. El marido de la mujer se presume siempre que es padre de los hijos que ésta da a luz, a no ser que conste con toda certeza que no tuvo comercio carnal con ella durante el tiempo útil para la concepción, o sea, en el tiempo que media entre los trescientos y los ciento ochenta días anteriores al alumbramiento.

  El § 2 establece asimismo una presunción de legitimidad a favor de los hijos que nacieron dentro de los plazos que allí se señalan; pero contra esta presunción nos parece que puede admitirse prueba que no deje lugar a duda acerca de la ilegitimidad, verbigracia: a) sí a los seis meses del casamiento nace un hijo, que según dictamen pericial tiene ciertamente nueve meses de gestación y el marido de la madre no lo reconoce por hijo suyo; b) si poco antes de cumplirse los diez meses de la separación absoluta de los cónyuges nace uno que, según dictamen de peritos, tiene solamente seis meses de gestación, y el presunto padre impugna su legitimidad.

  Contra la presunción que establece este canon, nada valdría la afirmación bajo juramento hecha por la misma madre moribunda de que su hijo es a causa de adulterio.

  Finalmente, se discute si los expósitos y los hijos de padres desconocidos han de considerarse como legítimos. Lo mejor sería obtener la legitimación condicionada.

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