La religión del sentimiento

CAPÍTULO VIII. La religión de la conciencia de Schleiermacher

La aparición del fenómeno kantiano modifica completamente el tablero ‘intelectual’. Kant es un hito. Los espíritus que piensan se dividen en prekantianos, por un lado, y en los que han recibido la iniciación filosófica de su crítica, por el otro. Esa división se hace sentir en Alemania durante todo el siglo XIX, donde se vive una encarnizada lucha entre los protestantes ortodoxos y los liberales iluminados. Estos últimos quedan prendados del nuevo movimiento cultural, el romanticismo, que exalta el culto al yo y el sentimiento en contra de la razón. Es curioso ver cómo, al mismo tiempo que el país se unifica en lo político, profundas oposiciones religiosas amenazan la esencia misma del protestantismo.

Si Kant es la referencia obligada de la nueva ‘filosofía’, Strauss lo es para la exégesis liberal, ya que depende de él tanto como los idealistas dependen de Kant. Sin embargo, en materia de teología dogmática, otro personaje aparece en la escena protestante. Se convertirá en padre de una multitud, porque su influencia se hará sentir en los siglos XIX y XX protestantes. Si Lutero encarnaba la separación con la Iglesia católica, convirtiéndose así, en cierto modo, en el capellán del Renacimiento, Schleiermacher encarna la separación con el protestantismo luterano, para convertirse de hecho en el teólogo del romanticismo sentimental y en el precursor del modernismo. Cronológicamente, es Schleiermacher quien rompe el fuego con su simbolismo del dogma contra los conservadores. La exégesis liberal de Strauss, recuperada después por Harnack, da un paso más con la Escritura mítica y mitológica. Ritschl viene en tercer lugar. Será el organizador de la Iglesia mística con que soñaba su maestro Schleiermacher, y la combinación de ambas influencias se propagará en Francia por medio de las obras de divulgación de Sabatier. Estos diversos autores, si bien tienen preocupaciones diferentes, se mantienen fieles a la gran corriente liberal del siglo XIX, según los mismos principios filosóficos y teológicos salidos de Kant y de Hegel. Después de un rápido resumen de la síntesis de Schleiermacher, veremos cómo concibe el dogma en su fundamento, en su desarrollo y en su término, la Iglesia.

1. El hombre y su doctrina

Las ideas radicales de Kant y de su sucesor Fichte fueron mal recibidas por el gran público, que veía en ellas la encarnación del espíritu revolucionario que acababa de trastornar a la Francia real. El pueblo, que sabe poco y se inquieta aún menos por las embrolladas investigaciones de los profesores, no tarda en condenar aquellas teorías que lo superan totalmente. En cambio, su interés aumenta cuando un orador o un periodista presentan esas mismas ideas de manera popular. Un hombre así aparece en la escena a principios del siglo XIX: Friedrich Ernst Daniel Schleiermacher (1768-1834). El estudio de su vida servirá de prólogo a la explicación sucinta de su doctrina.

Nacido el mismo año que Chateaubriand, tendrá aspiraciones similares. Así como el romántico francés iba a producir El genio del ‘cristianismo’, que hace la apología de la fe por el sentimiento y el corazón, Schleiermacher iba a escribir también su apología, pero irá mucho más lejos que el poeta. Su padre era un capellán militar calvinista que practicaba su ministerio sin creer en él. Habiendo recobrado la fe, se unió a la secta de los Hermanos Moravos, mezcla de pietismo y moralismo, en la cual educó a su hijo. La secta mostraba cierta indiferencia por el dogma y orientaba las almas únicamente hacia el sentimiento de la salvación por Cristo y del amor por Él, y eso despertaba resonancias profundas en aquel joven dotado de un temperamento interior. Pero, hacia los diecisiete años, sofocado espiritualmente, atraviesa una crisis religiosa y entra en la Universidad de Halle, dividido entonces entre dos corrientes opuestas, la racionalista y la sobrenaturalista. Como joven estudiante de teología, Schleiermacher queda profundamente impresionado al leer la Crítica de la razón práctica, de Kant. En esa obra bebe a grandes tragos el disolvente agnóstico que disocia la religión de la razón, y que pone en duda los hechos históricos de la religión y el conocimiento realista en provecho de la conciencia. Esos principios kantianos tienen, para Schleiermacher, un tono profético, y constituyen el tema de sus prédicas. Empieza entonces a frecuentar los salones mundanos de Berlín, a los representantes del romanticismo, y se da a conocer a los grandes maestros de la época: Fichte y Hegel, Goethe y Schlegel.

