Pertenencia a la Iglesia

P. Michael Shmaus, Teología dogmática, la Iglesia, 1956

APARTADO 3. Doctrina de los santos padres […]

La teología posterior conserva y amplía este punto de vista. Vamos a citar como ejemplo al teólogo francés Tournely (1658-1729). De acuerdo con toda la teología postridentina distingue el aspecto invisible y el aspecto visible de la Iglesia; no coinciden sino que son en cierto modo como dos campos o círculos secantes. El ámbito de la Iglesia invisible es a la vez mayor y menor que el ámbito de la Iglesia visible, ya que hay cosas que pertenecen a la Iglesia invisible sin pertenecer a la visible y viceversa. Tournely, también de acuerdo con la teología de su tiempo, identifica la Iglesia invisible con el cuerpo de Cristo. En esta concepción de la Iglesia ocurre que la Iglesia visible es excluida de la idea de Iglesia total como cuerpo de Cristo. Habría que preguntar si en esta concepción que distingue una Iglesia invisible no está influyendo la teoría protestante de que la Iglesia es la comunidad invisible en el Espíritu Santo. La teología postridentina destacó intencionadamente la visibilidad de la Iglesia, pero en la cuestión que nos ocupa pudo sin duda influir el protestantismo. En todo caso la doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo no fue bien entendida. Sólo la encíclica Mystici Corporis superó, por fin, esa estrecha interpretación de la doctrina paulina; por primera vez se recupera su pleno sentido; según la encíclica el cuerpo místico de Cristo es la Iglesia una, católica y romana. Esto plantea un difícil problema: si sólo la Iglesia católica y romana puede llamarse cuerpo místico de Cristo, los que no pertenecen a la Iglesia católica y romana ¿no pertenecen a la Iglesia de ninguna manera? En la teología moderna se podía decir que pertenecían a la interna comunidad de gracia, como si dijéramos al alma de la Iglesia. Pero si la interna comunidad de gracia no llega hasta el ámbito de la Iglesia visible, esa respuesta ya no es posible, porque el cuerpo místico de Cristo se identifica con la Iglesia romana. La cuestión tiene importancia existencial, porque fuera de la Iglesia nadie puede salvarse. Responderemos a esta cuestión al estudiar la visibilidad de la Iglesia.

[…]

IX. Explicación teológico-metafísica. El Espíritu Santo, corazón y alma de la Iglesia

1. Vamos a ver ahora la cuestión de cómo debe explicarse ontológicamente la relación del Espíritu Santo y la Iglesia. Se ha dicho muchas veces que es semejante a la relación entre Cristo y su naturaleza humana. El cardenal Manning propuso al Concilio Vaticano que esta relación del Espíritu Santo fuera explicada por analogía con la encarnación, pero que de ninguna manera se podía hablar de unión hipostática (E. Mersch, Le Corps mystique, 1936, II, 357). De hecho los Santos Padres intentan muchas veces dar una idea de la relación del Espíritu Santo con la Iglesia comparándola con la encarnación del Logos; el Hijo de Dios se unió a la naturaleza y la asumió en su existencia de forma que sólo existe en Él y por Él y así se unió, según su opinión, el Espíritu Santo a la Iglesia de forma que la Iglesia sólo existe en Él y por Él. Esta comparación puede dar una idea de la relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia, pero tiene sus límites; entre el Espíritu Santo y la Iglesia no hay unión hipostática. La Iglesia no pertenece al Espíritu Santo como que Él fuera su suppositum, sin embargo, es así como la naturaleza humana de Cristo pertenece al Logos. La relación entre la Iglesia y el Espíritu Santo puede ser exactamente caracterizada como «vínculo» o como «unión»; no es unidad de existencia sino de actividad; también la actividad pertenece al plano ontológico; pero no anula la personalidad de los miembros de la Iglesia. La Iglesia es obra del Espíritu Santo, pero no es la naturaleza humana vinculada a Él en unidad personal. San Alberto Magno dice (De sacrificio Missae II, 9, a. 9): «En vista de que el Espíritu Santo ha sido dado y enviado para santificación de la criatura—esta santidad no puede faltar jamás en la Iglesia, aunque falta a veces en los individuos—, se la llama «santa Iglesia». Como todo artículo de la fe tiene su fundamento en la verdad divina y eterna… este artículo se funda en la obra del Espíritu Santo mismo, es decir, las palabras «creo en el Espíritu Santo» se refieren no sólo al Espíritu en sí sino a su propia obra que consiste en santificar a la Iglesia. La infunde la santidad en los sacramentos, en las virtudes y en los dones que concede para perfección de la santidad y, finalmente, en los milagros y en los carismas.»

Hay que tener en cuenta además que la naturaleza humana asumida por el Logos es individual; el Espíritu Santo, en cambio, se une a una comunidad de hombres. Los creyentes que forman la comunidad de la Iglesia en el Espíritu Santo conservan su personal mismidad[5]; aunque son transformados en nuevas criaturas divinizadas. No se unen en una especie de naturaleza común mística, cuya razón de subsistencia sea el Espíritu Santo; esto no se puede decir tampoco de Cristo. Aunque la teología patrística y la moderna dicen a veces que Cristo y la Iglesia forman «un solo» hombre, una sola persona o una sola carne, hay que entender correctamente esa formulación; Santo Tomás añade siempre un «como»; según él, Cristo y la Iglesia son como una sola persona. Esta precavida expresión tiene en cuenta que la Iglesia es una comunidad de individuos que conservan su existencia particular a pesar de su íntima unión con Cristo y entre sí. Por lo demás Santo Tomás de Aquino hace en este texto una afirmación cristológica más que eclesiológica. Va persiguiendo el problema de cómo la obra de Cristo pudo ser suficiente para salvar a toda la humanidad y encuentra la razón en la unidad de Cristo con los hombres. Esta unidad fue creada por voluntad de Dios y tiene su justificación interna en el hecho de que en Cristo estaba realizada la plenitud de la gracia. En virtud de esa plenitud de gracia está ordenado a toda la humanidad de forma que la humanidad le pertenece y forma con ella como una sola persona. Pero para que el individuo participe de la plenitud de gracia de Cristo, debe realizar la relación con Cristo por medio de la fe. La teología postridentina interpretó la afirmación tomista de que Cristo y la Iglesia forman una sola persona en sentido eclesiológico preferentemente; es decir, se va persiguiendo el problema de qué especie de unión hay entre la Iglesia y su cabeza o entre la Iglesia y el Espíritu Santo.

La unión de la Iglesia con el Espíritu Santo es, pues, semejante a la que existe entre la naturaleza humana y el Logos, pero es de semejante en mayor grado que semejante. Si incluso de Cristo hay que decir que existen en Él dos naturalezas, dos voluntades y dos actividades—una divina y otra humana—con mucha más razón y en sentido esencialmente intenso hay que decirlo de la Iglesia. Si el Concilio de Calcedonia dice que las dos naturalezas de Cristo «no se mezclan», con el mismo y mayor derecho hay que decirlo de la Iglesia, porque el Espíritu Santo y su actividad no se mezclan en unidad panteísta con la actividad de la Iglesia. Pero aunque el Concilio de Calcedonia dice que lo divino y lo humano de Cristo son inseparables y están inseparados, de la Iglesia sólo puede decirse en cierto sentido, ya que la unión entre ella y el Espíritu Santo es esencialmente menos fuerte que la existente entre la Iglesia y Cristo. Precisamente lo que no puede decirse de Cristo—que Dios habita en el hombre Jesús—es lo que se dice de la relación del Espíritu Santo y la Iglesia: el Espíritu Santo habita en la Iglesia y en sus miembros. Respecto a la Iglesia es verdad una afirmación que sería herejía dicha de Cristo. Si se hablara de la Iglesia como de Cristo se caería también en herejía. Como en Cristo sólo hay una persona—la divina—de todo lo que Cristo hace es responsable la persona; incluso lo que ocurre en la naturaleza humana de Cristo es una acción de Dios, es decir, una acción de Dios mediante la naturaleza humana. Pero no puede decirse lo mismo de la Iglesia, porque en ella la independencia del hombre tiene mayor campo de juego, ya que sigue existiendo la persona humana con su libertad y responsabilidad.

Para entender más exactamente este hecho hay que hacer una distinción: la Iglesia puede ser considerada—según veremos—como la comunidad de los creyentes en Cristo (comunidad de salvación) y como institución para mediar en la salvación (institución salvadora): es ambas cosas en una, pero se puede subrayar el uno o el otro punto de vista. Si se la considera como comunidad de los creyentes se destaca con más fuerza la libertad del individuo, que si se la considera como institución salvadora. En cuanto que es institución salvadora el Espíritu Santo usa a los miembros capacitados y autorizados como instrumentos de su actividad; el presupuesto de este hecho es el carácter sacramental. Lo que hacen los miembros instituidos para instrumentos del Espíritu no lo hacen para sí, sino para otro; pueden ponerse libremente a disposición del Espíritu Santo, pero no pueden disponer del contenido de su actividad. Es distinta la situación, cuando la Iglesia es considerada como la comunidad de los que creen en Cristo y de los salvados por la fe; también en ellos obra el Espíritu Santo mediante la gracia y las virtudes teologales, pero lo que obra está al servicio de la salvación del mismo que es poseído por el Espíritu Santo; por tanto, se puede entregar al Espíritu con más o menos sinceridad, pueden incluso evadir su iniciativa y entregarse a la debilidad humana. Cfr. Dogme christologique et Ecclésiologie. Verità et limites d’un parallèle, en: «Das Konzil von Chalkedon. Geschichte und Gegenwart». Edit. A. Grillmaeier, S. J., y H. Bacht, S. J. II (1954) 240-268.

La Sagrada Escritura describe la relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia como un estar con la Iglesia (Jn. 16, 16), como ser dado (Jn. 16, 16), como ser recibido (Jn. 5, 17), como quedarse con ella (Jn. 5, 17), como estar presente, como habitar en ella, como perfeccionamiento de la Iglesia o del portador del Espíritu, como un dar testimonio, como gobernar, como enseñar, como orar, etc. Evidentemente el Espíritu Santo está con la Iglesia en una relación duradera e íntima; su relación no se repite de caso en caso y de actuación en actuación, sino que es constante, pero no forman unidad sustancial. En contradicción con esta afirmación están la tesis idealista de que la Iglesia es un grado concreto de la evolución del Espíritu divino (panteísmo) y la interpretación «actualista» de la Iglesia que hace Karl Barth, que olvida que el Espíritu Santo está continuamente presente y actuando en la Iglesia. Siempre es activo; su presencia es presencia activa; en este sentido puede hablarse de presencia actualista pero no en el sentido de que la Iglesia está siendo constituida continuamente y en actos nuevos por obra del Espíritu Santo.

2. A lo largo de la historia esta relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia se ha expresado diciendo que el Espíritu Santo es el corazón o el alma de la Iglesia.

a) La primera denominación compara la actividad del Espíritu Santo en la Iglesia a la que tiene el corazón en la organización del hombre (cfr. § 130).

El corazón es descrito en la Escritura como el centro vivo del que proceden los actos personales del hombre: sus pensamientos, resoluciones, cuidados, alegrías, tristezas y, sobre todo, su amor, porque en el amor, el hombre se posee y realiza continuamente a sí mismo. El corazón es el lugar en que cuerpo y alma se tocan y se unen. En el corazón coincide el espíritu con el cuerpo y se convierte en alma, y el cuerpo coincide con el espíritu y se convierte en organismo. El corazón es el lugar en que la esfera de los sentidos e impulsos es asumida por el espíritu, donde es unida, iluminada y transformada por él, en que el espíritu penetra hasta el mundo de los impulsos que se le abre relacionándose a través de él con la naturaleza y con la vida. Esta unión del espíritu y del impulso sólo puede ocurrir cuando el impulso sacrifica su ceguera, su sinrazón y su impetuosidad y el espíritu sacrifica su orgullo, su frialdad y su violencia; sólo se logra cuando ambos son asumidos en el ámbito del corazón, del amor, de la generosidad y del sacrificio. El corazón cumple, pues, una misión unificadora y otra purificadora (R. Guarding Die Bekehrung des heiligen Aurelius Augustinus, 1935, 63-67). Es el vínculo que une el cuerpo y el espíritu y a la vez el poder configurador que forma el espíritu y el cuerpo.

Dada esta descripción del corazón humano—alimentada de la Escritura—es natural que el Espíritu Santo sea llamado corazón de la Iglesia. Por Iglesia hay que entender la unidad de cabeza y cuerpo, de Cristo y los cristianos. El Espíritu Santo es—como hemos visto—el vínculo que une a Cristo y a los cristianos; es el amor personal que abarca y reúne a Cristo y a su comunidad; es el lugar en que la humanidad coincide con Cristo convirtiéndose en cuerpo vivo de Él y en donde Cristo coincide con los hombres y se hace su cabeza; es el vivo ambiente personal en que la Iglesia es ella misma y a la vez es el poder configurador personal de la Iglesia.

La tradición teológica ha descrito al Espíritu Santo como corazón de la Iglesia, si bien es cierto que partiendo de distintos supuestos y en parte diferentes de los aquí enunciados. Citemos como ejemplo a Santo Tomás; Santo Tomás apoyándose en Aristóteles considera el corazón como miembro primero del organismo; desde él fluyen las fuerzas vitales al cuerpo; el corazón además de ser fuente de las fuerzas vitales es fundamento del ser de todos los miembros; es el invisible espacio interior del hombre, su interioridad. A estas funciones del corazón corresponde la situación que compete al Espíritu Santo dentro de la Iglesia (M. Grabmann, Die Lehre des heiligen Thomas von Aquin von der Kirche, 1903, 184-193; Th. Kappeli, Zur Lehre des hi. Thomas von Aquin vom Corpus Christi mysticum, 1931, 99). […]

b) Como el Espíritu Santo es el poder configurador de la Iglesia—de la Cabeza y de los miembros—San Agustín lo compara también al alma. La comparación con el corazón no excluye esta otra; ninguna comparación da idea total de la actividad del Espíritu Santo; pero muchas metáforas y comparaciones nos revelan muchos aspectos de ellas; cada imagen aclara un aspecto de su actividad. Dios alentó el alma al primer hombre y este se convirtió en ser vivo (Gen. 2, 16; cfr. § 125) y así Cristo alentó el Espíritu Santo a la totalidad de los que creían en Él y ellos se convirtieron en comunidad viva, llena del Espíritu. El Espíritu Santo se relaciona con la Iglesia de modo semejante a como el alma se relaciona con el hombre; el Espíritu Santo es forma esencial, ley esencial personal y fuerza configuradora o estructural de la Iglesia (cfr. § 160). Por el Espíritu Santo es la Iglesia lo que es; a Él debe su ser así; por Él logra su yo; en Él se posee a sí misma; es entendida aquí la Iglesia como una comunidad que es cuasi-persona y que llega a serlo porque Cristo es su cabeza. El Espíritu Santo da a la Iglesia vida, movimiento y actividad.

Al comparar al Espíritu Santo con el alma no hay que olvidar los límites de la comparación. En el hombre el alma se une al cuerpo en una sola sustancia compuesta; pero el Espíritu Santo y la Iglesia no forman una sola sustancia; es cierto que toda obra de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, pero a la vez es obra del hombre. La intimidad con que se unen la acción divina y la humana, no anula la libertad ni la responsabilidad de los hombres (cfr. §§ 208-211). El Espíritu Santo sigue siendo tan distinto del creyente, como Dios del hombre. No se identifica ni con el creyente, ni con el espíritu comunitario cristiano, ni con el sentimiento comunitario. No se convierte en un elemento o miembro de la pluralidad de los creyentes que forman unidad. Del mismo modo que no existe el pancristismo o panteísmo cristológico, no existe tampoco el panneumatismo o panteísmo pneumatológico. Moehler refutó toda confusión panteísta del Espíritu y del hombre en su obra Athanasius.

En la época de los Santos Padres se defendió a veces la opinión de que el Espíritu Santo se podía comparar al alma en el ámbito interior de la Iglesia y que en el ámbito externo de ella, podía ser comparada al alma la institución del apostolado y su sucesión. Pero esta distinción no se impuso en la teología. Si se quiere dar significación ontológica a la institución del apostolado, puede llamársela causa o principio formal de la Iglesia. Los apóstoles son los fundadores de la Iglesia instituidos por Cristo, pero son a la vez el principio formal de la Iglesia fundada en cuanto que constituyen su estructura jurídica. En los próximos parágrafos hablaremos de este tema.

La Iglesia se distingue de todas las demás comunidades profanas y religiosas, porque el Espíritu Santo es su alma; aunque se parezca a ellas externamente se distingue de ellas por su ley de vida de modo semejante a como el Logos encarnado se distingue de cualquier otro hombre.

Como la Iglesia en cuanto tal está dominada por el Espíritu Santo, cada miembro de la comunidad de la Iglesia y cada elemento de su orden visible se caracteriza también por estar bajo la influencia configuradora del Espíritu Santo y se distingue, por tanto, de cualquier otra realidad que esté sometida a otra ley. Estudiaremos más en concreto este problema en el tratado de la gracia.

Resumamos ahora la influencia del Espíritu Santo sobre el bautizado: «Por su inhabitación en cada miembro, el Espíritu Santo se convierte en su fuerza y principio vital, comunicado por el acto incorporador del bautismo (Rom. 6, 4; Gal. 2, 20; 3, 14; Rom. 5, 5). Dios ha ungido a los que pertenecen a Cristo y les ha impreso un sello misterioso, les ha dado como prenda el Espíritu (Rom. 8,14) y les ha hecho, por tanto, hijos de Dios (Rom. 8, 14) y les ha hecho semejantes y jurídicamente idénticos en el orden sobrenatural a la cabeza de la que son miembros (Rom. 8, 17; Gal. 3, 27). El Espíritu Santo habita en cada miembro como en un templo (1 Cor. 3, 16: 6, 19) y se convierte para ellos en principio de actividad. Este Espíritu es el Pneuma de Cristo, portador del Espíritu Santo (Rom. 8, 19; Gal. 4, 6). El Pneuma es la fuerza que engendra y posibilita la vida cristiana. Los pensamientos, decisiones, acciones y sensaciones santas de la vida de los cristianos son las huellas de ese misterioso Pneuma. Toda la vida del cristiano—su fe, esperanza y caridad, su padecer y obrar, y su ánimo—está llena del Espíritu de Dios» (H. Bertrams, Das Wesen des Geistes nach der Anschauung des Apostel Paulus, Münster 1913, 65). Todos estos efectos se dicen de los individuos en cuanto miembros del único «nosotros» de los bautizados. Existe un solo espíritu de Dios y un solo espíritu de Cristo y por eso reúne a todos en una comunidad. El único Espíritu crea y domina la comunidad de los portadores del Espíritu.

X. La presencia del Espíritu Santo como apropiación

La tesis de que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia necesita otra precisión; en el primer volumen de esta obra estudiamos que toda actividad de las tres personas divinas en la creación tiene el sello de la unidad; las tres divinas personas son un principio único de actividad, obran en una sola acción. Por esta razón la actividad en la Iglesia no debe atribuirse al Espíritu Santo como si le compitiera a Él sólo, desligado de las otras dos personas divinas. El hecho de atribuírsela a Él es una apropiación (cfr. §§ 160 y 49-51). El Padre y el Hijo están presentes en la Iglesia junto con el Espíritu Santo; pero la característica personal del Espíritu Santo desempeña un papel especial. Las tres divinas personas están presentes según sus características personales: el Padre en cuanto que engendra al Hijo y al Espíritu Santo; el Hijo en cuanto que es engendrado por el Padre y alienta el Espíritu Santo, y el Espíritu Santo en cuanto alentado por el Padre y el Hijo o por el Padre mediante el Hijo. Este modo de presencia del Espíritu Santo resulta por una parte de la relación mutua de las tres divinas personas y por otra parte del hecho de que es enviado por el Padre y el Hijo. Está presente continuamente como enviado y en la misión se refleja su eterno origen. Así se mantiene la doctrina de la unidad de la actividad de Dios y se justifica el testimonio de la Escritura sobre la significación del Espíritu Santo para la Iglesia. .

Sobre este tema dice Pío XII: «No ignoramos., ciertamente, que para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina—que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas—se interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación de esta cuestión, así como del contraste de las diversas opiniones y de la coincidencia de pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento debido a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos rayos con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas sagradas. No censuramos, por tanto, a los que usan diversos métodos para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de nuestra admirable unión con Cristo. Pero todos tengan por norma general e inconcusa, si no quieren apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio de la Iglesia, la siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión mística, toda forma que haga a los fieles traspasar de cualquier modo el orden de las cosas creadas e invadir erróneamente lo divino, sin que ni un solo atributo, propio del sempiterno Dios, pueda atribuírsele como propio. Y además sostengan firmemente y con toda certeza que en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto que todo se refiere a Dios, como a suprema causa eficiente.

«También es necesario que adviertan que aquí se trata de un misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas, dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor (cfr. Th. 1, 43, 3), aunque completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural. Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar el método que el Concilio Vaticano (Sess. Const. de fide cathol. c. 4) recomienda mucho en estas materias: esto es, que si se procura obtener luz para conocer un tanto los arcanos de Dios, se consigue comparando los mismos entre sí y con el fin último a que están enderezados. Oportunamente, según eso, al hablar nuestro sapientísimo antecesor León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: «Esta admirable unión que con nombre propio se llama inhabitación difiere sólo en la condición o estado [viadores en la tierra] de aquella con que Dios abraza a los del cielo beatificándolos» (Divinum illud: A. S. S. 29, 653). Con la cual visión será posible de una manera absolutamente inefable contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad.»

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XII. La doctrina de los Santos Padres y la Escolástica[…]

También en la Edad Media y en la Moderna mantuvieron casi todos los grandes teólogos la doctrina de que el Espíritu Santo es el corazón y el alma de la Iglesia. Basten unos pocos ejemplos. Guillermo de Auxerre dice en su Summa aurea (lib. 3, tract. 1, cap. 49, 5): «Del mismo modo que todos los miembros de un cuerpo son vivificados por el alma que tiene su asiento en la cabeza, así todos los creyentes son vivificados por una sola alma; el Espíritu Santo, que tiene su sede preferentemente en la Cabeza Cristo.» Tomás de Aquino escribe al explicar el noveno artículo de la fe: «De la misma manera que en el hombre hay solo un cuerpo y un alma y muchos miembros, la Iglesia católica es también un solo cuerpo con muchos miembros. El alma que vivifica este cuerpo es el Espíritu Santo.» En el Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, lib. 3, dist. 13, q. 2, art. 2, dice: «El Espíritu Santo, que es la última perfección del cuerpo místico de Cristo, es semejante al alma en sus relaciones con el cuerpo natural.» Fenelón dice en su tratado sobre el oficio de los pastores, cap. II, 25 (Obras, 1820, II): «La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, su manifestación sensible. Todos los miembros de la Iglesia verdaderamente vivificados por el Espíritu Santo forman un verdadero todo y un cuerpo vivo, cuya unidad es imagen de la unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo vivifica y organiza todo este gran cuerpo.»

León XIII, citando a San Agustín, dice en la encíclica Divinum illud: «Cristo es la Cabeza de la Iglesia y el Espíritu Santo es su alma.»

La doctrina de Pío XII es, pues, la conclusión y coronación de la tradición eclesiástica.

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XIII. El amor, ley estructural interna de la Iglesia

1. Si el Espíritu Santo es el corazón y el alma de la Iglesia, como el Espíritu Santo es amor, el corazón y alma de la Iglesia es el amor. El Espíritu Santo es el sello del amor con que se abrazan el Padre y el Hijo (cfr. 56 y 90); en cuanto amor intradivino infundido y enviado a la Iglesia por el Padre y el Hijo caracteriza a la Iglesia como comunidad de amor. El amor es, por tanto, el misterio más hondo de la Iglesia que es vínculo de amor; pero no un vínculo en que se encuentran los hombres que se abren unos a otros, sino una comunidad sellada por el amor de Dios y creada por el Hijo hecho hombre por amor a los hombres. El amor propio del Espíritu Santo, su esencia misma, no es un amor autosuficiente sino el amor que se regala y sacrifica. El amor de Dios se da a conocer por su propiedad de hacernos participar de su gloria. Se verá más claro, si se recuerda que es el Hijo de Dios sacrificado en la Cruz, el Hijo de Dios hecho hombre, quien nos envía el Espíritu Santo. El amor de Dios encarnado en Cristo continúa su realización en la Iglesia; en ella se encarna para todos los tiempos y lugares y llena y mueve a cada miembro de la Iglesia. La conducta de los miembros de la Iglesia es, pues, determinada por el hecho de que impulsada y configurada por el amor personal de Dios se entrega a la Iglesia y se ofrece dispuesta al sacrificio a la comunidad y a los miembros de la comunidad. El Espíritu Santo crea en ellos el amor como una facultad propia de ellos. Cuanto más penetran en el movimiento de amor que procede del Espíritu Santo, tanto más se incorporan a la Iglesia y con mayor fuerza se expresa en su conducta el ser íntimo de la Iglesia. También la teología moral católica puede encontrar aquí un legítimo punto de partida.

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III. Pertenencia a la Iglesia (Incorporación a la Iglesia)

1. Textos eclesiásticos

La visibilidad de la Iglesia—que debe ser entendida de esa manera—aparece en todos los miembros del Cuerpo de Cristo; con la máxima intensidad y claridad en los portadores del poder de misión de la Iglesia, pero también en todos los demás miembros del pueblo de Dios. Por tanto, tenemos que estudiar la cuestión de quién puede ser considerado como perteneciente al pueblo de Dios. Esta cuestión está estrechamente relacionada con la de la significación salvadora de la Iglesia, pero debe ser distinguida e incluso separada de ella. La última será tratada en la sección III.

Sobre el problema de quién pertenece a la Iglesia, es decir, quién es considerado como miembro de la Iglesia, hay varias declaraciones doctrinales. Vamos a citar las más importantes:

a) Según el Código de Derecho canónico (canon 87), el hombre se hace «persona» en la Iglesia de Cristo por el bautismo. Esta disposición afecta tanto al orden ontológico como al jurídico-moral; pues el ser persona implica determinados derechos y deberes. Lo cual es estatuido de hecho expresamente en el citado canon del Código de Derecho canónico. La admisión en la Iglesia no ocurre, por tanto, como en una asociación, por inscripción o declaración de ingreso, ni tampoco por un mero acto humano de admisión, sino por caminos sacramentales, a saber, por el renacimiento obrado por Dios. Ocurre por un acto de arriba, y no por un acto de abajo. Dios se sirve para ello del signo del bautismo puesto por la Iglesia en cuanto instrumento suyo. Según esto, todo bautizado es persona en la Iglesia. Por el bautismo de deseo o el bautismo de sangre no es causado el ser persona en la Iglesia (véase vol. VI, § 238).

Fundamento de la pertenencia a la Iglesia obrada por el bautismo es el carácter sacramental obrado por él (véase vol. VI, § 226). Como veremos al estudiar el bautismo, según la idea de la Teología de la Escolástica antigua, elaborada sobre la base de la doctrina patrística, el carácter sacramental es signum distinctivum, signum configurativum, signum obligativum y signum dispositivum. Obra la pertenencia y semejanza a Cristo. Pero Cristo es la Cabeza de la Iglesia. Y así, la pertenencia a Cristo significa a la vez pertenencia a la Iglesia. El carácter sacramental es indeleble. Por eso la pertenencia a la Iglesia no puede ser jamás perdida por los bautizados. De modo semejante a como es intrínsecamente propia de todo condenado la relación a Dios fundada en el carácter de criatura, es propia del condenado bautizado la interna relación a Cristo y a la Iglesia, fundada en el carácter sacramental. Vale el antiguo dicho: semel christianus, semper christianus. L. Hódl, Die Grundfragen der Sa- kramemtenlehre des Herveus Natalis O. P. (♰ 1323), en «Münchener Theol. Studien», edit. por Fr. Z. Seppelt, Jor. Pascher, Kl. Morsdorf, II. Syst. Abteilung (1956), 180 y sigs.; J. Kaup, Das Wesen des sakramentalen Charakters nach Petrus Johannis Olivi und Petrus de Trabibus, en «Theologie in Geschichte und Gegenwart, Festschrift M. Schmaus», edit. por Joh. Auer y Hermann Volk (1957), II, 807-824.