Para justificar su actitud, comienza a escribir en 1799 una apología de la religión para las personas del mundo, Sobre la religión: discursos a las personas cultivadas entre sus detractores. Ha comprendido que, entre los espíritus frívolos y distinguidos que lo rodean, ni las grandes tesis metafísicas ni las severas exhortaciones morales logran tener ninguna influencia. Por eso funda la religión en el corazón como fuente de sentimientos. Desde entonces se constituye a sí mismo como capellán del romanticismo. Logra un gran éxito en 1806, en el momento de la huida de Prusia ante las tropas francesas de Napoleón. Su elocuencia se convierte en el aliento de sus compatriotas, y es promovido a predicador de la iglesia principal de Berlín, la Trinidad. De sus sermones saldrá su síntesis doctrinal en 1821, La fe cristiana[1]. Muere después de celebrar la ‘Cena’ con toda su familia, diciendo:

“Nunca fui esclavo de la letra, pero estrecho contra mi pecho esas palabras de la Escritura, que son el fundamento de mi fe: estamos unidos y nos mantendremos unidos en la comunión y en el amor a nuestro Dios”[2]

Esta confesión suprema muestra claramente el espíritu que anima su doctrina.

¿Cuál es la sede de la religión? Ésa es la primera pregunta que Schleiermacher desea contestar para fundar su doctrina. La religión, responde, brota de la conciencia, porque es más que nada un sentimiento. En efecto, no es ni una creencia dogmática ni un código moral, sino un sentimiento, y más precisamente el sentimiento de dependencia, el sentimiento de ser un engranaje en la enorme maquinaria del mundo. El hombre mismo, ¿no es un ser que se funde en el Gran Todo? Ese sentimiento de dependencia es uno de los más profundos de la vida espiritual. Ésa es la esencia de la piedad y de la religión, de donde nace la Iglesia, es decir, la sociedad de los que son conscientes de depender del universo considerado como un Gran Todo. Sólo después cada iglesia construye su dogmática particular, variable en función de la profundidad y pureza de su sentimiento de dependencia. Por otro lado, toda religión recurre a la revelación. Esa revelación no es una doctrina recibida de Dios, sino más bien el fruto subjetivo del concepto de Dios que brota del sentimiento religioso de dependencia, en lo más recóndito de la conciencia.

De la esencia de la religión, Schleiermacher pasa a la esencia del cristianismo, que representa la forma religiosa más pura. El cristianismo se define en función de Cristo y su misión redentora. Y como el fondo de la religión es el sentimiento de dependencia del Gran Todo, por lo que a Cristo se refiere, el fondo de su sensibilidad es la conciencia de su unidad con Dios y de su mediación entre Dios y las almas. En esto el Evangelio de San Juan es históricamente superior a los demás, puesto que expresa claramente la conciencia que Jesús tenía de ser Mediador y Redentor. Pero ¿Jesús era Dios? Pregunta ociosa, puesto que la divinidad de Jesús es la conciencia que tiene de ella. Entre Él y nosotros hay una diferencia de grado, porque, de hecho, la humanidad tiene en sí misma la fuerza de producir, en su línea de progreso, una tal aparición de Dios en el mundo. En cuanto a la obra de la redención, Cristo nos salvó cuando afirmó solemnemente ante el sanedrín que tenía conciencia de su misión divina. Pronunció ese formidable “sí”, que es la palabra más grande que un mortal haya pronunciado jamás. Su muerte es un ejemplo para nosotros, y si es redentora del pecado, lo es en un sentido completamente original. Porque el pecado de que nos libra se sitúa, como la religión misma, en el sentimiento. El pecado es un malestar del sentimiento religioso que frena nuestra toma de conciencia de Dios en nosotros, y por eso Jesús, por la intensidad de su unión con Dios, puede declararse sin pecado. Así, la redención se define como el paso del estado de conciencia detenido al estado de conciencia no detenido. Ese paso se opera por la fe en Jesucristo, como ya explicaba Lutero.

2. La religión del sentimiento

La religión que describe Schleiermacher pretende más que nada ser conciliadora. Está hecha para reconciliar a los mundanos con la fe y para reconciliar a todas las confesiones en torno a la esencia del cristianismo. Para eso, a Schleiermacher le basta referirse a sus maestros, Kant y Hegel. Del primero toma las ideas inmanentistas que oponen el mundo exterior incognoscible y la conciencia individual, reina y centro de todo lo conocido. Ésta actúa como juez último de la fe, pues una religión es auténtica sólo cuando satisface las tendencias naturales del hombre. Schleiermacher hace suya la idea de Kant de que las doctrinas y los ritos de la Iglesia son puros símbolos, sin significado intelectual, pero válidos, sin embargo, como principios de vida por su elemento interior y moral. Hegel deja también su impronta en nuestro teólogo del romanticismo. Según las doctrinas hegelianas, los dogmas son sólo símbolos aproximativos; más allá y por encima de ellos hay que elevarse hasta la idea; y ésta, una vez alcanzada, de subjetiva se vuelve objetiva.

Así entendida, la teología implica una infinita flexibilidad de interpretaciones. El espíritu puede elegir diversos estados e impulsos en el camino de la verdad. El misticismo de Schleiermacher y la especulación de Hegel, hábilmente combinados, van a preparar la llegada de una era ‘teológica’ que será una cultura de invernadero, una elaboración puramente inmanente, que se realiza en el fondo de las conciencias religiosas. Y puesto que todas las confesiones protestantes están de acuerdo sobre la grandeza moral de Cristo, puede decirse que la comunidad cristiana se formó y cimentó en torno a esa experiencia que Cristo tuvo de lo divino, esencia del cristianismo y fundamento de la fe. ¿De dónde viene, para Schleiermacher, esta nueva definición de la fe? A falta de motivos racionales, voluntariamente descartados para dar lugar al sentimiento y a la fantasía, persigue de hecho un propósito ecumenista. Hay que reunir todas las confesiones por encima de las divisiones y credos. Él es realmente el padre del ecumenismo. Nada más instructivo que su intento de instaurar una súper iglesia. Nos queda por ver las verdades que debe sacrificar para llevar a cabo semejante empresa.

Kant sólo sentía desprecio por los datos históricos de la religión. Los milagros, el pecado original, la divinidad de Jesucristo, todo quedaba rebajado al nivel natural y privado de fundamento real. La religión se fundaba en la conciencia. Strauss, como hemos visto, va a desarrollar en el campo exegético esas ideas que destruyen por completo la historicidad de los Evangelios. Schleiermacher funda su mística del corazón sobre la arena. De todos modos, el dogma no puede tener ningún contenido realista. Confiesa con candidez que ninguna frase de su libro de síntesis, La fe cristiana, perdería su fuerza si no hubiera una vida futura. Lo mismo vale para la existencia de Jesucristo. ¿Por qué? Porque el dogma y toda la religión no tiene más valor que el de su utilidad práctica. Una religión no es válida porque sea verdadera, sino porque engendra un sentimiento de piedad. Mientras que los protestantes ortodoxos fundan su fe en verdades históricas, los liberales se niegan absolutamente a ello.