b) El mismo convencimiento aparece a lo largo de la historia en varias declaraciones del magisterio eclesiástico. Por ejemplo, en el III Concilio de Valence (855), celebrado bajo el pontificado de León IV, se dice en un decreto sobre la predestinación, canon 5, contra Johannes Skotus Eriugena: «Igualmente creemos ha de mantenerse firmísimamente que toda la muchedumbre de los fieles, regenerada por el agua y el Espíritu Santo (Jn. 3, 5) y por esto incorporada verdaderamente a la Iglesia y, conforme a la doctrina evangélica, bautizada en la muerte de Cristo (Rom. 6, 3), fue lavada de sus pecados en la sangre del mismo; porque tampoco en ellos hubiera podido haber verdadera regeneración si no hubiera también verdadera redención, como quiera que en los sacramentos de la Iglesia no hay nada vano, nada que sea cosa de juego, sino que todo es absolutamente verdadero y estriba en su misma verdad y sinceridad. Mas de la misma muchedumbre de los fieles y redimidos, unos se salvan con eterna salvación, pues por la gracia de Dios permanecen fielmente en su redención, llevando en el corazón la palabra de su Señor mismo: El que perseverare hasta el fin, ese se salvará (Mt. 10, 22; 24, 13); otros por no querer permanecer en la salud de la fe que al principio recibieron, y preferir anular por su mala doctrina o vida la gracia de la redención que no guardarla, no llegan en modo alguno a la plenitud de la salud y a la percepción de la bienaventuranza eterna. A la verdad en uno y otro punto tenemos la doctrina del piadoso Doctor: Cuanto* hemos sido bautizados en Cristo Jesús, en su muerte hemos sido bautizados (Rom. 6, 3); y: Todos los que en Cristo habéis sido bautizados, a Cristo os ves-tísteis (Gal. 3, 27); y otra vez; Acerquémonos con corazón verdadero en plenitud de je, lavados por aspersión nuestros corazones de toda conciencia mala y bañado nuestro cuerpo con agua limpia, mantengamos indeclinable la confesión de nuestra esperanza (Hebr. 10, 22 s); y otra vez: Si, voluntariamente… pecamos después de recibida noticia de la verdad, ya no nos queda víctima por nuestros pecados (Hebr. 10, 26); y otra vez: El que hace nula la ley de Moisés, sin compasión ninguna muere ante la deposición de dos o tres testigos. ¿Cuánto más pensáis merece peores suplicios el que conculcare al Hijo de Dios y profanare la sangre del Testamento, en que fue santificado e hiciere injuria al Espíritu de la gracia? (Hebr. 10, 28 s).» (D. 324). En el decreto Exultate Deo para los armenios, dado por el Concilio de Florencia el 22 de noviembre de 1439 se dice: «El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo bautismo, que es la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia. Y habiendo por el primer hombre entrado la muerte en todos si no renacemos por el agua y el Espíritu, como dice la Verdad, no podemos entrar en el reino de los cielos (cfr. Jn. 3, 5). La materia de este sacramento es el agua verdadera y natural, y lo mismo da que sea caliente o fría. Y la forma es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. No negamos, sin embargo, que también se realiza verdadero bautismo por las palabras: Es bautizado este siervo de Cristo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; o: Es bautizado por mis manos fulano en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Porque, siendo la santa Trinidad la causa principal por la que tiene virtud el bautismo y la instrumental el ministro que da externamente el sacramento, si se expresa el acto que se ejerce por el mismo ministro, con la invocación de la santa Trinidad, se realiza el sacramento. El ministro de este sacramento es el sacerdote a quien de ordinario compete bautizar. Pero en caso de necesidad, no sólo puede bautizar el sacerdote o el diácono, sino también un laico y una mujer y hasta un pagano y hereje, con tal de que guarde la forma de la Iglesia y tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia. El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios» (D. 696). De modo parecido se expresan los papas Benedicto XIV y Pío IX (Gaspari-Serédi, Codicis Iuris Canonici Fontes, II, 197. 394. 510. 586). En especial fue rechazada la idea de que sólo los santos o los predestinados pertenecen a la Iglesia. Así el Concilio de Constanza en la 15 sesión, del 6 de julio de 1415, condena la tesis, defendida por Johannes Hus: «Única es la Santa Iglesia universal, que es la Universidad de los predestinados.» «Los precitos no son parte de la Iglesia, como quiera que al final, ninguna parte suya ha de caer de ella, pues la caridad de predestinación que la liga, nunca caerá» (D. 627, 629). «El precito, aun cuando alguna vez esté en gracia según la presente justicia, nunca, sin embargo, es parte de la Santa Iglesia y el predestinado siempre permanece miembro de la Iglesia, aun cuando alguna vez caiga de la gracia adventicia, pero no de la gracia de predestinación» (D. 631. Véase también D. 632). «No es menester creer que éste, quienquiera sea el Romano Pontífice es cabeza de cualquier Iglesia Santa particular, si Dios no le hubiera predestinado» (D. 637); sobre estas condenaciones véanse también las bulas Inter cunetas e In eminentis del 22 de febrero de 1418. El papa Clemente XI en la constitución Unigenitus, del 8 de septiembre de 1713, rechazó la siguiente tesis, defendida por Paschasius Quesnef: «La nota de la Iglesia cristiana es ser católica, comprendiendo no sólo todos los ángeles del cielo, sino a los elegidos y justos todos de la tierra y de todos los siglos» (D. 1422; véanse también D. 1423 a 1428). El papa Pío VI, en la constitución Auctorem fidei, del 28 de agosto de 1794, condenó la tesis, propuesta por el Sínodo de Pistoia, de que al cuerpo de la Iglesia sólo pertenecen los creyentes que son perfectos adoradores en espíritu y en verdad. Según esto los pecadores pertenecen a la Iglesia. Esto mismo es acentuado en otras declaraciones eclesiásticas (D. 473; 838; 1356).

c) Estas declaraciones del magisterio eclesiástico fueron resumidas y continuadas del modo correspondiente a los progresos hechos por la ciencia teológica en la encíclica Mystici Corporis de Pío XII. Sobre nuestra cuestión interesan varios lugares de la encíclica. Dice lo siguiente: «En efecto, por medio de las aguas purificaderas del bautismo, los que nacen a esta vida mortal, no solamente renacen de la muerte del pecado y quedan constituidos en miembros de la Iglesia, sino que además sellados con un carácter espiritual, se tornan capaces y aptos para recibir todos los otros sacramentos.» Y luego: «Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho lo que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y, profesando la verdadera fe, no se hayan separado, miserablemente, ellos mismos, de la contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima autoridad a causas de gravísimas culpas. Porque todos nosotros—dice el Apóstol—somos bautizados en un mismo espíritu para formar un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres» (1 Cor. 12, 13). Así que, como en la verdadera congregación de fieles existe un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber más que una sola fe (cfr. Ef. 4, 5); y, por tanto, quien rehusare oír a la Iglesia según el mandato del Señor, ha de ser tenido por gentil y publicano (cfr. Mt. 18, 17). Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por la autoridad, no pueden vivir en este único Cuerpo y de este su único Espíritu.

Ni hay que pensar que el cuerpo de la Iglesia, por el hecho de honrarse con el nombre de Cristo, aun en el tiempo de esta peregrinación terrenal, consta únicamente de miembros eminentes en santidad, o se forma solamente de la agrupación de los que han sido predestinados a la felicidad eterna. Porque la infinita misericordia de nuestro Redentor no niega ahora un lugar en su Cuerpo místico a quienes en otro tiempo no negó la participación en el convite (cfr. Mt. 9, 11; Mc. 2, 16; Lc. 15, 2). Puesto que no todos los pecados, aunque graves, separan por su misma naturaleza al hombre del Cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma la herejía o la apostasía. Ni la vida se aleja completamente de aquellos que, aun cuando hayan perdido la caridad y la gracia divina pecando, y, por tanto, se hayan hecho incapaces de mérito sobrenatural, retienen, sin embargo, la fe y esperanza cristianas, e iluminados por una luz celestial son movidos por las internas inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo a concebir en sí un saludable temor, y excitados por Dios a orar y a arrepentirse de su caída.» Y finalmente: «Y ardientemente deseamos que con encendida caridad, estas comunes plegarias comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia, o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados de Nos, que, aunque inmerecidamente representamos en este mundo la persona de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración de nuestro Salvador al Padre celestial: «Que todos sean una misma cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así también ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú me has enviado» (Jn. 17, 21).

También aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia católica, ya desde el comienzo de nuestro Pontificado, como bien sabéis, venerables hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada nos preocupa más como el que tengan vida y la tengan con mayor abundancia (cfr. Encic. Summi Pontificatus: A. S. S. 1939, 419). Esta nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de la presente carta encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del «grande y glorioso Cuerpo de Cristo» (Iren. Adv. haer. 4, 33, 7; PCr 7, 1076) implorando las oraciones de toda la Iglesia para invitar, de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna (cfr. Pío IX, Iam vos omnes, 13 de septiembre de 1868: Acta Conc. Vat.: C. L. 7, 10); pues, aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados al Cuerpo místico del Redentor carecen, sin embargo, de tantos y tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo, se acerquen con Nos a la única Cabeza en comunión de un amor gloriosísimo (cfr. Gelas.  Eph. 14; PL 59, 89). Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos les esperamos con Jos brazos elevados y abiertos, no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a los hijos que se llegan a su propia casa paterna.

Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos con todo que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, porque nadie cree, sino queriendo (cfr. San Agustín, In Jo. Ev. tr. 26, 2; PL 30, 1607). Por esta razón, si algunos, sin fe, son obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse al altar, a recibir los Sacramentos no hay duda de que los tales no por eso se convierten en verdaderos fieles de Cristo (cfr. Ibid.); porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios (Hebr. 11, 6), debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad (Conc. Vat. Const. de fide catk. c. 3). Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica (cfr. León XIII, Inmortale Dei, A. S. S. 18, 174-175; C. I. C. c. 1351) alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo. Pero puesto que los hombres gozan de una voluntad libre, y pueden también, impulsados por las perturbaciones del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. Y si muchos, por desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos (cfr. Agustín, Ibid.) ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención. Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados en el amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del divino Redentor, eleven continuamente estas plegarias» (Trad. citada, núm. 9; 10; 46-47).

2. Explicación de los textos eclesiásticos

a) Si se consideran los textos eclesiásticos citados al pie de la letra parece que implican contradicciones. Surge la cuestión de si el bautismo hace al hombre miembro de la Iglesia o si además son necesarias para ello otras condiciones. Según el Código de Derecho canónico y las primeras manifestaciones del magisterio eclesiástico parece ser necesario y bastar el solo bautismo. Sin embargo, según la encíclica Mystici Corporis parecen ser necesarias otras dos condiciones para la verdadera incorporación a la Iglesia: la verdadera fe y el sometimiento a la jerarquía eclesiástica. Al fundamento ontológico se añade, pues, la realización subjetiva. Lo ontológico y lo personal tienen que constituir una unidad viva, para que se produzca la plena pertenencia a la Iglesia (vinculum liturgicum, symbolicum, hierarchicum). Cuando lo personal se desliga de lo ontológico, es decir, cuando el bautizado no reconoce y realiza la realidad bautismal en su pleno alcance, surge un estado anómalo. El hereje y cismático tienen según esto una existencia anómala.

Esta tesis corresponde tanto a la Sagrada Escritura como a la antigua Tradición cristiana. Según la Escritura el hombre es incorporado al Cuerpo de Cristo por el bautismo. Pero el bautismo presume y exige la fe en la anunciación de la Revelación. Quien crea y se bautice, se salvará (Mc. 16, 16). Con más claridad aún habla el texto de San Mateo que narra como discurso de despedida de Cristo a los suyos el encargo de la gran misión. «Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt. 28, 19 y sig.). San Pablo exhorta a los cristianos a evitar al hereje después de una o dos reprensiones «considerando que está pervertido, peca y por su pecado se condena» (Tit. 3, 10)

Según San Cipriano los herejes y cismáticos están fuera de la Iglesia (Carta 59, 7). Según San Agustín los herejes son igual que un miembro separado del cuerpo (Sermón 267, 4, 4). Ni los herejes ni los cismáticos pertenecen, según él, a la Iglesia católica (De fide et Symbolo 10, 21).

En la Edad Moderna esta doctrina tradicional fue elaborada de modo muy preciso por los dogmáticos y canonistas. Fue además unida a la tesis de que había una comunidad invisible de gracia de la Iglesia—se la llamaba Cuerpo místico de Cristo—y una manifestación visible de la Iglesia, de forma que se podía pertenecer a una de ellas sin pertenecer a la otra. Cfr. § 169 a.

La encíclica de Pío XII sobre el Cuerpo místico recoge la tesis elaborada por la Teología, pero la libera de la afirmación de que se puede pertenecer a la comunidad de gracia de la Iglesia sin pertenecer a su ámbito visible, y sobre todo condena la afirmación de que la doctrina paulina sobre el Cuerpo de Cristo exprese únicamente el aspecto interior y de gracia de la Iglesia. Trasciende el estado anterior de la teología moderna sobre la incorporación a la Iglesia. Parte de que el hombre se convierte por el bautismo en miembro de la Iglesia. Pero inmediatamente después acentúa, que el hombre reapse, es decir, de verdad o en plena realidad, sólo es miembro de la Iglesia, si profesa la verdadera fe y vive en paz con la autoridad eclesiástica. Según esto, en opinión de la encíclica no pertenecen de verdad al Cuerpo místico de Cristo quienes están separados de él por causa de la fe o gobierno. En esto hay que distinguir de nuevo entre quienes sin culpa no cumplen la segunda y tercera condición (los herejes y cismáticos de buena fe) y quienes no las cumplen por mala intención (por ejemplo, los excomulgados por un pecado gravemente culpable). Aunque la posición de ambos grupos frente a la Iglesia es semejante, las explicaciones que siguen tienen a la vista sobre todo al primer grupo.

Los teólogos modernos hacen las siguientes distinciones respecto a la no-pertenencia a la Iglesia. No son miembros de la Iglesia los no-bautizados y catecúmenos, los apóstatas públicos y los herejes públicos —tanto los herejes materiales, como los formales—, los cismáticos, los excomulgados vitandos; en esto hay que acentuar que la situación de los apóstatas, herejes y cismáticos bautizados es distinta de la de los no bautizados.