“Vosotros creéis en algo que en otro tiempo, hace diecinueve siglos, sucedió fuera de vosotros, pero para vosotros. Nosotros creemos en algo que sucede dentro de nosotros; tenemos nuestra fe en Cristo. Pero ¿por qué queréis que él os diga quién es Cristo en sí mismo, qué es la Revelación en sí misma, qué es el milagro en sí mismo? El alma religiosa no tiene nada que hacer con estos juicio.” [3]

Después de haber eliminado todo fundamento histórico, es fácil ver cómo el propagador de la religión del sentimiento entiende la revelación. Es el sentimiento de nuestra dependencia absoluta de Dios, un puro “acto de conciencia”. Es una experiencia emotiva y piadosa, Dios sensible al corazón. La Biblia misma no es más que una colección de experiencias religiosas privilegiadas, cuyo único interés es provocar las nuestras. Hasta ese momento, los protestantes invocaban la experiencia religiosa como una brújula que orientaba su fe. Lutero la usaba como un trampolín para dar el salto en la sola fe absurda. La experiencia religiosa servía para creer en Dios, pero no para crear completamente a Dios, a la Revelación o a Jesucristo. En adelante, con Kant y Schleiermacher, esa experiencia personal reemplaza al hecho histórico de la Revelación divina. El sentimiento vivido y experimentado produce el objeto mismo de la creencia, como el hígado segrega la bilis. La experiencia individual es al mismo tiempo Revelación, fe, principio y fin de toda la religión.

“Toda revelación divina que no se realice en nosotros y que no se nos haga inmediata no existe para nosotros. Aquí no se puede eliminar el yo, porque sería eliminar al mismo tiempo la materia y cegar la fuente viva del conocimiento”[4]

Ése es el meollo del modernismo, que el cardenal Mercier define exactamente como la religión que saca de lo más recóndito de sí misma el objeto y el motivo de su fe. Hegel no pudo resistirse a refutar ese sistema como se merecía, dirigiéndole a su contemporáneo una agudeza que habría de hacerse famosa:

“Si la religión se funda sólo en el sentimiento, no tiene otra determinación que el sentimiento de pura dependencia, y en ese caso el mejor cristiano sería el perro, pues lleva dentro de sí mismo en sumo grado y vive admirablemente este sentimiento.”[5]

¿En qué se convierte Dios si se lo relega al fondo de la conciencia? Kant no había explicado qué era la conciencia. Schleiermacher saca provecho de esa omisión para asentar su teoría panteístico-religiosa. Para él, la religión es el sentimiento íntimo de la identidad del hombre con Dios.

“En efecto, la religión es la única que puede revelarnos a nosotros mismos lo que somos realmente en lo que es el Ser verdadero[6]. Buscar al Infinito y al Eterno en todo lo que existe y se mueve, en toda acción y pasión, unirse al Infinito y al Eterno por una especie de conciencia inmediata, poseerlo todo en Dios y a Dios en todo: eso es la religión… La religión es la unidad de todo nuestro ser y de todo el Ser, indeciblemente sentida en lo más profundo de nosotros mismos.”[7]

Dios no es un fenómeno que pueda observarse fuera de sí, ni una verdad demostrable por razonamiento lógico. El que no lo siente en su corazón nunca lo encontrará fuera de sí mismo. Dios es percibido por medio de la emoción religiosa, y sólo existe a través de ella. El dios de Schleiermacher está por encima de las fórmulas dogmáticas más diversas. Es la indiferencia de los contrarios y no podría subsistir sin el mundo. Con semejante óptica panteísta y hegeliana, el hombre se salva a sí mismo al hacerse cada vez más consciente de Dios, siguiendo los pasos de Jesucristo, el único que ha logrado tener plena conciencia de Dios.

El resultado de la religión del corazón, esa religión en que el hombre se hace salvador y Dios a la vez, es que es absolutamente universal. Las creencias de la humanidad entera están unificadas, no por un elemento común, ni siquiera por un dogma común dentro de las religiones, sino por un impulso común detrás de ellas. El punto común es el solo sentimiento de adoración y de dependencia del hombre frente al poder invisible. Schleiermacher, el primer ecumenista convencido, puede desahogar su corazón cantando una oda a la alegría fraterna.