Si a través de la letra se mira al verdadero sentido de las manifestaciones eclesiásticas, se ve que la incorporación a la Iglesia representa un problema pluriforme, de manera que puede haber incorporación en un estrato y faltar en otro.

b) Los teólogos han intentado muchas veces la solución, distinguiendo entre incorporación y relación de sometimiento. El bautizado estaría sin duda sometido a las leyes de la Iglesia, pero no podría ser llamado miembro de la Iglesia sin cumplir las otras dos condiciones antes dichas. Se cree que así se puede hacer justicia tanto al efecto del bautismo como a la tesis de las tres condiciones necesarias para la incorporación. Sin embargo, es difícil ver cómo una comunidad puede hacer valer sus derechos frente a uno que no pertenezca a ella. Parece que sólo puede pretenderlo frente a sus miembros. Las explicaciones y razonamientos citados por los teólogos a favor de la distinción dicha no pueden hacer comprensible la tesis. Además con tal distinción no se da razón suficiente de la afirmación del Código de que el bautismo hace al hombre «persona dentro de la Iglesia con derechos y deberes». Una persona que tiene derechos y deberes en la Iglesia sólo puede ser entendida, según el lenguaje al uso, como miembro de la Iglesia. La diferencia parece consistir en que la palabra «miembro» dice más plásticamente lo que la palabra «persona» expresa más conceptualmente. La dificultad sigue, por tanto, en pie.

c) El punto de apoyo para la solución se puede encontrar sin duda teniendo en cuenta la palabra «reapse» usada por la encíclica Mystici Corporis. Pío XII dice que sólo quienes cumplen las tres condiciones por él enumeradas pertenecen «con plena realidad» a la Iglesia. Si se reflexiona sobre esta expresión, parece implicar que existe una incorporación a la Iglesia con plena realidad y otra con realidad no-plena. La partícula supone, por tanto, una incorporación a la Iglesia de varios grados. «Incorporación» no es, por tanto, un concepto unívoco, sino análogo. Hay en cierto modo miembros plenos y miembros parciales. Esta distinción puede sin duda apoyarse también en la afirmación de la encíclica, de que los que cumplen sólo la primera condición, cuando se deciden a aceptar las otras dos, deben ser considerados no como extraños, sino como quienes vuelven a su propia casa paterna. Pertenecen, por tanto, a la familia que habita en la casa paterna, en la casa de Dios, pero están fuera de casa. Son igual a los hijos e hijas de una familia que, por cualquier razón, han sido llevados fuera de la casa de sus padres y viven ahora, culpable o inculpablemente, en casa extraña. Por eso no dejan de pertenecer a la familia; pues desde sus padres y antepasados les viene la misma sangre. Aunque ellos no reconozcan que llevan los rasgos del padre y poseen el torrente hereditario de la sangre, no pueden sustraerse a esas realidades. Les falta únicamente tomar parte en la vida de la familia. En cierto modo viven en contradicción con ellos mismos. Es una contradicción entre lo que son y lo que hacen. De modo semejante los bautizados que no cumplen la segunda y tercera condición (sobre todo los no-católicos bautizados y de buena fe), están ordenados a la Iglesia, son miembros de grado menor.

d) Se puede preguntar si esta incorporación disminuida a la Iglesia puede ser llamada todavía incorporación, es decir, si la divisoria debe hacerse antes o después del bautismo. Si se hace después del bautismo resulta que ni los no-bautizados ni los bautizados no-católicos pueden ser llamados miembros de la Iglesia, de forma que en ese aspecto bautizados y no-bautizados serían equiparables. Habría, claro está, una diferencia en la relación a la Iglesia, y sin duda una profunda diferencia, pero habría que negar a ambos la incorporación del mismo modo. Sin embargo, tal tesis no toma suficientemente en serio la importancia fundamental del bautismo ni la diferencia entre los hombres por él causada.

Respecto a la salvación, la incorporación «disminuida» puede estar unida con una vida más intensa que la incorporación real.

Nada se opone a tal supuesto. Incorporación e incorporación salvadora no significan lo mismo. Incorporación verdadera no es lo mismo que incorporación viva, ni incorporación disminuida es lo mismo que incorporación muerta. De esto hablaremos más detenidamente en la sección III.

e) Tal vez la incorporación correspondiente incluso a los bautizados no católicos pueda simbolizarse en círculos concéntricos. En e! círculo más interior, viven los bautizados que profesan la verdadera fe y se someten a la autoridad eclesiástica. En el círculo siguiente viven los bautizados no católicos. Se podría añadir un tercer círculo: en él vivirían los no bautizados. Por lo demás, en ellos no aparecería claro el punto de comparación. Se representaría, sin duda, claramente la relación de los no bautizados a Cristo, centro de la historia humana (§ 142), pero no se separaría convenientemente el grupo de los bautizados.

f) K. Morsdorf ofrece una solución basándose en las disposiciones del Código de Derecho canónico. Parte de que el carácter bautismal es principio incorporador y distingue una incorporación constitucional y otra activa. Por la última entiende la «realización personal de la cristiformidad, consecratoriamente impresa, del bautizado». En la esfera de la incorporación activa están los derechos y deberes que competen al bautizado en razón de su bautismo. Los derechos de incorporación pueden ser quitados. La disminución de derechos se basa o en un impedimento que obstaculiza la unión con la comunidad eclesiológica o en un castigo. Entre los castigos hay que enumerar la excomunión, entredicho e inhabilitación eclesiástica. El impedimento es una circunstancia externa puramente táctica, por lo que son retirados los derechos de incorporación o dificultado su ejercicio. Son afectados por el impedimento sobre todo los cristianos no católicos que yerran de buena fe; por estar válidamente bautizados y en tanto que lo estén, pertenecen a la Iglesia una y católica como miembros constitucionales. Pero como no profesan la totalidad de la Revelación y rechazan el orden jerárquico de la Iglesia, su posición dentro del ámbito de la incorporación activa a la Iglesia visible no es distinta de la de los excomulgados, aunque su estado carece totalmente del carácter de castigo. Las medidas punitivas o impedimentos que obstaculizan la incorporación activa ocurren primariamente en la esfera externa. A veces pueden ser ineficaces en la esfera interna.

Respecto a la doctrina de la encíclica Mystici Corporis Morsdorf explica que la encíclica al enumerar las tres condiciones dichas, tiene a la vista la incorporación activa y sin duda primaria y principalmente la de la esfera externa. Entre las condiciones aparece la primera la incorporación constitucional, que es el fundamento de la activa. Las tres condiciones no tienen; por tanto, el mismo rango. La primera pertenece en cierto modo a la esfera ontológica, la segunda y tercera están en la esfera ética o canonística, respectivamente. Por la falta de la verdadera fe y por el no-sometimiento a la jerarquía eclesiástica surge la situación en razón de la cual se hace sentir el impedimento por voluntad de la autoridad eclesiástica. Con la afirmación de que aquellos que están entre sí separados por la fe o por el gobierno, no pueden vivir del divino espíritu del Cuerpo de Cristo, la encíclica pasa a hablar de la incorporación activa en la esfera interna. Este texto tiene a la vista los miembros constitucionales que en la esfera interna de la incorporación activa están fuera de la comunidad de vida de la Iglesia. Hasta aquí Mörsdorf, Lehrbuch des Kirchenrechts auf Grund des Codex Iuris Canonici I, 1953, 7.a ed., 183-191; Idem, Die Kirchengliedschaft im Lichte der Kirchlichen Rechtsordnung, en: «Theologie und Seelsorge» I (1944), 115-131. De modo distinto opina K. Rahner, Die Zugehörigkeit zur Kirche nach der Lehre der Enzyclika Pius XII Mystici Corporis Christi, en: «ZKTh» 69 (1947), 129 bis-188. Véase también W. On- clin, Considerationes de iurium subjectivorum in ecclesia fundamento ac natura, en: «Ephemerides iuris canonici» 8 (1952), 9-23.

Para que no puedan surgir malentendidos, hay que acentuar que en la terminología de incorporación constitucional y activa la palabra «activa» está entendida en sentido canonístico. Significa el obrar en la esfera externa visible, que normalmente se alimenta de la interna unión con Cristo, pero que también puede ser realizado, cuando la interna comunidad con Cristo está muerta. No se debe, por tanto, identificar sin más la incorporación activa con la incorporación viva que obra en la fe, esperanza y caridad. Aunque es normal que la incorporación activa sea también viva, ambas incorporaciones pueden estar separadas. La incorporación activa en este sentido puede funcionar también, cuando carece de la interna vida espiritual que normalmente le pertenece. Entonces es una incorporación meramente funcional. Con estas reflexiones el problema de la incorporación se convierte en una problemática más amplia y diferenciada. Es posible que alguien pertenezca a la Iglesia con plena realidad, es decir, cumpliendo las tres condiciones enumeradas por Pío XII, y, sin embargo, sea un miembro muerto de la Iglesia, porque no realiza su incorporación con fe, esperanza y caridad, de forma que no se cumple en él el sentido salvador de la incorporación plenamente real. Y viceversa: hay que contar con que alguien no pertenezca con plena realidad a la Iglesia—como, por ejemplo, el hereje y cismático de buena fe—y que, sin embargo, se dirija a Cristo con fe, esperanza y caridad y, por tanto, su disminuida ordenación a la Iglesia sea viva. Estudiaremos más detenidamente este punto en el capítulo sobre la necesidad de la Iglesia para salvarse.

g) No se puede—como fácilmente se ve—resolver el problema con la distinción de una Iglesia invisible y otra visible, diciendo, por ejemplo, que los bautizados no-católicos de buena fe pertenecen a la Iglesia invisible (al alma de la Iglesia), pero no a la Iglesia visible (al cuerpo de la Iglesia). Tal tesis implica una escisión de la Iglesia en una Iglesia visible y otra invisible, en un alma y un cuerpo. De hecho la Iglesia es una realidad única que incluye lo visible y lo invisible. La pertenencia a la Iglesia sólo puede, por tanto, ser entendida como pertenencia a la Iglesia una, católica y romana, visible. Era, pues, inexacta la expresión usada por la Teología moderna al distinguir entre la pertenencia a la Iglesia invisible y la pertenencia a la Iglesia visible. La doctrina paulina sobre la Iglesia-Cuerpo de Cristo se entendió muchas veces como referida a la invisible comunidad de gracia con Cristo. La palabra «Cuerpo» fue, por tanto, entendida en esa interpretación de la Iglesia no como referida a la manifestación, sino viceversa, como referida a la mística interioridad de la Iglesia. Esta interpretación está—como vimos—en contradicción con el uso que hace San Pablo de la imagen «cuerpo de Cristo». Pues San Pablo bajo la imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo entiende toda la Iglesia existente en Corinto, en Roma o en Antioquía. En este sentido el papa Pío XII también ha interpretado decisivamente la doctrina paulina. V. § 169 a, cap. III, 3.

3. San Agustín y Santo Tomás

A. a) En el problema de la Iglesia externa e interna desempeña un gran papel la doctrina eclesiológica de San Agustín. Como tuvo una influencia no pequeña en el desarrollo de la comprensión católica de la Iglesia, vamos a esbozarla brevemente. La investigación protestante-liberal afirmó largo tiempo que San Agustín había defendido un doble concepto de Iglesia (Reuter, Loofs, Harnack, Frick, Scholz). Ya los donatistas, frente a cuya representación de la Iglesia desarrolló San Agustín su propia eclesiología, le habían hecho el mismo reproche en la conferencia del año 411. Ellos defendían la doctrina de que la Iglesia es Iglesia de los santos, de que los pecadores no tienen ningún puesto en ella. Tenían que conceder por lo demás que era imposible reconocer a los pecadores secretos, que, por tanto, no se podía separarlos, sino que había que soportarlos. Por amor a la paz de sus comunidades tuvieron que soportar incluso a algunos pecadores públicos. Para permanecer fieles a su principio teológico, tuvieron que obrar como que tales miembros de la comunidad no fueran pecadores. El problema que llevó a los donatistas hacia sus doctrinas no era nuevo. En la época apostólica y postapostólica las comunidades eran normalmente comunidades de santos. Los pecadores eran excepción. Sin embargo, cuanto mayor fue haciéndose el número de los cristianos, tanto más apremiante fue haciéndose la cuestión de qué lugar debía concederse en la Iglesia a los miembros, que no tomaban suficientemente en serio su existencia bautismal, sino que incluso después del bautismo seguían jugando con el mundo o incluso haciendo vida mundana. Apuró sobre todo a la Iglesia el problema de si los portadores de un oficio convertidos en pecadores eran apropiados para comunicar la gracia, es decir, de proporcionar los dones celestiales, que ellos mismos no poseían. Tertuliano resolvió esta seria cuestión con la doctrina de que la Iglesia sólo podía ser Iglesia de santos, y, por tanto, los pecadores tenían que ser excomulgados. Sólo los santos podían comunicar la gracia, pero no los portadores de oficio en pecado. Esta tesis, apasionadamente defendida por Tertuliano en su época montanista, le condujo a la ruptura con la Iglesia, porque soportaba y tenía que soportar entre sus filas también a los pecadores. San Cipriano, su paisano norteafricano atribuyó la función de mediadores de la gracia a los portadores de jerarquía, en quien él veía representada la Iglesia santa. Pero tuvo que cargar con la dificultad de que también entre los portadores de jerarquía había algunos indignos. Los donatistas recogieron precisamente esta situación y la resolvieron de modo semejante al de los montanistas. San Agustín declaró, en primer lugar, de acuerdo con la tradición eclesiástica, que la Iglesia abarcaba buenos y malos. De ningún modo trató de disminuir el número de los malos o la intensidad del mal dentro de la Iglesia. Dice en una interpretación de los Salmos (47, 9): «No podemos negar que los malos son más, muchos más, que los buenos no se ven entre ellos, lo mismo que los granos de trigo no se ven en la era; pues quien ve la era puede creer que todo es paja vacía.» Por intranquilizadora que sea esta situación, no es sorprendente. Pues Cristo predijo en muchas parábolas —explica San Agustín— que en su Iglesia habría buenos y malos; así, por ejemplo, en la parábola de la pesca abundante (Lc. 5, 1-11), de la cizaña entre el trigo (Mt. 13, 24-30; 36-43), de los cabritos dentro del único rebaño (Mt. 21, 31 y sigs.), del hombre sin túnica de bodas (Mt. 2, 1 y sigs.; véase también la expresión paulina de los vasos de honra y de vergüenza, Rom. 9, 21). Frente a tal Iglesia parecían tener ventaja los donatistas. Parecía que podían decir que, por una parte, tenían todo lo que tenían los católicos: la palabra de Dios y los sacramentos, en especial el bautismo y la eucaristía, y que, sin embargo, sus filas no estaban manchadas por el pecado como las de los católicos. San Agustín tuvo que conceder, de acuerdo con la tradición eclesiástica tal como prevaleció expresamente gracias al papa Esteban I en la polémica contra las herejías, que los donatistas tenían los sacramentos. Pero con eso no tenían la salvación, como él decía, pues les faltaba lo más importante. Tenían sin duda el signo (sacramentum) de Cristo, pero no la cosa significada (res sacramenti) ni la pax ni la caritas, por lo que San Agustín entendía la decisiva realidad objetiva de la Iglesia, es decir, no tenían ni la gracia, ni el Espíritu Santo.

San Agustín se sirvió para esta distinción de la ontologia platónica, según la cual lo propiamente real (en el sentido tanto de lo existente como de lo operante) es lo invisible, lo espiritual. Esto es lo permanente e inmutable. Lo sensible-corporal, en cambio, es lo perecedero y mudable. En comparación con lo espiritual es más apariencia que ser. Lo espiritual se representa en lo sensible. Esto es la manifestación de lo invisible. No tiene, por tanto, ningún valor en sí mismo, sino sólo como expresión del espíritu. San Agustín traspasó esta fundamental concepción ontológica a su idea de la Iglesia, distinguiendo entre la pertenencia a la figura perecedera de la Iglesia visible y la pertenencia a la ecclesia stabilis ac sempiterna o al unitatis vinculum stabile et sempiternum (Contra Adim. 14 y siguiente). Al implicar su doctrina de la predestinación en el concepto de la Iglesia, logró una pertenencia a la Iglesia triplemente escalonada. Cuanto más interior es el estrato respectivo de la realidad eclesial, tanto más fuerte es la pertenencia a la Iglesia que debe realizarse en ese estrato.

San Agustín distingue tres grados de incorporación. Realizan el primero quienes pertenecen a la Iglesia visible, reciben los sacramentos y participan de la vida de la Iglesia. Aunque hagan mala vida, pertenecen a la Iglesia. Pues también los malos están «en la casa» de la Iglesia (De baptismo 7, 51, 99). No poseerán a Cristo en la vida venidera. Pero dentro de la historia parecen tenerlo, porque se signan con el signo de Cristo, se hacen bautizar con el bautismo de Cristo, y se acercan al altar de Cristo (Explicación del Evangelio de San Juan, 50, 12). En este grupo hay que contar también a los herejes y cismáticos (de los que San Agustín no puede imaginar que puedan tener buena fe por mucho tiempo), aunque su situación es distinta de la de los pecadores creyentes. Por una parte tienen una ordenación a la Iglesia más intensa y fuerte que la de los gentiles y judíos. Pero como han roto el vínculo de la caritas y de la pax, están por otra parte, más separados de la verdadera realidad de la Iglesia, que aquellos que, si no pertenecen al estrato interno de la Iglesia, pertenecen por lo menos al externo.

Realizan el segundo grado de incorporación a la Iglesia aquellos que pertenecen a la Iglesia visible, pero a la vez viven en el estrato interior, a saber: en la caritas y en la pax. Son los buenos creyentes y los santos servidores de Dios (De baptismo 7, 51-59). Son el Cuerpo de Cristo en sentido propio y con plena realidad. No sólo están «en la casa» de la Iglesia, sino que son «la casa» misma, mientras que los pecadores y herejes están en la casa como cuerpos extraños. No es que, según San Agustín, los pecadores no pertenezcan a la Iglesia, mientras que los buenos pertenecieran a ella, sino que, como él dice con terminología platónica, los buenos pertenecen de verdad y realmente a la Iglesia, y los malos pertenecen sólo débilmente, e incluso sólo aparentemente.

Realizan el tercer grado de pertenencia los predestinados, es decir, aquellos que han sido destinados por Dios para tener a Cristo en el eón venidero. Bajo este aspecto pertenecen también a la Iglesia, quienes viven de momento en pecado, pero están predestinados a la eterna plenitud y, por tanto, volverán a convertirse. Aunque esos hombres, que de momento viven en pecado, mientras dura su pecaminosidad sólo realizan el grado ínfimo de pertenencia a la Iglesia, a los ojos de Dios que contempla no sólo una fase, sino la totalidad de la vida, realizan el sumo grado de pertenencia a ella.

En tal contexto San Agustín usa la expresión muchas veces mal entendida, de que muchos que parecen estar fuera, están dentro y muchos, que parecen estar dentro, están fuera (De baptismo, 5, 27, 38; cfr. 4, 3, 4; in Ps. 106, en 14; Trat. in Jo. 45, 12; De correptione et gratia 9, 20 y sig.). Con ello quiere decir que algunos predestinados no están todavía en la Iglesia, pero entrarán en ella y que, viceversa, algunos no-predestinados viven de momento en ella, tal vez incluso en el segundo estrato.

Estos tres grados de intensidad en la incorporación a la Iglesia forman una totalidad viviente de estratos recíprocamente implicados. San Agustín no defiende dos o tres conceptos distintos de Iglesia, sino uno solo, que está triplemente graduado. La incorporación propia es realizada en el segundo o tercer grado, respectivamente; quienes realizan el segundo o tercer grado constituyen la Iglesia «en sentido propio (vere, proprie)». No constituyen una Iglesia invisible, sino que son la Iglesia visible e invisible a la vez. Sin la pertenencia a la esfera externa de la Iglesia no hay pertenencia a la esfera invisible, es decir, propia de ella. Como los santos constituyen la Iglesia en sentido propio, no se puede decir en sentido estricto que la Iglesia consta de santos y pecadores. En sentido propio consta sólo de santos, pero los santos están mezclados con los pecadores, mientras dure la historia. Los pecadores están separados por sus malas inclinaciones de la Iglesia «en sentido propio».

Este estado de la Iglesia no durará siempre. Sólo durará mientras la Iglesia esté peregrinando. Cuando haya terminado su figura terrestre, quienes pertenezcan a ella sólo exteriormente, pero estén separados de ella espiritualmente, serán separados de ella también exteriormente. Hay, pues, dos modos de existencia, dos épocas y dos vidas de la Iglesia una (Contra Faustum 22, 52). En vistas a ese futuro pueden soportar los miembros de la ecclesia sancta la mezcla con los pecadores (Sermo 47, 6; Explicación de la primera Epístola de San Juan 1, 12; In Ps. 36, en. 1, 11).

b) San Agustín, en la polémica con el espiritualismo de los donatistas, que es un modelo del espiritualismo de Wicleff, Hus, Lutero y Calvino, salva así, por una parte, la unidad del concepto de Iglesia, pero, por otra parte, al distinguir el estrato interno del externo en la Iglesia una, mantiene la importancia y significación tanto de lo visible, es decir, institucional, significativo y sacramental, como de lo pneumático, es decir, del encuentro personal con Cristo. Para ello se sirvió, sin duda, de la ontología platónica, pero los resultados logrados por él son independientes de la filosofía platónica. Logran incluso más importancia, prescindiendo de tal filosofía. Pues lo que San Agustín, debido a su modo platónico de pensar, pudo llamar existencia aparente, puede ser reconocido como existencia real al poner entre paréntesis la filosofía platónica, como una existencia que no alcanza, sin embargo, su meta. Lo visible e institucional gana así más importancia, que la que San Agustín pudo atribuirle. Aparece, sin embargo, a la vez como auténtica figura expresiva y medio del invisible encuentro con Cristo. Si no llega a ese encuentro, lo visible no pierde ciertamente nada de su realidad ontológica, pero no logra su salvadora perfección de sentido. Esta reflexión viene a parar en definitiva a la distinción de incorporación «constitucional» y «activa»; la incorporación activa es considerada aquí como incorporación activa que ocurre en la esfera interna.

En vistas a la incorporación activa se manifiesta la decisiva función que tienen las tres Virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad para la incorporación plena y viva que incide en todos los estratos de la realidad eclesial. San Agustín, lo mismo que Santo Tomás de Aquino, da amplias explicaciones sobre ello. En la fe el hombre se incorpora a Cristo para abandonarse a Él y vivir en Él. La fe crea y mantiene la existencia, que San Pablo llama vida en Cristo (§ 182). Dentro de la historia la comunidad con Cristo está caracterizada y gravada por el ocultamiento del Señor resucitado. Se revela más como una comunidad con el Cristo que sube al Gòlgota por el camino de la cruz, con el Cristo cargado con la cruz y moribundo en ella, que como comunidad con Cristo glorificado y en posesión de la gloria celestial. Sin embargo, el creyente espera confiado y anhelante la hora en que su comunidad con Cristo se cumpla en comunidad con Cristo glorificado. Y así de la fe crece la esperanza. La unión con el Señor se revela dentro de la historia en la realización de la caridad, que se dirige tanto a Dios-Padre como a los hermanos y hermanas unidos en Cristo. La caridad encendida por el Espíritu Santo, corazón y alma de la Iglesia, es el acto central de los miembros vivos de la Iglesia. Todas las actividades de los miembros vivos de la Iglesia son su figura expresiva. Ella misma, por su parte, es la respuesta al amor de Dios. Todo amare es redamare. Para ver esto claramente hay que distinguir entre el poder amoroso objetivo obrado por el Espíritu Santo o la gracia en la Iglesia, respectivamente, y la apropiación subjetiva de ese poder amoroso en la respuesta amorosa a Dios, que por su parte implica el amor a los hermanos y hermanas. La caridad se realiza también en el cumplimiento de los preceptos de Cristo. Siempre vale aquello de que quien mantiene mis mandamientos y los cumple, ese es quien me ama (Jn. 4, 5). Los mandamientos dan al amor la dirección recta y precisa. Le dan su figura, para que no fluya caóticamente. Para el corazón humano, siempre amenazado por el egoísmo, son impulsos y estímulos nuevos para realizar el amor. V. § 170, XIII, 2; § 217.

Para la realización de la caridad, es decir, para la plena y viva pertenencia a la Iglesia tiene especial función la celebración de la eucaristía. Según Santo Tomás de Aquino, el sacrificio eucarístico es la fuente de la que la caridad recibe continuamente fuerza y fuego. Santo Tomás piensa, como vimos ya, causalmente. Según esta concepción el sacrificio eucarístico tiene cierta autonomía frente a la Iglesia, aunque es el sacrificio en Cruz de Cristo ofrecido por la Iglesia misma. San Agustín con toda la teología patrística enseña una relación más estrecha entre el sacrificio eucarístico y la Iglesia. La eucaristía, según él, no es únicamente el sacrificio de la Cruz actualizado, al que la Iglesia añade su propia disposición sacrificial; sino que es, más bien, como ya hemos visto, el sacrificio actualizado o el amor de Cristo cumplido en la muerte de Cruz, en el que actúa el amor de la Iglesia misma. Su amor constituye en cierto modo un elemento de aquella figura amorosa que se constituyó en el Gólgota y es actualizada en la eucaristía. El amor de la Iglesia, realizado en la eucaristía se representa y realiza en el amor del cristiano a los hermanos y hermanas, a los pobres, oprimidos, desvalidos y enfermos, a los necesitados de cualquier tipo (cfr. § 169 a, c. III, 2 b).

Fe, esperanza y caridad son, pues, las tres fuerzas fundamentales, sobre las que está edificada la verdadera Iglesia del Espíritu, es decir, sobre las que está edificada en su estrato interno la Iglesia una de Jesucristo. Dice San Agustín en la Explicación del salmo 37, 6: «Estamos en su amor, cuando nuestra fe es recta y sincera, nuestra esperanza confiada y nuestra caridad ardiente.» Ninguna de estas fuerzas puede faltar, so pena de que la incorporación viva a la Iglesia padezca. Quien no viva de estas tres fuerzas pertenece a la Iglesia de modo semejante a como los creyentes viejotestamentarios, podían pertenecer al Pueblo de Dios: externa y carnalmente, pero no interna y espiritualmente. En la obra Contra duas epístolas Pelagiani (3, 4, 11) dice San Agustín: «Estos (los que no cultivan la tríada de la fe, caridad y esperanza) pertenecen al Antiguo Testamento, que da a luz en servidumbre, porque el miedo camal y la concupiscencia los hace esclavos y no los hacen libres la fe, esperanza y caridad evangélicas. Pero quienes están puestos bajo la gracia, que el Espíritu Santo vivifica, lo hacen por la fe, que es activa por la caridad, esperando los bienes no carnales sino espirituales, no terrenos sino celestes, no temporales sino eternos, creyendo sobre todo en el Mediador por quien según su convencimiento, también el Espíritu les dará la gracia.» V. Fr. Hoffmann, Der Kirchenbegriff des hi. Augustinus in seinen Grundlagen und in seiner Entwicklung (1933) 168195; 233-256; Y. C. Esquisses du Mystère de l’Église, 1953, 2. a ed., 97-106, en: «Unam Sanctam» 8; J. R., Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche (1954), 127-149.

B. Santo Tomás de Aquino usa como punto de partida para explicar la pertenencia a la Iglesia la doctrina escriturística sobre Cristo-Cabeza de la Iglesia. Su concepción se expresa en el texto siguiente (S. Th. III, q. 8, a. 3): «Entre el cuerpo natural del hombre y el cuerpo místico de la Iglesia hay esta diferencia; al cuerpo natural pertenecen todos los miembros simultáneamente, al místico no. Y esto vale de la Iglesia en cuanto realidad natural y sobrenatural. En cuanto realidad natural está constituida por los hombres de todos los tiempos que caminen por esta tierra desde el principio hasta el fin del mundo. Vista como ser sobrenatural, en cada tiempo se encuentran en ella quienes todavía no han sido despertados por la gracia, pero son animados después por ella, mientras que otros ya la poseen. Con ello se puede considerar como miembros del Cuerpo místico no sólo a aquellos que pertenecen a él de hecho, sino también a aquellos que son miembros suyos sólo posiblemente. De estos algunos nunca se incorporarán verdaderamente al Cuerpo, pero otros se convertirán a su tiempo en sus miembros vivos en una triple ascensión: por la fe, por la caridad aquí en la tierra, y por el goce de la patria. Cristo es, por tanto, Cabeza de todos los hombres sin ninguna limitación y para todos los tiempos, pero en distinto grado. Original y principalmente es Cabeza de aquellos que están unidos a Él por la bienaventurada visión de Dios; en segundo lugar, de aquellos que están actualmente unidos a Él por el amor; en tercer lugar de aquellos que están actualmente unidos a Él por la fe; en cuarto lugar, de aquellos que están posiblemente unidos a Él, con una posibilidad que todavía no es actualidad, pero que lo será, sin embargo, conforme a la predestinación divina; en quinto lugar, es también Cabeza de aquellos que están unidos a Él con una posibilidad que nunca será actualidad. Son todos los que caminan por esta tierra, pero que no están predestinados al cielo. Y tan pronto como se aparten de este mundo, dejarán de ser miembros de Cristo, pues entonces perderán toda posibilidad de hacerse uno con Cristo.» En este texto la pertenencia a la Iglesia visible pasa a segundo término. Se desplaza hacia la relación del hombre con Cristo. Tal paso es posible para el Aquinate, porque en la imagen paulina de la Iglesia-Cuerpo de Cristo encuentra atestiguada la interna comunidad de gracia con Cristo más que la Iglesia visible (por más que también enseñe la visibilidad). Tanto Tomás entiende el problema de la incorporación a la Iglesia como problema de salvación con más inmediatez aún que la teología moderna. V. también S. Th. II, 2, q. 1, a. 9 ad 3um; III, q. 69, a. 5; Comentario a las Sentencias, III, d. 25, q. 1, a. 2 ad 4um.