La religión, concebida en su pureza original, es el vínculo indisoluble que une en cada alma todas sus tendencias espontáneas, que une a todas las almas entre sí, y a todas las almas con el universo.[8]

3. El dogma, símbolo evolutivo

Ni qué decir tiene que el concepto de dogma recibe un golpe mortal en la religión de la conciencia. El dogma, según Kant, debía ser contenido dentro de los límites de la razón pura. Schleiermacher es aún más expeditivo. Eliminando todo límite, vacía de contenido el dogma, como se vacían los odres viejos para llenarlos de vino ajeno. Los dogmas que conservamos para él son como ramas muertas adheridas al árbol vivo de la fe sentimental, y destinadas a desprenderse de él poco a poco. Al pelar la fruta se llega al hueso, y al deshacerse de los diferentes credos de las iglesias confesionales se ha de volver a descubrir la esencia del cristianismo. Bajo la letra de las fórmulas dogmáticas hay que recobrar el espíritu, el contenido religioso, la experiencia espiritual a la que invita. Todos los dogmas cristianos son juzgados en función de su valor para la vida espiritual. Son auténticos si inspiran la piedad, si dan calor al corazón. Jugando con los diferentes sentidos que se puede dar a la palabra símbolo, los protestantes liberales pasan del símbolo de la fe —el credo— a la fe simbólica. El dogma es tan sólo un símbolo. ¿Pero símbolo de qué? De nada en realidad, porque el dogma sólo es la traducción intelectual, simbólica y aproximativa de nuestra experiencia religiosa de las realidades inaccesibles. Ahora bien, si el dogma no es más que una imagen simbólica más o menos acertada, será inútil recalcar que también debe quedar sometida a la ley de transformación propia de todas las manifestaciones de la vida y del pensamiento humano. El dogma no es una verdad exótica procedente de una patria sobrenatural. Al contrario, producido y desarrollado por y para el hombre, lejos de ser una barrera para su libertad, es su más clara expresión.

Sobre una base tan precaria como la del sentimiento y la emoción individual, se llega a la destrucción pura y simple del dogma. En esto Ritschl va más lejos que todos sus predecesores. ¡Basta ya de querellas teológicas! Como verdadera obra maestra de acomodación, su teología conserva las palabras tradicionales, lo cual permite que cada fiel se incline por el contenido religioso de su propia cosecha. Por ejemplo, según él, la revelación de Dios pasa a ser la convicción de una comunidad religiosa de la que resulta una misma formación de la conciencia en muchos hombres. Aunque no ofrece reparos para aceptar que Jesucristo es el Hijo de Dios, sus explicaciones enredadas son, no obstante, poco satisfactorias.

“Sí, es indudable que Jesucristo experimentó una relación religiosa con Dios, de un carácter totalmente nuevo. Las dos cualidades de Cristo, revelador consumado de Dios y prototipo público del dominio espiritual ejercido sobre el mundo, están contenidas en el predicado de la divinidad. Pero ¿es posible que Cristo no fuese sencillamente más que un hombre? Yo no considero como simples hombres ni siquiera a mis propios enemigos, porque tienen cierta educación, cierto carácter moral. Pero ¿por qué queréis que él os diga quién es Cristo en sí mismo? Creemos en algo que sucede dentro de nosotros; tenemos nuestra fe en Cristo.”[9]

No es difícil comprender el equívoco que se esconde tras esas palabras, la divinidad en Cristo —Gottheit in Christo— admitida unánimemente por todas las confesiones, en lugar de la divinidad de Cristo —Gottheit Christi—. En la misma época, Harnack, un discípulo de Ritschl, enseñaba en la universidad de Berlín que el molesto versículo del credo, “Nació de Santa María Virgen”, era arcaico y no era necesario aceptarlo, pues en poco tiempo sería reemplazado por otro símbolo. Esas disensiones sobre el dogma enconaron las cosas a tal punto que se cuestionaba, tanto de un lado como del otro, si acaso había dos verdades, la verdad de la iglesia luterana y la verdad de los profesores de universidad, la verdad de la fe y la de la Historia. Este grave equívoco sobre el dogma tan sólo podía engendrar el equívoco en la organización eclesiástica.