4. Consecuencias de la recta comprensión de la incorporación a la Iglesia

a) Sólo quienes son miembros de la Iglesia con plena realidad, es decir, quiénes cumplen las tres condiciones enumeradas por Pío XII, son aptos en sentido pleno, para hacer la celebración central de la comunidad de la Iglesia, a saber, la eucaristía. Como veremos en el tratado de los sacramentos, la eucaristía es la celebración de todo el pueblo cristiano. Los bautizados que han recibido el sacramento del orden tienen que cumplir además una tarea especial, que sólo a éllos les compete. Sólo los ordenados puedan consagrar. Pero en unión con ellos y asociados a su acción toda la comunidad autorizada y obligada por el bautismo tiene que celebrar la eucaristía. Quienes, con culpa o sin ella, tienen algún impedimento en su incorporación activa a la Iglesia no son plenamente aptos para participar en esta celebración central de la Iglesia. No les está permitido, en especial, realizar el acto en que se cumple la participación de la celebración eúcarística: el acto de la comunión. La Iglesia lo ha determinado al disponer que a los bautizados no-católicos no se les puede dar la comunión. Esto no es expresión de un capricho de la Iglesia o .de su intolerancia, sino de la fe viva con que la Iglesia tiene conciencia dé ser un pueblo en Cristo, al que Cristo mismo ha regalado la celebración del misterio de su Pasión como centro vital propio de ése pueblo. La Iglesia tóma tan en serio este regalo, que sólo admite a su celebración a quienes pertenecen totalmente a ella. Cada uno es libre de realizar esa plena pertenencia por propia decisión sobre el fundamento ontològico del bautismo, y de adquirir así la aptitud para participar en la celebración central de la Iglesia. Sobre esto publicará pronto una voluminosa obra Jos. May. Cfr. también vol. VI, § 254.

b) Si la pertenencia constitucional a la Iglesia se basa en el bautismo y el bautismo no puede ser de ningún modo invalidado, jamás se puede perder la pertenencia constitucional a la Iglesia. Según esto tampoco es anulada por la salida de la Iglesia. La excomunión no tiene, por tanto, el efecto de que aquel a quién se inflige ya no tenga ninguna ordenación a la Iglesia; sino que sigue estando caracterizado y sellado por el carácter bautismal por toda el tiempo y toda la eternidad y, según ello, por todo el tiempo y toda la eterr nidad seguirá estando ordenado y perteneciendo a la Iglesia. Pero la excomunión tiene el efecto más funesto para la salvación. Por lo demás tiene también efectos en la esfera civil, por ejemplo, respecto al pago de tributos a la Iglesia y respecto a la educación de los hijos.

5. ¿Tienen carácter de Iglesia los grupos cristianos no católicos?

La cuestión de si los grupos (confesiones) eclesiológicos no católicos—por ejemplo, los luteranos o calvinistas—pertenecen en cuanto tales a la Iglesia, representa un problema especial. ¿Son ellos mismos Iglesias o son únicamente grupos sociales de individuos que creen en particular y cada uno de por sí, y que por su parte son miembros de la Iglesia, si no en sentido pleno, sí en cierto sentido?

En ningún caso se puede creer que las confesiones no-católicas son como ramas del único árbol que Cristo plantó. Cuando a mitad del siglo pasado fue inventada por ios teólogos anglicanos (a llamada «teoría de las ramas», según la cual la Iglesia romano-católica, la griega ortodoxa y la anglicana representaban tres comunidades cristianas que, juntas, constituían la totalidad de la Iglesia, fue decididamente rechazada por un decreto del Santo Oficio del 16 de septiembre de 1864 (D. 1685; NR. 354). Frente a la tesis de la equiparación de tres llamadas grandes comunidades cristianas, el Santo Oficio declaró, que Cristo fundó una sola Iglesia, que tal Iglesia pervive en la romano-católica y que esta última tiene todos los caracteres que Cristo regaló a su Iglesia. Cfr. también D. 2199. No hay, pues, varias Iglesias de Cristo, sino una sola. La consecuencia es, que los grupos cristianos fuera de la Iglesia romano-católica no tienen carácter de Iglesia.

Pero sigue en pie la cuestión de si las comunidades eclesiales no católicas no pertenecerán de algún modo a la única Iglesia romano- católica, de si no participarán en la única Iglesia romana-católica de modo análogo a como participan los individuos bautizados no- católicos. J. Gribomont, O. S. B. (Du sacrement de l’Église et des ses réalisations imparfaites, en: «Irénikon» 22 (1949), 362; v. también G. Thils, Histoire doctrínale du rnrrüvemcnt oecuménique (Lovaina, 1955), y Th. Sartory, O. S. B., Die oekumenische Bewegung und die Einheit der Kirche. Ein Beitrag im Dienste einer oekumenischen Ekklesiologie (Innsbruck, 1955), 188-194) cree poder contestar afirmativamente a nuestra pregunta. Habla de una unión visible, pero imperfecta, de los grupos cristianos no-católicos con la Iglesia. Para fundamentarlo aduce que tienen auténticos vestigio ecclesiae, por ejemplo, el bautismo y la Escritura, así como otros sacramentos. La Iglesia greco-ortodoxa puede incluso celebrar válidamente la eucaristía y consagrar sacerdotes y obispos. Los sacramentos, según la doctrina católica, desarrollan su eficacia en los grupos heréticos, si son administrados correctamente. Y este es el caso.

Sin embargo, contra esta opinión habla el hecho de que las comunidades cristianas no católicas están determinadas por su oposición a la Iglesia una de Cristo. Sin ella perderían el sentido de su existencia. Es difícil de entender que a pesar de esa su característica por la que se constituyen en grupos especiales, puedan pertenecer a ia Iglesia una de Cristo. Habría que entenderlas como formaciones comunitarias o unidades espirituales y sociales que están or-denadas a la Iglesia de Cristo porque poseen los sacramentos de Cristo y la Sagrada Escritura y en la medida en que los poseen. Esta ordenación, naturalmente, no debe ser entendida únicamente como ordenación al estrato invisible de la Iglesia romano-católica, sino como ordenación a la totalidad de la Iglesia una de Jesucristo. Y así sólo de los individuos que pertenecen a grupos cristianos no católicos se puede decir que son, en cierto sentido, imperfecto y análogo, miembros de la verdadera Iglesia de Cristo. Por lo demás reciben esta incorporación por los signos salvíficos que existen todavía en los grupos no católicos, por la predicación de la palabra y por la administración de sacramentos. Tales signos salvadores deben ser entendidos como restos de salvación que siguen existiendo después de la separación de la verdadera Iglesia de Cristo. También ellos tienen rango y valor. Pero no está en ellos presente la plenitud de la salvación causada por Jesucristo. Los elementos parciales de estos signos de salvación restantes no tienen, por tanto, lugar apropiado en la totalidad. Es una situación anómala que no puede ser explicada ni totalmente representada con las imágenes y conceptos ofrecidos por la Revelación y atenidos a las normas.

[…]

IV. Posibilidades de salvación de los que no pertenecen a la Iglesia

1. Para comprender total y profundamente la necesidad de la Iglesia para salvarse, es ineludible explicar las posibilidades de salvación de quienes no pertenecen a la Iglesia. Con el principio «fuera de la Iglesia no hay salvación» parece, a primera vista, que se les quita toda posibilidad de salvación. Pero no es ésta la intención de la doctrina de la Iglesia en modo alguno. El problema de la necesidad de la Iglesia para salvarse está ciertamente unido al problema de la incorporación a la Iglesia. Pero este problema, como hemos visto, está escalonado en varios estratos. Hay que preguntar en qué relación están los diversos modos de pertenencia a la Iglesia con la posibilidad de salvarse. Hay que preguntar, si la doctrina eclesiástica sobre la necesidad salvadora de la Iglesia tiene que ser entendida, de forma que sólo puedan contar con la salvación quienes pertenecen a ella perfectamente (por el vinculum liturgicum, symbolicum et hierarchicum; cfr. 171, III, 1, C); ¿o puede entenderse el principio, de forma que la pertenencia aminorada de los bautizados no-católicos, e incluso la ordenación de los no bautiza-dos, bajo especiales condiciones, posibiliten la salvación, aunque tales hombres no pertenezcan en pleno sentido, o incluso, no pertenezcan formalmente a la Iglesia? Para entender bien la doctrina de la necesidad de la Iglesia para salvarse hay que observar además que la Escritura atestigua la voluntad salvífica universal de Dios, «el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2, 4). Y esto no es sólo un débil deseo de Dios, sino una fuerza eficaz, que se dirige a todos y sólo tiene límites en la oposición de la libre voluntad (212). Ninguna de las dos verdades reveladas anula a la otra. Necesitan, por tanto, la respectiva aclaración, para que ambas aparezcan como válidas.

2. No es viable la solución de que un hombre puede pertenecer al alma de la Iglesia, sin pertenecer a su Cuerpo. Como hemos visto muchas veces el «alma de la Iglesia» es identificada sin más con el Cuerpo Místico de Cristo. Se entiende por ello la invisible comunidad de gracia de la Iglesia. El desarrollo de la ciencia teológica ha transcendido esa concepción. La encíclica Mystici Corporis de Pío XII lo ha demostrado claramente. El hombre o pertenece a la Iglesia una y unitaria que abarca lo interior y lo externo, o no pertenece a ella. No puede pertenecer sólo a un estrato. La Iglesia es un todo indivisible. No se la puede dividir y separar en una esfera interior y otra interna. Cierto que tiene esas dos esferas, pero están indisolublemente unidas entre sí.

3. Hay que buscar, por tanto, la solución en otra dirección. Un indicio dan las observaciones que los teólogos del Concilio Vaticano añadieron a su proyecto (hace poco citado). Vamos a citar la observación que explica la palabra «ignorancia invencible». Dice así: «Con esto se indica que es posible que uno no pertenezca a la comunidad externa y visible de la Iglesia y alcance, sin embargo, la justificación y la salvación eterna,.. Sin embargo, para evitar la impresión de que de ello resultaría que alguien puede salvarse fuera de la Iglesia en otra redacción del esquema (del proyecto de los teólogos) se dijo: quien alcanza así la justificación y la vida eterna no es salvado fuera de la Iglesia, pues los justificados pertenecen, o en realidad o de deseo, a la Iglesia.» Esa «otra redacción» no fue aceptada por los teólogos. A la mayoría les pareció ser suficiente explicar expresamente que no puede ser bienaventurado nadie que se haya apartado de la comunidad de la Iglesia por propia culpa y muera así, mientras que, por otra parte, seguía siendo válida la opinión de que la fórmula aceptada expresaba implícitamente que ninguno de los salvados puede estar totalmente separado de la Iglesia. Aquí se supone, por tanto, una incorporación a la Iglesia que, siendo diversa de la incorporación plena, basta para salvarse. En sustancia se expresa así, aunque no formalmente, la tesis, defendida ya mucho antes por Suárez y Belarmino, por ejemplo, de que hay una pertenencia in voto a la Iglesia. Belarmino dice (De controversiis christianae fidei, III, 16): «Cuando se dice que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia, hay que entenderlo de quien no pertenece ni en realidad ni de deseo a ella.» Suárez explica: «Es evidente que nadie puede estar dentro de la Iglesia si no está bautizado, y, sin embargo, puede salvarse porque el deseo de entrar en la Iglesia es suficiente, lo mismo que es suficiente, el deseo de ser bautizado» (Defensio fidei catholicae III, 1). Surge ahora la cuestión siguiente: ¿de qué especie debe ser ese votum? ¿Tiene que referirse expresamente a la Iglesia o basta el deseo implícito? Y éste, a su vez, tiene que manifestar la voluntad de usar los medios salvadores instituidos por Dios (votum virtualiter implicitum), o basta con que esta disposición esté implícitamente dada en el deseo de cumplir la voluntad de Dios (votum virtualiter implicitum). La doctrina de los teólogos del Concilio podría ser que basta el votum virtualiter implicitum, si no hay posibilidad de más. Véase Joh. Beumer, S. J., Die Heilsnotwendigkcit der Kirche nach den Akten des Vatikanischen Konzils, en: «Theologie und Glaube» (1947-1948), 76-86.

Aquí se ve la relación entre la necesidad del bautismo y la necesidad de la Iglesia. Estas dos necesidades no son idénticas, ya que la incorporación a la Iglesia en sentido pleno trasciende el carácter bautismal. Pero están íntimamente relacionadas entre sí, ya que el carácter bautismal es la base ontológica de la plena incorporación a la Iglesia. Análogamente el votum del bautismo está íntimamente relacionado con el votum de entrar en la Iglesia. La teología de estos «deseos» se ha desarrollado, por tanto, con cierto paralelismo.

En la historia de la teología pasó algún tiempo hasta que se conoció que el votum del bautismo también tiene virtud salvadora. San Ambrosio dice que los catecúmenos que mueren antes de recibir el bautismo se salvan en razón de su deseo del bautismo y de su arrepentida disposición de ánimo (De obitu Valentiniani, 51). La misma idea expresa San Agustín (Sobre el bautismo IV, 22, 29). Pero lo poco frecuente que es esta tesis en la Antigüedad se manifiesta en el hecho de que Gennadius sólo concede que un catecúmeno se salve antes de ser bautizado en caso de que padezca martirio. En la Edad Media es característica la doctrina de Santo Tomás. Dice en la Suma Teológica (III; q. 68, art. 2): «Si alguien desea el bautismo, pero es sorprendido por la muerte antes de recibir el bautismo puede alcanzar la salvación sin el bautismo real por el deseo del bautismo. Este deseo procede de la fe, que se confirma en la caridad. Por esta fe Dios santifica interiormente al hombre, porque el poder de Dios no está vinculado a los sacramentos visibles.» Y añade (ad 3, um): «Llamamos al sacramento del bautismo necesario para la salvación, porque no es posible la salvación sin poseer el bautismo al menos de voluntad; pues la voluntad «vale ya ante Dios como la obra hecha» (San Agustín, En. in Ps. 57; PL 36, 677).»

En Santo Tomás queda sin explicar, cómo hay que entender el votum. El mismo tiene por presupuestos necesarios para la salvación, para el hombre que vive después de Cristo, la fe expresa en la Trinidad y en la Encarnación del Hijo de Dios. Se aferra a esa exigencia hasta el punto de que en alguna ocasión afirma que un hombre que no haya oído hablar de Cristo, recibiría algún conocimiento de la doctrina de la Iglesia por especial providencia divina. Esta doctrina tan estricta actualmente sólo es defendida por algún que otro teólogo, por ejemplo, por Anselm Stolz, O. S. B. En la Edad Media debió estar relacionada de algún modo con la creencia de que el Evangelio había sido ya predicado a todos los hombres. Los descubrimientos de la Edad Moderna destruyeron esa creencia. Cuantos más pueblos y hombres aparecieron en el horizonte de los occidentales, con tanto más ardor se planteó la cuestión de su salvación. Se fue imponiendo la impresión de que la voluntad salvífica de Dios no era todo lo seria que convenía, si seguía perviviendo el viejo principio de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Esta situación obligó a los teólogos a una más profunda comprensión del dogma. Este resultado se nos muestra ya en las tesis de Suárez y Belarmino. Sin embargo, la doctrina del votum virtualiter implicitum no debe ser entendida como una concesión de la teología ante la fuerza de la realidad. Por muy ineludible que sea tal realidad, no hizo más que estimular a la teología a entenderse mejor a sí misma. Es algo parecido a lo que le ocurre a un hombre que es obligado por la resistencia exterior a penetrar más íntimamente en sí mismo y a encontrarse y entenderse a sí mismo con más energía y vida. Lo elaborado por la teología postridentina es actualmente posesión común de casi todos los teólogos. El deseo de bautismo puede verse en el estar dispuestos a vivir de acuerdo con la voluntad de Dios y desear hacerlo. Tal vez baste ya el desiderium naturale ínsito en la naturaleza humana, caso de que sea de algún modo activo. El papa Pío XII habla de un «inconsciente anhelar» (véase el vol. VI, 239).