4. La Iglesia del equívoco de Ritschl

Después de haber destruido el sistema autoritario propio de la Iglesia católica {en sus seguidores}, Lutero se comprometió a impedir el regreso de cualquier infalibilidad impuesta desde fuera. El protestantismo se vanagloria de haber trasladado la sede de la autoridad religiosa desde fuera hacia dentro, desde la Iglesia hacia la conciencia cristiana. Pero ese substituto plantea problemas peligrosos. ¿Qué aspecto puede tener una iglesia desprovista de toda autoridad? Y si todo gira alrededor del individuo, ¿en qué puede depender de una comunidad? Schleiermacher desea que cada uno escuche en su corazón el eco de la conciencia religiosa de la comunidad cristiana, pero a pesar de sus piadosos deseos de común armonía, el teólogo místico jamás llegó a nada. Harnack ve en la iglesia un espíritu nutrido con el mismo alimento, el Evangelio, que debe ser fuente de armonía y no de división. Sin embargo, más radical aún que su predecesor, pretende someter la experiencia colectiva a la experiencia individual, y renuncia implícitamente a la noción de iglesia. Invita con prudencia a quien se sirve de una iglesia a usar de ella como si no usara.

Para evitar la fragmentación de la iglesia en otras tantas conciencias individuales, Ritschl (1822-1889) aportará sus dotes de organizador. Juzgando que es difícil para el común de los mortales consultar en su propia conciencia la conciencia comunitaria prevista por Schleiermacher, va a lo más simple. Que cada uno se entregue a la acción del Espíritu, leyendo los libros sagrados[10] para encontrar en ellos una experiencia de lo divino. El reino de Dios es la reunión de los que, basándose en las Escrituras, creen en Cristo y son movidos por el amor. De esta manera, la sociedad religiosa presentará el aspecto, diverso pero armonioso, de una infinita diversidad de experiencias religiosas, satisfechas de sí mismas e infinitamente tolerantes con las demás. ¿Cuál puede ser el punto de unión en esta Babel de experiencias carismáticas producidas por los más diversos espíritus? Es la letra muerta de las Escrituras, el credo vacío de todo contenido, la lengua de la Biblia, por equívoca que sea.

“Cualquiera que haga uso de la lengua de la Biblia y de la Reforma en un sentido recto, incluso con malentendidos; cualquiera que emplee las palabras de esta lengua, considerándolas como términos sagrados de la cristiandad, como expresiones que no puede dejar de lado, aun cuando signifiquen para él otra cosa, no merece el desprecio, sino el reconocimiento por su piedad. Esta lengua es un vínculo de unión, como la lengua popular. Alegrémonos de que todos los teólogos se reúnan alrededor de las mismas palabras.”[11]

En otro tiempo Lutero se jactaba de encontrar el espíritu tras la letra; los liberales, en cambio, despreciaban el espíritu para no conservar más que la letra muerta. Del lado opuesto, la reacción era muy amarga, y los protestantes ortodoxos consideraban que hacer uso de esa moneda falsa era obrar con hipocresía.

Toda la escuela ritschliana se resintió de ello. Los métodos que aspiraban a establecer la paz sólo lograron sembrar la discordia durante todo el fin del siglo XIX. El símbolo tradicional del credo era la piedra de toque. Con cierta lógica, los pastores liberales preguntaban por qué se los invitaba, como estudiantes de teología, a renunciar a aquel símbolo que sus profesores universitarios destruían, y como pastores de almas, a mostrar ese mismo símbolo, a enseñarlo y a aparentar que creían en él. En las vivas escaramuzas que se dieron entre las autoridades religiosas y las universitarias resonó entonces la voz del ‘sumo pontífice’ de la iglesia de Prusia, Guillermo II. El cesaropapismo introducía en el debate el peso de su autoridad a favor de la encarnación de Cristo. El Estado decidió crear, junto a las universidades dominadas por los librepensadores, dos cátedras confiadas a profesores {protestantes} ortodoxos, que por lo demás pronto serían neutralizados por las rechiflas de los liberales que los trataban de “profesores de castigo”. Cuando las autoridades insistieron e impusieron la recitación pura y simple de esos símbolos como observancia de una consigna litúrgica, los liberales, con una sonrisa cínica, dijeron por boca del pastor Sydow en Berlín:

“¡Yo no profeso esos artículos del símbolo, sólo los leo!”.

De hecho, las Iglesias evangélicas alemanas de ese fin de siglo daban la impresión de combatir, no la incredulidad misma, sino toda creencia que se mostrase abiertamente y sin equívoco. La sinceridad se convertía en un delito que merecía ser castigado. Pero esos castigos sólo protegían la fachada, no podían pretender proteger la sustancia misma de la verdad, el sentido auténtico y tradicional del credo. Y con razón. Para que la secta protestante persistiera en su deseo de atacar a sus pastores por infidelidad a la doctrina pura, era necesario poseer una autoridad que fijara esa doctrina. Una de las víctimas de esos hostigamientos, el pastor Schrempf, reveló la perplejidad de las autoridades y demostró su falta de lógica en un lenguaje irrefutable. O bien la iglesia debía exigir de antemano una adhesión sin reservas a su símbolo, y notificar entonces a los teólogos heterodoxos que no podían ejercer el servicio divino; o bien debía permitir que el eclesiástico, al explicar el símbolo convertido en un documento puramente histórico, no fuera hostigado nunca por sus reservas hacia él. Pero la iglesia protestante no podía aceptar ninguna de las dos opciones. En efecto, aceptar la solución ortodoxa significaba abdicar de la libertad de examen de los comienzos de la reforma; aceptar la segunda solución significaba legalizar la anarquía y la disolución de los marcos de la Iglesia.

El lector nos perdonará si, por un instante, adoptamos un estilo ligero, que al menos tendrá la ventaja de mostrar lo absurdo de la situación al otro lado del Rin en materia religiosa. En efecto, si no tuviese su correspondiente lado trágico durante la crisis modernista, al liberalismo protestante no le faltaría comicidad en aquella Prusia que parecía una sala de clase en plena efervescencia. No falta nada para la escenificación. Entre el soñador romántico, Schleiermacher, y el jefe de las cabezas locas, Ritschl, los niños terribles abuchean, a cual más, a los niños buenos sentados en sus pupitres. Les hacen una guerra sin piedad, atacando los dogmas más fundamentales de su fe. Entre ambos partidos se encuentra el peón Harnack, que medio en serio y medio en broma, piensa como unos y actúa como otros. Pero entonces llega muy sofocado el profesor de disciplina, Guillermo II, con toda la Corte suprema de las confesiones alemanas. Implora la paz de rodillas, para no escandalizar a los estudiosos alumnos de la clase de al lado, los católicos.

Así se disolvía el protestantismo en Alemania, en perfecta lógica con sus principios, transformándose en la organización del equívoco y en la iglesia de la duplicidad. El historiador Rivière termina su estudio del protestantismo liberal señalando que ofrece la imagen de lo que habría ocurrido en la Iglesia si el modernismo se hubiese instalado cerca de ella[12] {en esos tiempos}.

Autor: P. D. Bourmaud.

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Texto y notas de pie de página añadidos por este blog, los que están entre { }, además de hipervínculos y signos de ‘ ‘

[1] Der christliche Glaube.

[2] En DTC, «Schleiermacher», col. 1449.

[3] Ritschl, en DAFC, «Réforme», col. 678-679.

[4] Sabatier, Esquisse d’une philosophie de la religion, pp. 59 y 379, en Rivière, p. 55 y DAFC, «Immanence», col. 573-574.

[5] Hegel, en DTC, “Schleiermacher”, col. 1505.

[6] Probablemente sea éste el origen de la famosa frase escrita por De Lubac y luego repetida por Juanpablo2 en su primera encíclica Redemptor hominis: “Al revelar al Padre, y al ser revelado por Él, [Cristo] termina por revelar el hombre a sí mismo”. Véase el capítulo 17.

[7] Ueber die Religion, pp. 41-43, en DAFC, «Immanence», col. 571.

[8] Der christliche Glaube, secc. 4, en Stewart, Modernism, p. 204.

[9] Ritschl, en DAFC, “Réforme”, col. 677.

[10] {Ya habían quitado siete libros sagrados al igual que los judíos de la septuaginta que sus mismos antepasados conservaron e iban cambiando la traducción sin ser fieles a los originales siquiera.}

[11] Kattenbusch, discípulo de Ritschl, ibíd., col. 678.

[12] Rivière, Le modernisme dans l’Église, p. 59.

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