Este votum de bautismo implica por su mismo sentido objetivo el votum de entrar en la Iglesia, porque el bautismo significa la entrada en la Iglesia. El papa Pío IX, en el texto antes citado, recoge la doctrina moderna de la virtud salvadora del deseo de entrar en la Iglesia, cuando enseña que los que se equivocan inculpablemente, es decir, quienes se encuentran en un error invencible, no pierden la salvación por no pertenecer formalmente a la Iglesia. A continuación del texto citado dice el papa: «¿Quién va a tener la presunción de determinar más en concreto los límites de la ignorancia habiendo tantos tipos y diversidad de pueblos, países, disposiciones espirituales y tantas otras circunstancias? Cuando, liberados de las ataduras del cuerpo, contemplemos a Dios como es, conoceremos con toda certeza, cuán íntima y bellamente están entre sí unidas la misericordia y justicia de Dios.»

Hay aquí una auténtica explicación del principio de la necesidad de la Iglesia para salvarse. También los que no pertenecen formalmente a la Iglesia tienen posibilidades de salvación. Están ordenados a ella por su votum, por su deseo de salvación. Gracias a él también están abiertas para ellos las puertas de la eficacia salvadora de la Iglesia. Mediante el votum caen en el salvador campo de influencia de la Iglesia. Los hombres que se salvan por su votum de entrar en la Iglesia son salvados no en la Iglesia, sino por la Iglesia. El principio «fuera de la Iglesia no hay salvación» se aproxima a la significación de que sin la Iglesia no hay salvación. No expresa un principio personal, sino objetivo. No estatuye quién se salva, sino por qué se salva. No se delimita el círculo de los hombres salvados, sino que se describe el camino por el que se salvan todos los que se salvan. Todo el que se salva, se salva por Cristo y sólo por Cristo. No hay otro camino hacia Dios. Pero Cristo no se comunica inmediatamente a los individuos aislados. Habría podido hacerlo. Pero determinó de otro modo el camino de la salvación. Se apodera del individuo sólo en la comunidad, a saber, por medio de la Iglesia, su instrumento. La actuación salvadora de Cristo pasa por la Iglesia. Lo mismo que el Padre celestial nos infunde su vida divina por medio de su Hijo hecho hombre, es decir, lo mismo que la gracia emprende el camino que pasa por la naturaleza humana de Cristo para llegar a nosotros, Cristo actúa también santificadora y salvíficamente sobre el ser humano en la Iglesia y por la Iglesia. Normalmente obra la salvación por medio de la palabra de la predicación de la Iglesia y de la realización de sus sacramentos. En la palabra y en el sacramento se apodera Cristo del hombre y lo presenta ante la faz del Padre. No tenemos por qué discutir los motivos que Dios haya tenido para elegir este camino de salvación. Quien quiera llegar a Dios debe emprender ese camino, si lo conoce. No puede llegar por cualquier otro camino a la bienaventuranza y a la salvación, si conoce el camino elegido por Dios. Salirse de él significaría apartarse de la voluntad de Dios. Pero a la vez hay que pensar que Cristo mismo, que es quien obra la salvación en la Iglesia, no se vinculó formalmente a la palabra y al sacramento en su obra salvadora (Santo Tomás). Cierto que remitió a los hombres a la palabra y al sacramento, de forma que nadie que conozca esta disposición divina puede despreciarlos, sin perder su salvación. Pero Cristo sigue siendo libre en su acción. Su brazo no se ha acortado; puede llegar donde quiera. Puede bendecir y consagrar donde plazca a su amor inescrutable. Sólo el Cristo operante en la Iglesia da la salvación, pero su obra salvadora no se limita al espacio de la Iglesia. Puede llegar donde quiera, más allá de la Iglesia saltando todas las murallas y obstáculos. No tiene límites. Cierto que no podemos comprender ni siquiera captar esa actividad de Cristo. Ocurre totalmente en lo oculto. No podemos hacer más que presentirla, cuando nos encontramos con un amor desinteresado e incondicional, con la sinceridad y la nobleza y fidelidad. Cuando la actividad salvífica de Cristo se realiza del modo normal establecido por Dios, por la palabra y el sacramento, es comprensible para nosotros. Entonces se puede decir: aquí está Cristo y allí también. Cuando el hombre no hace fracasar con su resistencia la obra de Cristo, de esa obra salvadora puede decirse: quien cree y se bautiza, será salvado (Mc. 16, 16). Sin embargo, la forma extraordinaria (vía extraordinaria) de la obra salvadora de Cristo, por mucho menos perceptible que sea, no es menos real. Nos es garantizada por la seguridad de que Dios quiere la salvación de todos los hombres (I Tim. 2, 4). Nadie se pierde si él mismo no quiere perderse, estar lejos de Dios. Pero todo el que se salva es salvado por Cristo que obra en la Iglesia, que es la Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia. Con otras palabras: para todos es la Iglesia, por ser el Cuerpo e instrumento de Cristo, la madre que los engendra para la vida eterna, la conozcan o no. Quien es salvado, sin saber nada de la Iglesia o sin creer que la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo, se encuentra en la situación del niño que no sabe a quién debe la vida. No hay, según eso, salvación sin la Iglesia. Pero en determinadas circunstancias puede haber salvación sin incorporación formal a la Iglesia. Ineludible presupuesto por parte del hombre es el estar dispuesto a recibir la salvación de la Iglesia, es decir, el deseo de entrar en la Iglesia (votum Ecclesiae). Este deseo puede ser despertado expresamente y puede estar incluido en otro acto (por ejemplo, en el amor de Dios).

4. En estas reflexiones hay que distinguir entre la situación de los bautizados no-católicos y la de los no-bautizados. Sus posibilidades de salvación son muy diversas. Por el bautismo el hombre es incorporado a Cristo. El carácter bautismal es el fundamento ontológico de la incorporación a la iglesia. Cierto que no da la plena incorporación pero sí una incorporación disminuida. Hay que decir también de esa incorporación, que quienes participan de ella sola, son privados de muchos dones y auxilios divinos, que pueden disfrutarse en la Iglesia católica, de forma que no pueden estar seguros de su eterna salvación (Pío XII, encíclica Mystici Corporis).

a) Quien está en la Iglesia católica como miembro pleno de la vida comunitaria, experimenta el poder salvador de Cristo en su fuerza original con pureza no turbada y con plenitud inagotable. Quien no está de ese modo en la vida comunitaria, como los pertenecientes a grupos bautizados no-católicos, también es alcanzado y traspasado por las fuerzas salvadoras de Cristo, pero está excluido de la abundancia desbordante de la actividad de Cristo. No percibe la palabra de Dios en su indivisa totalidad, sino en una selección hecha por los hombres. De los sacramentos sólo recibe algunos. El torrente de la salvación fluye para él por un cauce más estrecho y menos profundo, que a quien está viviendo dentro de la comunidad católica. De nuevo hemos de acentuar que aquí sólo hablamos de las vías ordinarias de la actividad salvadora de Cristo, que ocurre precisamente en la predicación eclesiástica de la palabra y en realización de los sacramentos.

Hay que hacer todavía otra distinción. Lo que acabamos de decir sobre la diferencia en la fuerza y abundancia de la acción salvífica de Cristo, vale de los caminos, por los que el poder salvador de Cristo entra en el hombre y penetra en su «yo», de las instituciones, procesos, medidas y acciones objetivas que sirven a la salvación. Pero es distinto de ello el modo en que el hombre se abre a esa actividad salvadora, la fuerza con que admite en su yo el poder salvador de Cristo, para que lo transforme, lo transfigure y lo llene de la vida de Cristo. Quien está en la totalidad de la vida de la Iglesia normalmente será llenado de la vida de Cristo (gracia santificante), que de tan múltiples y diversos modos golpea y llama a su «yo». Pero es posible, que por anómalo que sea tal estado lleve en sí la estructura de Cristo (el carácter bautismal indeleble), pero que esté privado de la vida de Cristo, porque se cierra a la actividad salvadora de Cristo y se aparta intencionadamente de Él (estado de pecado mortal). También se puede suponer, que quien está apartado por invencible error de la abundancia de la vida de la comunidad de la Iglesia, pero lleva en sí la señal y los rasgos de Cristo (el bautizado no católico), participe de la vida de Cristo. La afirmación de que la Iglesia es la única institución salvadora no niega a los bautizados no-católicos la posibilidad de estar unidos a Cristo. Tampoco niega que el bautizado no-católico pueda hacer una vida santa.

La Iglesia católica, a pesar de su afirmación de que ella es la única que da la salvación, cree en la eficacia de los sacramentos válidamente administrados en las comunidades con bautizo, no-católicas. Reconoce sobre todo el bautismo, en caso de que sea administrado según la doctrina y preceptos del Señor. Lo mismo vale bajo determinadas condiciones del orden y de la eucaristía. «En aquellas comunidades no-católicas, en que se conserva todavía el oficio apostólico por la vía de la sucesión episcopal legítima—tal como ocurre en la iglesia oriental separada de Roma, y en las comunidades jansenistas y viejo-católicas—la Iglesia reconoce todavía actualmente la validez de todos los sacramentos, en la medida en que su realización sólo dependa del poder de orden y no del poder de jurisdicción. En todas estas comunidades se recibe[6], pues, según la doctrina católica, el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor, no porque sean iglesias cismáticas, es decir, no por sus características, sino porque, a pesar de sus características, conservan todavía una herencia católica primitiva. Lo que en ellas puede santificar y salvar es lo católico que conservan» (K. Adam, Das Wesen des Katholizismus, 12 ed., 1949, 207). Esto vale de las comunidades orientales no unidas con Roma. Presupuesto para la eficacia santificadora de los sacramentos es, por parte del sujeto de ellos, la buena fe. Quien, estando en invencible error respecto a la verdadera Iglesia de Cristo, recibe los sacramentos en una comunidad no católica, quiere estar con Cristo y está con Él de hecho, aunque se engaña respecto a dónde debe buscarse la plenitud de Cristo. Quien reconoce a la Iglesia católica como la Iglesia de Cristo y, a pesar de ello, se aparta de ella, niega la obediencia a Cristo y está, por tanto, separado de Él. Tal error invencible puede estar unido al exacto conocimiento de todos los razonamientos que aduce la teología apologética y dogmática, para demostrar que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo. La rectitud y validez lógicas de una argumentación no es lo mismo que su fuerza de convicción interior. Para esta convicción se necesitan determinadas disposiciones, estados y preferencias. Uno puede conocer, por ejemplo, exactamente todas las razones aducidas a favor del Primado y rechazarlo sin mala voluntad, porque le impiden reconocer la validez de esas razones ciertas dificultades insuperables.

b) ¿Qué ocurre con los no bautizados? Su situación es, naturalmente, más desfavorable que la de los bautizados no-católicos.

Pero tampoco están sin posibilidad de salvación. Tal posibilidad tiene también en ellos una base objetiva, ontológico-espiritual y otra base subjetiva ético-personalista. La primera consiste en la consecratio mundi ocurrida por la Encarnación y obra de Cristo. Por la Encarnación, derramamiento de sangre y Resurrección del Señor todo el mundo fue elevado a un estado nuevo. Por Cristo fue creada una nueva situación histórica. La nueva situación consiste en que en Cristo fue asumida en la más estrecha relación con el Verbo divino una parte de materia de este mundo, el cuerpo de Cristo formado de las entrañas de María por obra del Espíritu Santo, y consiste en que esa materia en la Resurrección de Cristo fue trasladada y elevada al estado de glorificación. Desde estos acontecimientos cae una luz nueva sobre la creación. Se infundió a la creación una nueva pertenencia a Dios, que le da una dignidad celestial, que trasciende y supera grandemente la dignidad que tiene el mundo en razón de su carácter de creación. Todo hombre que entra en el mundo toma parte en ese estado del mundo, en la nueva situación producida por Cristo. Cuando Cristo se le aparece ante su mirada espiritual, es llamado a decidirse. Tiene que aceptar o negar la situación cristiana del mundo. Mientras Cristo no aparezca en su horizonte, no puede decidirse conscientemente a favor o en contra de la situación creada por Él. Pero si se dirige a Dios lo hace en la historia configurada por Cristo. Su entrega a Dios está caracterizada, en consecuencia, por la pertenencia a la situación cristiana. Y viceversa: esa situación influye en su anhelo de Dios. Este es a su vez actuación y activación de la nueva situación del mundo. En él influye, en definitiva, Cristo mismo. Cristo es además inmediatamente activo cuando con la fuerza de su gracia se apodera de quienes, aunque no están incorporados a Él por el bautismo, pertenecen a Él por la consecratio mundi y se abren a Él en su anhelo de Dios, sin conocerlo ni saber nada de Él. Según la Epístola a los Efesios Cristo es también la Cabeza del universo.

Schlier explica esta tesis de la manera siguiente: «En las explicaciones de Eph. 4, 7 y sigs., el Espíritu revelador dice algo sobre el hecho y modo de actualización del cuerpo crucificado de Cristo en el cuerpo de la Iglesia, y además se alude a la relación de ese Cuerpo con el universo. El universo, según la Epístola a los Efesios, es todo el mundo, lo celeste y lo terrestre, lo visible y lo invisible (Eph. 1, 10; Col. 1, 16. 20), los hombres, las épocas, las potestades, el cielo de la existencia. Es, en sentido abarcador y pleno, la existencia misma (cfr. 1, 11 y sig.; 1, 23; 4, 6; 1, 21 y sig.; 3, 9; 4, 10). Este universo ha sido—como hemos visto—creado por Dios. Ello es cierto no sólo de los hombres, de los eones, de los cielos, sino también de las potestades y potencias, que representan el poder del mundo caído y enemistado. Ahora bien, Cristo con su glorificación llenó este universo. La existencia que hay en él (cfr. Col. 1, 16 y sig.), experimentó con la Resurrección y glorificación de Cristo su cumplimiento en el sentido de la nueva fundamentación fáctica y, por tanto, en el sentido de la reconciliación, salvación y reivindicación. Cierto que en la medida en que sigue siendo poder, poseído definitivamente por sí mismo, es decir, en la medida en que el poder demoníaco fue aprisionado y sometido por Cristo en su glorificación y sufre como atado y no como salvado su cumplimiento bajo el reinado de Cristo. Lo que por principio ocurrió en la glorificación del Señor, es decir, lo que ocurrió en Él como arche, como primogénito de entre los muertos (cfr. Col. 1. 18), lo que ocurrió—puede decirse—ocultamente en las potencias, ocurre ahora fácticamente en el cosmos por medio de la Iglesia. Pues en tanto que Cristo glorificado edifica para Sí mismo por medio de sus dones a su Cuerpo en sus santos, éstos hacen que el cosmos crezca hacia Él (4, 12 y sig., 15). En tanto que todo el Cuerpo se cuida de crecer desde Cristo para edificación propia en la caridad, el Cuerpo mismo se cuida de hacer crecer el cosmos hacia Él (4, 16. 15). Con otras palabras: la existencia es edificada, al ser edificada la Iglesia. El cosmos es edificado en y por la Iglesia. Por tanto, es claro: 1) que no hay ningún dominio de la existencia que no sea dominio de la Iglesia. La Iglesia está fundamentalmente orientada hacia el universo, tiene sus límites sólo en el cosmos; 2) no hay ninguna realización del reino de Cristo sin la Iglesia ni fuera de ella, ningún cumplimiento sin la Iglesia o fuera de ella. El modo de crecer la Iglesia hacia Cristo, es también el modo en que el cosmos crece hacia Cristo; 3) hay ciertamente dominios que se oponen a su cumplimiento por la Iglesia, porque están definitivamente llenos de sí mismos. Las afirmaciones de 4, 7 y siguientes son confirmadas por otro texto, 1, 22 y sig. En él se dice que Cristo ha sido constituido Cabeza del universo (cfr. Heb. 2, 8). Pero Dios le ha dado a la Iglesia precisamente en cuanto Cabeza del universo. Esto tiene su razón en que la Iglesia es su Cuerpo y esto significa también el pleroma de Aquél que lo llena todo en todas las cosas. La Iglesia que en cuanto Cuerpo suyo está llena de Él, le sirve para llenar el universo, cuyas potencias le están sometidas. Por tanto, de nuevo se dice que el universo está lleno por una parte, y sometido, por otra. De nuevo se dice que el cumplimiento del universo ocurre en la Iglesia y por la Iglesia, que la Iglesia, es lugar y medio de su cumplimiento por Cristo. Ella es el pleroma de Cristo y eso significa; 1) el espacio lleno de Él; 2) el espacio que por estar lleno es plenificador. Es plenitud plenificada y plenificadora de quien ha llenado y llena el universo. El universo es incorporado a la plenitud de la Iglesia y a la de Cristo y convertido así en plenitud, es decir, en Iglesia.

«Desde aquí hay que entender objetivamente, que la misteriosa meta de la economía divina sea el anakephalaiosastai ta panta en Christo (1, 10) y que la realización de esa economía sea vista en la Iglesia (3, 9 y sig.). Precisamente ese anakephalaiosastai ta panta se realiza en el hecho de que el universo es sometido y atado por Cristo e (indirectamente) por la Iglesia y, en otro sentido, sea emprendido y cumplido por Cristo y (directamente) por la Iglesia. En la expresión citada misma se indica la doble relación de Cristo y de la Iglesia con el universo. El ankephalaioun significa también la incorporación, ocurrida a modo de plenificación y el en Christo apunta en el sentido de la Epístola a los Corintios al sometimiento a la Cabeza. Hay que pensar además en que Cristo es también la Kephale de la que está llena de su Pneuma, de la Iglesia (cfr. 5, 23 y sig.). Es la Cabeza del universo sin más. Pero es cabeza de la Iglesia en sentido distinto a como lo es de los poderes sometidos. Es Cabeza de la Iglesia en cuanto Cabeza de su amada Esposa. Es Cabeza de los poderes porque los tiene sometidos y es, sólo Él, su Señor. Así se puede entender que el aprisionamiento de los poderes o su sometimiento (4, 8 y sigs.; 1, 22 y sig.) ocurran en la serie de acontecimientos salvadores, en que Cristo plenifica al universo y es dado como Cabeza a la Iglesia. De la Iglesia no se afirma esa doble actividad. Su oficio es la edificación del Cuerpo y, por tanto, la plenificación del mundo hacia Cristo. Pero es claro que en esa actividad co-ejecuta el sometimiento de los poderes, pero no de por sí, sino por su Señor. Aunque el universo es el espacio de la Iglesia al que Cristo quiere plenificar por medio de ella, tácticamente el imperio de Cristo siempre es más extenso que el de la Iglesia. Más allá de la Iglesia penetra hasta la existencia sometida y atada en principio, aunque ocultamente, por Cristo. El reinado de Cristo y de Dios (5, 5), aunque ha empezado con la Iglesia, en ella y por ella, sigue siendo una meta escatológica» (Die Kirche nach dem Briefe an die Epheser, en: «Aufsätze und Vorträge» (1950), 168-171).

Los no-bautizados de buena fe no llevan el signo que sólo el bautismo da. Sin embargo, tienen confusa y oscuramente los rasgos de Cristo. Si se dejan llevar por su conciencia moral en la que les habla el Dios revelado en Cristo, participarán también de la salvación por Cristo y por la Iglesia, su Cuerpo. El ilustre teólogo De Lugo dice: «Dios da suficiente luz para salvarse a toda alma que llega al uso de razón… Las diversas escuelas filosóficas y comunidades religiosas de la humanidad comunican una parte de la verdad… y la regla es: el alma que busca a Dios de buena fe, que busca su verdad y su amor, concentra la atención bajo la influencia de la gracia en estos elementos de verdad—sean pocos o muchos— que le son ofrecidos en los libros sagrados, en las instrucciones, en los cultos y reuniones de la Iglesia, secta o escuela filosófica en que haya crecido. Se alimenta de esos elementos o mejor dicho: la gracia divina alimenta y salva el alma bajo las cáscaras de esos elementos, de verdad» (Sobre la fe, sec. 19, 7. 10; 20, 107).

5. Mediante esta doctrina de las posibilidades de salvación de los que no pertenecen o pertenecen no plenamente a la Iglesia romano-católica, no se vacía de contenido el dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Tal dogma dice que sin la Iglesia no hay salvación, que todo el que se salva, se salva por ella, lo sepa o no, lo quiera o, con un error inculpable, no lo quiera. Esta relación con la Iglesia es relación de causa de la salvación. Pero quien está bajo la influencia salvadora de la Iglesia pertenece de algún modo a ella, sea potencial sea actualmente. La unión salvífico-causal con la Iglesia limita tanto más con la incorporación a la Iglesia, cuanto más fuerte es la causalidad salvadora. La relación ontológica entre causalidad salvadora y la pertenencia a la Iglesia implica, que aquel que rechaza formalmente, a pesar de conocerla, la pertenencia a la Iglesia, pierde también la causalidad salvadora. Y viceversa: implica el reconocimiento de la causalidad salvadora de la Iglesia para quien ve de suyo que tiende también a la incorporación a la Iglesia. Para los bautizados no católicos existe en relación a la Iglesia romano-católica la seria obligación, importantísima para la salvación, de examinar ante Dios la legitimidad de su no-pertenencia a la Iglesia católica y, dado el caso, convertirse a ella. Y así el principio «sin la Iglesia no hay salvación» vuelve a remitir al principio «fuera de la Iglesia no hay salvación», en el que «fuera de la Iglesia» significa lo mismo que sin incorporación a la Iglesia no hay salvación. Para quien reconoce a la Iglesia romano-católica como Iglesia de Cristo, no sólo no hay salvación sin la causalidad salvadora de la Iglesia, sino que tampoco la hay sin su plena incorporación a ella. Quien pertenece a la Iglesia como miembro en sentido pleno, tiene toda la posibilidad de salvación ofrecida por Cristo. Realiza en su fe y en su amor a Cristo lo que Él ha fundado e instituido objetivamente. Quien no pertenece a la Iglesia católica se queda por debajo de las posibilidades de salvación ofrecidas por Cristo. Mientras lo haga sin mala voluntad, no le será para condenación. Pero seguirá estando privado de muchos bienes salvadores.

Esta interpretación del dogma de que sólo la Iglesia salva hace justicia, por una parte, a la seriedad del dogma y, por otra, está lejos de decretar la condenación sobre quienes no viven dentro de los muros de la Iglesia.

No se puede, por tanto, reprochar a la Iglesia, que la comprensión de sí misma como medio necesario para salvarse implica intolerancia. El dogma no representa ninguna intolerancia ni espiritual ni civil: no representa intolerancia espiritual porque no niega a nadie la salvación; ni civil, porque predica y exige el amor al prójimo a todos los hombres. La Iglesia es intolerante frente al error. Ello estriba en la esencia del error. Quien no es intolerante frente al error destruye los fundamentos de la villa humana. Quien no es intolerante frente al error contra la Revelación, destruye los fundamentos de la fe. Sólo el escéptico podría predicar tolerancia en el terreno de la verdad natural. La tolerancia frente a los errores contra la Revelación divina sólo podría ser predicada por quien ve en ella no la comunicación de verdades, sino sólo una llamada de Dios. (Sobre la sin razón de esta tesis véase § 176 b, II, C, 1.) Con el dogma de su necesidad salvadora la Iglesia profesa su ser Cuerpo de Cristo y que Cristo es el único mediador de la salvación. Lo que rechaza no es la posibilidad de salvación de quienes no pertenecen a la Iglesia, sino la afirmación de que hay muchos caminos igualmente válidos hacia la salvación, que junto a ella hay otras comunidades igualmente válidas. Cuando otras comunidades se hacen llamar Iglesias, la apariencia de derecho no les viene de estar separadas de la Iglesia romano-católica, sino de lo que tienen de común con ella. Por tanto, quien pertenece a una comunidad no católica no se salvará por negar el papado o el carácter sacrificial de la Eucaristía o el culto a los santos, sino por el bautismo y la palabra de Dios, que las comunidades no-católicas conservaron al apartarse de la Iglesia católica. Como dice Pío XI también las partes de una montaña de oro son de oro (Discurso del 9 de enero de 3927 sobre las iglesias orientales cismáticas). En la palabra de la predicación y en el bautismo obra Cristo o la Iglesia una, respectivamente, que es instrumento de Cristo. Pero Cristo no da la salvación por negar la verdad. De la auto-conciencia de la Iglesia se sigue, por tanto, necesariamente que rechace las comunidades separadas. Si las reconociera como hermanas legítimas con los mismos derechos, se negaría a sí misma, en cuanto Iglesia de Cristo. La pretensión de ser la única Iglesia salvadora, es decir, de ser el único camino hacia la salvación se deduce necesariamente de la unidad de la Iglesia. Como sólo hay una Iglesia, hay sólo una esperanza de salvación (Ef. 4, 4). Cuando la Iglesia se afirma decididamente como único Cuerpo de Cristo frente a todas las demás comunidades no-católicas, obra como Cristo obró cuando ante los jueces judíos y romanos se confesó Hijo de Dios. Sin esa confesión no habría sido crucificado, pero tampoco habría sido en ella el rey de la verdad.

La distinción entre un camino salvador ordinario en la Iglesia y por la Iglesia y otro extraordinario sólo por la Iglesia, no proclama dos caminos de salvación. Sigue habiendo uno solo. Pero tienen distintos recorridos. Quien de buena fe busca a Dios fuera de la Iglesia, se mueve ciertamente por el camino de la salvación. Sin embargo, dentro de la historia no llega adonde debería llegar si caminara en el sentido querido por Cristo, no llega el bautismo. El bautizado no-católico ha recorrido el camino hasta ese punto, pero no lo continúa porque cree que no continúa. En realidad sigue el camino. Quien llega hasta el fin, llega a ser miembro de la Iglesia católica en sentido pleno. La plena incorporación representa, por tanto, encarnarse, unirse, convertirse a Dios del modo que Cristo hizo posible y quiso. Quien en sus esfuerzos por llegar a Dios no llega a la Iglesia católica, no logra la encarnación plena de su anhelo de Dios. Pero tampoco será acogido en una acción salvadora inmediatamente procedente de Dios. Sino que será incorporado también al movimiento que partiendo de Cristo y pasando por la Iglesia y a través de ella alcanza a los hombres y les regala la salvación.

***


[5] La idea que apela a la unicidad del ser y no a la condición que adquiere por el hecho de devenir, como sugiere, en cambio, el concepto de ipseidad. 

[6] Santo Tomás de Aquino. Summa teológica III. 82. 7: «Pues bien, los que, perteneciendo a la Iglesia, recibieron la potestad de consagrar en la ordenación sacerdotal, tienen la potestad lícitamente, pero no la utilizan correctamente si se separan después de la Iglesia por la herejía, el cisma o la excomunión. Pero quienes se ordenan estando ya separados, no han adquirido lícitamente la potestad ni lícitamente la utilizan. Pero que tanto unos como otros tienen esta potestad consta por el hecho, indicado ya por San Agustín, de que cuando retornan a la unidad de la Iglesia no son nuevamente ordenados, sino que se les recibe con las órdenes que tienen. Y puesto que la consagración de la eucaristía es un acto dependiente de la ordenación sacerdotal, los que se han separado de la Iglesia por herejía, cisma o excomunión, pueden, efectivamente, consagrar la eucaristía, la cual, aunque haya sido consagrada por ellos, contiene el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo. Sin embargo, no consagran lícitamente, sino que pecan consagrando así. Por consiguiente, no reciben el fruto del sacrificio, que es el sacrificio espiritual.
«1. Esos textos y otros semejantes han de ser entendidos en el sentido de que fuera de la Iglesia no se ofrece el sacrificio lícitamente. Por lo que fuera de la Iglesia no puede haber sacrificio espiritual, que es el verdadero sacrificio en lo que se refiere al fruto, aunque sea verdadero en lo que se refiere al sacramento, del mismo modo que anteriormente (q.80 a.3) decíamos que el pecador recibe el cuerpo de Cristo sacramentalmente, pero no espiritualmente.
«2. A los herejes y a los cismáticos solamente se les reconoce el bautismo, porque en caso de necesidad pueden bautizar lícitamente. Pero en ningún caso pueden consagrar la eucaristía o conferir otro sacramento.
«3. En las oraciones de la misa el sacerdote habla en nombre de la Iglesia, a la que está unido. Pero en la consagración del sacramento habla en nombre del mismo Cristo, de quien es vicario por la potestad del orden. Por tanto, si el sacerdote separado de la unidad de la Iglesia, celebra la misa, puesto que no pierde la potestad del orden, consagra el verdadero cuerpo y sangre de Cristo, pero, por estar separado de la unidad de la Iglesia, sus oraciones no tienen eficacia.»
Fuente: https://hjg.com.ar/sumat/d/c82.html

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